apuntes sobre la libertad (y 2)

diciembre 29, 2020 § Deja un comentario

1. La tercera acepción entiende la libertad como un hacer lo que uno quiere. En principio, tendemos a confundirla con la primera —con el poder hacer lo que uno desea. Pero, aunque en muchos contextos la distinción sea irrelevante, estrictamente hablando, no es lo mismo querer que desear, al igual que tampoco es lo mismo, como dijimos, desear que apetecer. Los padres quieren a sus hijos, no los desean.

2. Querer significa poner voluntad. Ciertamente, también cuando deseamos algo —o a alguien— hacemos lo posible por tenerlo. Y en este sentido, es innegable un cierto aire de familia entre el deseo y el querer (y de ahí que habitualmente los confundamos). Pues quien quiere algo —y no simplemente lo quisiera— se esfuerza por alcanzarlo. Sin embargo, una vez conseguimos lo que deseamos, el deseo se disuelve como azúcar en el café —por no hablar de que lo deseado, por lo común, termina en un contenedor—, mientras que la experiencia del ejercicio de la voluntad es que cuanto más cerca, más lejos, como quien dice. Es como si aquello a lo apunta el querer fuese un límite asintótico, algo así como el horizonte de una esfera, el cual nunca logramos alcanzar… por mucho que no dejemos de intentarlo (y en esto consiste el querer). Cuanto un deseo se nos presenta como inalcanzable No ocurre lo mismo con respecto a lo que queremos. Aquí el objetivo es un deber (y un deber que uno se impone a sí mismo, como veremos). Y es que en el cumplimiento de dicho deber está en juego precisamente quienes en definitiva somos. En este sentido, podríamos decir que el desear apunta al tener, mientras que el querer, a lo que uno es. Al menos, porque uno es lo que quiere, ama o, en el fondo, busca (y aquí podríamos preguntarnos si cabe querer o amar lo que apenas importa). De ahí que sea posible que alguien no quiera lo que, no obstante, desea. En cierto modo, la libertad se ejerce como respuesta a una invocación que exige darlo todo.

NB 1: Quizá sea por esto último que, de entrada, nos resistimos a la libertad. Más bien, preferimos su sucedáneo, el poder hacer cuanto deseamos. Sin duda, la gratificación es inmediata donde conseguimos lo que inspira nuestro deseo. En cambio, no parece que quepa conseguir aquello a lo que se dirige el querer. Además, sobre todo en las fases iniciales del ejercicio de nuestra libertad, no todo es satisfacción. Al contrario. Es lo que tiene lo difícil, lo que reclama una disciplina. Sin embargo, lo que aquí está en juego, como decíamos, es lo que uno es o terminará siendo. El desarrollo de la voluntad, al fin y al cabo, reclama un trabajo con uno mismo, un trabajo que no solo requiere fuerza, sino también lucidez. Pues aun cuando fácilmente sabemos lo que deseamos, cuesta saber lo que uno quiere; lo que en verdad importa y, por eso mismo, merece nuestra entrega.

3. Supongamos que un yonqui tomase la decisión de desengancharse porque no quiere que su hija pequeña tenga un padre drogadicto. Y supongamos también que no pudiera desengancharse; que la heroina fuese para él como el agua para cualquiera. La pregunta —una pregunta clave— es si tiene sentido decir que quiere desengancharse, a pesar de que no pueda hacerlo. Y la respuesta es que sí, siempre y cuando lo intente una y otra vez… a pesar de que fracase una y otra vez. El ejemplo, sin duda, es extremo. Pero ilustra perfectamente de qué se trata cuando hablamos de la libertad. Podríamos decir que nuestro yonqui no tiene libertad de desengancharse, aun cuando sea libre para desengancharse.

4. Obviamente, el yonqui quiere desengancharse porque tiene un motivo —su hija. Y por ello alguien podría decir que de hecho no es libre porque actúa condicionado por dicho motivo. Pero, como ya vimos a propósito de la segunda acepción, es absurdo suponer que solo somos libres donde no estamos determinados por nada ni por nadie. Pues, en ese caso, no habría detrás un quién, sino algo parecido a una máquina de azar. Todos somos, en gran medida, el fruto de nuestra circunstancia. La libertad en tanto que relación con uno mismo, mejor dicho, con lo que dentro de uno mismo se encuentra más allá de uno mismo, nunca se ejerció sobre el vacío. La libertad necesita siempre de un motivo. Y quizá sea por esta razón que la genuina libertad se ejerza como liberación de lo que inicialmente nos impide o, cuando menos, dificulta realizar dicho motivo. Podríamos decirque se trata de liberarse, en nombre de lo que vale la pena, de aquello que estando dentro de nosotros no nos pertenece. Aquel que quiere sin una razón para querer, no quiere, sino que, en cualquier caso, se deja llevar por lo que le apetece o desea… si es que no tira una moneda al aire.

NB 2: En este sentido, un Dios omnipotente —un Dios al que nada se le resistiera— difícilmente podría querer algo o a alguien. En absoluto, sería un Dios al que quepa dirigirse o invocar. Pues no habría nadie tras el nombre del Dios. A lo sumo, un poder anónimo. No es casual que, bíblicamente, el poder de Dios se revele, al fin y al cabo, como el poder de su debilidad. Como si en el fondo estuviéramos sujetos a la fragilidad de una genuina alteridad. Pero este es otro asunto.

NB 3: Aquí podríamos objetar que el ejercicio de la voluntad Sin embargo, aun cuando fuese cierto que nuestro cerebro se inclinase por perseverar unos milisegundos antes de “tomar la decisión” de perseverar, la pregunta es por qué razón el sujeto cree que se decanta por lo que se decanta. Y aquí la historia de cada uno resulta determinante. O por decirlo con otras palabras, como sujetos no dejamos de estar “sujetos a”. La cuestión es a qué o a quién. Y es que, al margen de nuestro carácter particular, no dejamos de ser aquellos que nos juzgamos en nombre del “padre”, por decirlo así, de aquel que decide el valor de nuestra existencia. Nadie sabe qué quiere hasta que no sepa qué quiere de él su padre. Evidentemente, aquí la cuestión es quién es tu padre (y un padre podría ser perfectamente “la gente”, lo cual significa que, en ese caso, no seríamos mucho más que unos “cualquiera”). Al fin y al cabo, un “padre” va configurando el cerebro que, precisamente, se decantará por una opción u otra unos milisegundos antes de que seamos conscientes de tomar la decisión. Y lo va configurando porque el cerebro, por decirlo así, no solo se ocupa de elegir, sino también de lo que en verdad importa… y no solo nos parece que importa. De ahí el íntimo vínculo entre la cuestión de la libertad y el asunto de la verdad de nuestro estar en el mundo —de lo que en realidad tiene lugar y no simplemente pasa. En definitiva, de lo que importa.

5. De lo anterior, se deduce que el ejercicio de la libertad implica un atarse al mástil. Como es sabido, y con el propósito de poder escuchar el canto de las sirenas sin asumir ningún riesgo, Ulises obligó a los miembros de su tripulación a ligarlo con gruesas cuerdas al palo principal, ordenándoles, a su vez, que no lo desatasen… por mucho que se lo exigiese una vez escuchase ese canto. Decíamos antes que el ejercicio de la libertad supone un trabajo sobre uno mismo, algo así como una especie de combate interior. Y es que resulta difícil querer. Lo fácil es dejarse llevar por lo que nos seduce de inmediato. De ahí, la necesidad de un conocimiento de sí y, en definitiva, de un cierto saber sobre qué supone estar en el mundo, al menos para poder distinguir entre lo que merece nuestro esfuerzo y lo que no. Por eso mismo, el sujeto capaz de hacer lo que quiere no se encuentra en el mismo plano que el niño, el cual apenas diferencia entre lo que le apetece, desea o quiere. No hay libertad sin disciplina. Una genuina libertad, tarde o temprano, impone un sacrificio. Ahora bien, se trata de la disciplina —del sacrificio— que uno se impone a sí mismo. Así, decimos que la libertad es autonomía, literalmente, darse a uno mismo la obligación. Y lo que no es autonomía es heteronomía. En este sentido, no hay deseo que no sea heterónomo. Al fin y al cabo, un deseo, como decíamos en la primera entrega, es un implante. Todo deseo constituye, en cierto sentido, una obligación, la de ser, precisamente, realizado.

NB 4: Aquí podríamos preguntarnos si acaso el que tengamos fuerza de voluntad no dependerá, en el fondo, de un haber sido formados en esta dirección. Ciertamente, la libertad —como la inteligencia y otros rasgos del carácter— se trabaja. Nadie nace siendo libre. Pero quizá sí con la posibilidad de serlo. Aunque hayamos crecido en un contexto en el que se nos empuja a conseguir lo que deseamos (y poco más), nadie ignora la distinción entre desear y amar. Y precisamente por ello no hay quien no se sienta llamado a la libertad. El problema reside en que, de entrada, entendemos por libertad un poder hacer lo que nos apetece o deseamos. De ahí que sea decisivo adquirir una cierta lucidez al respecto. Sin embargo, resulta innegable que es más fácil tener fuerza de voluntad donde hemos sido educados en el esfuerzo y la disciplina que donde se nos ha tratado con excesiva complacencia.

6. Al igual que no hay libertad sin disciplina, tampoco hay libertad sin promesa. De hecho, no es secundario que hablar de la decisión que va con la libertad equivalga a hablar de compromiso. Ciertamente, hoy en día la palabra compromiso, en tanto que incondicional, no tiene buena prensa. Pues sugiere, precisamente, lo contrario a la libertad. Como si donde nos comprometemos seriamente con algo o alguien nos cerrásemos las puertas de salida. De ahí que prefiramos los contratos, los cuales, por defecto, siempre incluyen cláusulas de recisión. Y hay implícitamente contrato cuando, por ejemplo, nos comprometemos con alguien de por vida… porque simplemente nos gusta mucho. Y es que lo que preferimos en cualquier caso es dejar una puerta abierta. Pero nadie dijo que cuanto preferimos sea lo que, en definitiva, queremos. En realidad, donde nuestro compromiso deje una puerta abierta, aquel con quien nos comprometemos difícilmente será algo más que un objeto de consumo. Dejar las puertas abiertas es humano, sin duda. Pero lo cierto es que, donde las dejamos, no cabe hablar propiamente de libertad. De ahí que resulte decisivo diferenciar entre lo que merece nuestra entrega y lo que no (y pocas cosas la merecen). En este sentido, el ejercicio de la libertad va con un cierto sentido de la deuda. Podríamos decir que aquel con quien nos comprometemos es aquel al que, en verdad, le debemos la vida… aun cuando no lo sintamos así. Por eso, el ejercicio de la libertad —el compromiso— no puede basarse únicamente en el sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Así, porque te debo la vida, te prometo que estaré junto a ti en la pobreza o en la riqueza, en la salud y en la enfermedad… Y tenemos que prometerlo, precisamente, porque queremos estar a la altura de lo que nos ha sido dado… teniendo en cuenta que no somos de fiar. El ejercicio de la libertad va, por tanto, con el deber de mantener la palabra. Como decíamos, libertad es displina. Y por eso mismo, fidelidad. Ahora bien, esto supone saber de qué va esto de la vida (y de lo que no va es de un de oca en oca y tiro porque me toca). Esto es, supone haber adquirido una fortaleza de carácter (y nadie la adquiere sin adquirir, a su vez, una cierta sabiduría o lucidez). Uno, al fin y al cabo, es lo que ama. Y por eso, el horizonte de la libertad es, como sugeríamos antes, un hacer propio lo que nos ha sido dado como valor. O somos libres en nombre de lo que vale la pena —y lo que vale la pena no es, ciertamente, algo que quepa tener—, o no somos mucho más que bolas de billar. De ahí que, incluso en el caso de haber seleccionado una opción al azar, pueda tener sentido decir que queremos dicha opción. De hecho, esto es lo que sucede siempre. Pues nadie quiere nada de entrada. En cualquier caso, se ilusiona por algo. Al fin y al cabo, cuanto quepa querer o amar, inicialmente se nos dio como aquello que, precisamente, no elegimos de entrada. La elección, en cualquier caso, se da a medio camino.

NB 5: Con todo, es humano andar entre lo que queremos y cuanto deseamos. El riesgo de la libertad radical es, ciertamente, acabar en una especie de jaula de hierro. La disciplina que exige la libertad no siempre termina bien. De ahí que busquemos la novedad que nos dé otra oportunidad o, cuando menos, que nos aleje de una existencia gris. Pero la novedad es un simulacro de lo nuevo. Con el paso de los días, fácilmente nos daremos cuenta de lo que, en principio, se presentaba como nuevo no es más que una variante de lo mismo de siempre. Anhelamos aquello, literalmente, extraordinario. Pero ignoramos qué es lo que pueda ofrecérsenos como tal… más allá de las apariencias. Y es posible que solo se nos revele el carácter extraordinario de cuanto hemos vivido, una vez lo hayamos perdido de vista.

7. La tercera acepción —la que entiende la libertad como hacer lo que uno quiere— mantiene una estrecha relación con la cuarta, la que, comúnmente, se denomina libertad interior, el estar por encima de lo que no importa y, sin embargo, nos afecta o puede. Nadie es libre donde depende, por ejemplo, de lo que los demás digan sobre su imagen, sus logros… su apariencia. Y es que el ejercicio de la voluntad, como hemos visto, solo es posible en relación con lo que importa o vale en verdad.

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