creencias
septiembre 3, 2020 § 1 comentario
A pesar de que suelen ir de la mano, la posición básica de quien ve el mundo con los ojos del asombro —o la vida como don— no termina de coincidir con la de quien cree que hay un ser de otra dimensión que nos ampara. Esto es, ambas posiciones no se situán en un mismo plano. ¿En serio que hay Dios como puedan haber extraterrestres? Basta con tomarse al pie de la letra esta suposición para que caiga por su propio peso. Demos por sentado, pues, que hay un ente superior —o incluso supremo— que cuida de ti. Por tanto, podrías topar con él si lograses cruzar la puerta. ¿Qué ocurriría entonces? Caben dos posibilidades. La primera es propiamente una reacción, me atrevería a decir que infantil, y consiste en postrarse. Como quien babea ante el ídolo musical o futbolístico de turno. La segunda exige haber tomado una cierta distancia con respecto a uno mismo, con cuanto nos sucede o parece. Y es que, habiéndola tomado, inevitablemente nos preguntaríamos si acaso eso es todo. De acuerdo, hay un dios, un ente superior. ¿Y? A partir de ese momento, ¿no pasaría a formar parte de nuestro mundo? ¿Acaso no se reproducirían las ambivalencias que rigen nuestra relación con la figura paterna (o si se prefiere, materna)? Y si quedáramos abducidos por su perfección ¿dónde quedaría nuestra libertad? Al fin y al cabo, ¿no deberíamos aprender a lidiar con él? Algo —o alguien— con el que cabe tratar aún no puede ser nada último. Tenía razón Rahner al decir que incluso en los cielos, Dios seguiría siendo un misterio (o también, un Dios por ver).
Así, quien cree sin haber nunca reflexionado sobre su creencia, o bien confía en la intervención de un deus ex machina como el prisionero espontáneamente permanece a la espera de un libertador, o bien lo de menos aquí es aquel a quien apunta la creencia. En este caso, el creyente creería como amaría el que ama antes el amor que a quien le sirve de excusa o motivo. El tema, entonces, no sería Dios, sino su necesidad de decirse a sí mismo que hay un espectro que le ampara. El amigo invisible de la infancia no existe como existe el avatar de las redes sociales con quien interactuamos desde el anonimato —y a veces, hasta en tono confesional—. De hecho, su respuesta es tan invisible como su presencia. Más aún: si pudiéramos asegurar que existe como podría existir un fantasma ¿no dejaríamos, por eso mismo, de hablarle en la intimidad para intentar comunicarnos efectivamente con él? En este sentido, los que practican espiritismo ¿no son más consecuentes con su creencia? ¿O los antiguos creyentes, cuando practicaban el ritual que debería proporcionarles algún indicio? De ahí que el amigo invisible no pueda existir. Tenemos que relacionarnos con él como si existiera. Es lo que tiene un Dios cuya realidad se decide por entero en el espacio de la interioridad.
Ciertamente, la fe va con la postración. Pero la cuestión es qué —o quién— nos obliga a ponernos de rodillas. Y bíblicamente, no es Dios en directo, sino lo debido a Dios, a su radical trascendencia. En concreto, el don de la vida (o de la bondad) y el sufrimiento de aquellos que soportan el peso de un Dios en falta. Pues no es posible responder a la demanda de estos últimos sin descender (aunque el horizonte sea el del ascenso). Al fin y al cabo, la cruz revela que Dios no es una variante del amigo invisible, sino aquel a quien invocamos en cuerpo y alma. Y lo invocamos como el hijo, que habiendo sido abandonado, clama por la vuelta de papá.
A veces pienso que esto es así porque debe ser así; es decir, si Dios está ausente es porque debe ser así en función de lo que sabe de nosotros, de ningún otro modo Dios puede ser para nosotros que como se da de hecho para nosotros: ausente, callado pero, quizá por esto mismo, esperanzador. Y aquellos que fuerzan la maquinaria espiritual para experimentarle de otro modo, no saben lo que hacen.
El último parrafo de tu escrito es escalofriante.
Gracias
Iñaki