no es quien te imaginas

marzo 17, 2021 § 1 comentario

A lo largo de la tradición judeocristiana, se fue instalando en la conciencia creyente la idea de Dios como el gran otro —como el sujeto del saber y el poder. Esto es, la idea de Dios como Padre. Él posee la solución. Y por eso invocamos su ayuda. Sin embargo, al dar por supuesto que Dios está por la labor, el creyente más que creer en Dios cree en la ayuda de Dios, como dijera Yeshayahu Leibowitz a propósito de aquellos que dejaron de creer tras sobrevivir a Auschwitz. Es verdad que aquí podríamos preguntarnos si la fe, más allá de un postrarse ante la desmesura de lo divino, no supone también —y quizá sobre todo— un confiar en la intervención de Dios; en que, por la gracia de Dios, el horror no será el final. Pero, con independencia de lo que podamos decir al respecto, lo cierto es que, según el cristianismo, Dios no termina de coincidir con la idea que, espontáneamente, nos hacemos de Dios. Pues, lejos de presentarse como el sujeto del saber y el poder —de hecho, este sujeto no deja de ser una figura de la imaginación—, se reveló como el hijo de unos parias. Dios no satisface nuestras preferencias acerca de Dios. Al contrario: su poder —la fuerza de su espíritu— es el de su impotencia. ¿Buscas a Dios? Ahí lo tienes: es un desvalido, la criatura de unos inmigrantes que no tienen donde pasar la noche. Como el gran Otro, en realidad, no es nadie. O mejor dicho, aún no lo es sin la ayuda del hombre. Dios es su indigencia, su pobreza como Dios. De ahí que se identifique con los abandonados de Dios —que aparezca como el que clama por el hombre con la voz de los nadie. La sentencia de Atanasio —Dios se hizo hombre para que los hombres pudieran hacerse partícipes de la naturaleza divina— debería entenderse, por tanto, en este sentido: la condición de hijos de Dios es restaurada solo a través de nuestra respuesta —y una respuesta confiada— a su invocación. Y es que la filiación no se decide en la infancia, sino con la madurez. Pues el destino del hijo es el de acabar cargando con el peso de un padre que, contra nuestras fantasías, se reveló como un hombre de carne y hueso. Traducción: cuidando de él cuando ya no valga para mucho más que para ofrecernos su bendición y, por eso mismo, su espíritu. No es casual que el cristianismo esté a un paso de caer en el ateísmo. Pues podríamos decir que el ateo es aquel que, tras el desengaño que implica la revelación, desestima a papá, si es que no lo desprecia. Nunca tuve un padre. Sin embargo, aquí no estaría de más tener en cuenta la lúcida reflexión de Nietzsche a propósito de la muerte de Dios, a saber, que tras haber vaciado el altar de Dios, quizá tendríamos que preguntarnos qué dios hemos puesto en su lugar. ¿El éxito? ¿El amor romántico? ¿El poder? ¿Cuanto se dice o se hace? Y es que el ateísmo, como dijera el mismo Nietzsche, es lo más difícil. Aunque, de hecho, nazcamos como aquellos que negaron a Dios.

§ Una respuesta a no es quien te imaginas

  • Quentin dice:

    Podríamos decir que Dios es la explicación, la piedra que corona el edificio. Ese debería ser el único papel que Él debiera tener en nuestras vidas. Dios ocupa el pequeño inmenso hueco que nos plantea la dura constatación de que nuestra existencia carece de explicación racional, de unos cimientos sólidos. Solo cabe buscar una explicación razonable, algo que nos convenza mínimamente, que nos evite la desesperanza y que nos invite a una creencia sugerente, esto es a una fe.

    Pero Dios no debe asumir ningún otro papel en nuestras vidas. No puede ser la justificación de nuestros actos, ni tan solo el motor de nuestra motivación. Y mucho menos la causa de nuestra desidia o el peligro de un decaimiento.

    Dios debe permanecer allá donde siempre se ha ocultado: en el mundo de las ideas. No podemos ni debemos volcarlo al mundo en el que no está, el mundo real. Cuando el hombre ha caído en ese error ha pagado caro las consecuencias de tal fiasco. Aparecen entonces profetas, intérpretes de la voluntad de Dios para con nosotros y, lo que es peor, líderes que señalan un programa de acción que nos conduce a la salvación.

    Dejemos a Dios en paz, contemplando su obra en silencio, como siempre ha estado y busquemos con criterios sabios pero ingenieriles las mejores soluciones concretas para nuestras vidas.

    Hablemos de Dios con una copa de vino en las manos y una serena sonrisa en la cara.

    Nunca en un auditorio multitudinario o vestidos con extraños uniformes.

    Hablemos de Dios con voz tenue y quebradiza, con espíritu reflexivo y con muy pocas personas delante, que escuchan despreocupadamente nuestros breves apuntes mientras sostienen un cigarrillo entre sus dedos.

    Nunca ante un micrófono o peor aún, ante un grupo que clama gritos de dolor o de rabia.

    Hablemos pues de Dios en silencio.

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