aporías de la creencia

diciembre 30, 2020 § Deja un comentario

Desde una óptica bíblica, la fe del hombre, antes que un supuesto, es una respuesta a la fe de Dios en el hombre. De acuerdo. Pero ¿cómo entender la fe de Dios? ¿Acaso no dijimos que Dios está lejos de ser un ente espectral, que Dios no es un dios, sino el Dios por-venir? ¿Cómo Dios puede tener fe en el hombre si no es aún nadie sin la fe del hombre? ¿En quién puede confiar aquel cuyo modo de ser está en el aire, nunca mejor dicho, donde el hombre le da la espalda? Estas son preguntas ineludibles si se trata de ir de la fe a la fe, como decía Anselmo. Sin embargo, quizá antes debamos preguntarnos cómo podemos decir algo de Dios. El punto de partida del hablar sobre Dios no es un dios más o menos constatable. No puede serlo. Porque en ese caso, no hablaríamos de Dios, sino de lo que nos parece que es Dios. Y aquí Dios no sería más que el ente al que apuntan los indicios —no sería más que una hipótesis.

El punto de partida del sermo sobre Dios no puede ser otro que nuestro hallarnos expuestos a la falta de Dios —a su extrema trascendencia. Y esto es lo mismo que decir a nuestra añoranza del Padre —y, en definitiva, de una genuina alteridad. Desde nuestro lado, no cabe ir más allá de las representaciones de lo real. Lo que es en verdad posee el estigma de una desaparición esencial (y acaso el de un porvenir igualmente absoluto). Hay mundo porque el haber de Dios es el de su retroceso a un tiempo anterior a la historia. En este sentido, no es casual que, bíblicamente, los capaces de Dios sean los que sufren, y a menudo indecentemente, su ausencia. Son los que sobran, los que no cuentan para el mundo, los abandonados de Dios. De ahí que cuanto podamos decir de Dios no sea propiamente de Dios, sino de lo debido a Dios —a su retroceso o paso atrás—: el milagro de la vida y el deber de preservarla contra la injusticia. También, el horror. Con respecto a Dios —o mejor dicho, a la relación entre Dios y mundo—, todo está por decidir. Hablar de la fe de Dios supone, por consiguiente, hablar de la demanda —la invocación, el clamor— que procede de un Dios impresentable —un Dios que no admite el presente indicativo. Mientras nos hallemos sujetos a ese clamor, no todo está perdido.

Así, la pregunta no es dónde está Dios, sino, en cualquier caso, dondé se encontrará —o por decirlo en bíblico, cuándo volverá. Y la respuesta cristiana, como sabemos, es que Dios adviene adherido al cuerpo de un resucitado, algo que el mundo no pudo ni puede admitir y que, por eso mismo, se trata de algo en lo que solo cabe creer como lo que debe acontecer contra cualquier expectativa, en nombre, precisamente, de aquellos hombres y mujeres que han ofrecido un gesto de misericordia donde en modo alguno era posible ofrecerlo.

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