acerca de lo que se trata
marzo 9, 2021 § 2 comentarios
Imaginemos que sufrimos una aparición. La sensación de realidad es innegable. No dudamos de que estamos ante una presencia. Pero ¿de qué se trata? ¿De la visita del ángel? ¿Del espectro de un muerto? ¿Del holograma de una dimensión paralela? ¿De un delirio mental? Que sea una cosa u otra dependerá de los presupuestos que determinan una cosmovisión. Si damos por descontado que hay otro mundo —y que entre este y el nuestro median vasos comunicantes—, entonces espontáneamente se trata de lo divino. Si, en cambio, lo que se da por cierto es que no hay algo así como espíritus —que todo es materia—, entonces el ángel o los fantasmas son, sencillamente, imposibles y, por consiguiente, habremos padecido una alucinación. Es verdad que, como decíamos, la impresión de que estamos ante presencias reales es indiscutible. Y por eso mismo inicialmente tendemos a creer que se trata de seres de otro mundo o dimensión. Va con los genes. Pero la cuestión es qué nos decimos al respecto —si juzgamos cuanto se nos muestra o aparece como sobrenatural… o no. Y esto va a depender, en último término, de lo que demos por sentado con respecto a los cielos. Algo parecido ocurre con el Sol. Pues aunque no podamos evitar la sensación de que el Sol se mueve, lo cierto es que, hoy en día, no podemos afirmarlo.
Con todo, es igualmente cierto que existimos de espaldas a lo que tiene lugar y no simplemente sucede o pasa. Tan solo basta con distanciarnos de lo que nos parece para caer en la cuenta de que en realidad vivimos en un estado de excepción; que lo que acontece cuando los amantes, pongamos por caso, llegan a mirarse a los ojos es, sencillamente, un milagro (y no tan solo un hormigueo en el estómago). Sin embargo, no podemos permanecer ante lo que acontece o tiene lugar. Esto es, el milagro tiene fecha de caducidad. Con el paso de los días, termina disolviéndose como azúcar en el café (aunque siempre queda un poso en el fondo de la taza: y hay que aprender a leer, como el augur, esos posos). Tarde o temprano, caemos de nuevo en el trato. No es casual que el horizonte de la aparición sea, de hecho, la desaparición. Es lo que tiene, precisamente, haber caído en la existencia. De ahí que podamos preguntarnos si acaso los mundos que presuponen un más allá no nos proporcionarán, en mayor medida que el nuestro, un lenguaje capaz de incorporar la aparición en el horizonte de la existencia. En este sentido, el drama del individuo moderno es que, al apostar por los hechos, se ve privado del imaginario que hace posible un estar expuestos a la desmesura que perdimos de vista una vez fuimos arrojados al mundo. Y aquí el mito es más eficaz que la descripción objetiva de lo que sucede. Al igual que, tras Copérnico, ya no podemos decir que el Sol gire en torno a la tierra, aun cuando nos lo siga pareciendo, no podemos defender con facilidad que haya lo, literalmente, extraordinario. Aunque sea lo único que hay.
La experiencia ante lo misterioso debe ser valorada concienzudamente siguiendo dos guías centrales: la búsqueda de la comprensión íntima y de la alegría serena.
La consecución de la comprensión acostumbra a venir perturbada por agentes alienantes que intentan nublar el juicio. La persona debe ser implacable ante aquello que le quita clarividencia. Hay que alejarse de los mensajes mágicos que surgen de la sorpresa ante lo todavía incomprendido. Milagros, hechos insólitos, apariciones y en general todo lo inquietante debe ser apartado de la disquisición responsable. La fe aparece ante una constatación, no ante una sorpresa. El que busca señales, prodigios o hechos inexplicables erra. No es la emoción ante lo incomprensible lo que desvela la verdad sino la comprensión serena. Escuchemos al que habla con serenidad de pequeñas y sencillas verdades y huyamos del que hace ruido con sucesos extraordinarios.
Apartemos asimismo al que utiliza grandes artificios lógicos para explicar algo sencillo. La complejidad denota confusión, señala una incapacidad para transmitir aquello que debe ser compartido de forma directa con el otro. Utilicemos sin miedo la navaja de Ockham. Si no se puede explicar con una sola frase no debe ser explicado.
También debe evitarse el mundo de la falsa promesa, la expectativa de un futuro idílico, las expectativas de un final feliz o de un premio merecido. Son argucias infantiles, dirigidas a mentes que eluden la reflexión con tal de recibir un beneficio.
Por último debe huirse de aquellos que prometen un castigo a aquel que no sigue los pasos de su fe. Es un síntoma enfermizo que revela una incapacidad para convencer, que es lo que, desde una profunda serenidad, debe lograr la luz de una fe.
La alegría es el gran termómetro que debe ser usado para medir los progresos en el camino de la fe. Aquel que se acerca progresivamente a la verdad nota de forma incontestable un profundo gozo en su interior. No cabe esperar una sensación de placer sino de paz. Si los pasos se encaminan en la dirección correcta desaparecen automáticamente los rictus de tristeza, desesperanza y odio. El que encuentra la vía, el que se dirige hacia el punto del horizonte desde donde asoma el sol, nota el calor de sus rayos en el rostro. Y una sonrisa profunda emerge de sus labios. Una alegría que muestra la confianza que se asienta en su mente. Una confianza que es resultado de una comprensión profunda y de un caminar por la vida pausado, tranquilo, lleno de humildad. Nota el calor del amor en su piel. Sin enredos, sin magia, sin artificios lógicos. Solo con el dulce caminar del niño.
Porque la verdad le es solo revelada al que piensa y vive como un niño.
¿Con qué termómetro mediremos los grados de perfecta alegría de Francisco de Asís ante la marcha que tomaron sus compañeros, o las diferencias de temperatura en alegría entre Rodrigues y Garupe en la película de Scorssese? Creo que son cuestiones tan íntimas que resultan imposibles de «medir», y ya sabemos a quién únicamente corresponde el juicio. A todos, solo un Dios puede salvarnos. Mientras tanto, los compañeros de primera hora de Francisco y los pescadores de Hirado sienten, con asombro, la compañía y el consuelo del hermano herido por su causa y de una cruz más junto a las suyas en medio de aguas que no solo nos cubren sino, frecuentemente, también nos azotan.