…y los creyentes tenían un solo corazón
abril 12, 2021 § 5 comentarios
En Hch 4, 32-35 leemos lo siguiente: entre ellos no había necesitados, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; luego se distribuía a cada uno según lo que se necesitaba. Y añade: porque estaban poseídos por el espíritu de la resurrección (o lo que viene a ser lo mismo: de la redención). Estamos ante la verdadera eucaristía, la que consiste en compartir el pan de cada día: nadie sufrirá hambre. La cuestión, sin embargo, es cómo lo leemos. ¿Como una bonita historia? ¿Como si se nos hablase de una secta hippy o de una tribu amazónica en la que nadie parece poseer nada en propiedad? Es verdad que al leer este fragmento no podemos evitar conectar con nuestros mejores sentimientos. Ojalá fuese así, nos decimos (aunque quizá —añadimos en voz baja— no sea necesario ir tan lejos). Pero el cristianismo ¿no queda herido de muerte donde se limita a la promoción de las buenas vibraciones? ¿Como si se tratase simplemente de proporcionar la ilusión de un final feliz a los dramas de la existencia? ¿Acaso seguimos siendo como esos niños que se tranquilizan cuando alguien, con la suficiente autoridad, les dice qué deberían hacer? Ya sabemos cuál es el horizonte: ahora podemos seguir con lo nuestro. ¿Será porque ya no nos hallamos atravesados de redención? De ahí que leamos el fragmento de Hechos como si nada decisivo tuviera qué decirnos —como si en modo alguno nos sacudiese; como si en relato hubiesen unas cuantas dosis de fantasía (aunque, de ser así, bastaría con una sola comunidad que hubiera funcionado tal y como nos lo cuenta Lucas, lo cual es probable, para que no solo fuese una idealización). Es lo que tiene un cristianismo que ha olvidado su seriedad originaria. Y lo que acaso sea aún más decisivo, su alegría, aquella propia de los transformados por la salvación.
Sin estar de acuerdo, sinceramente, la crítica y la negación de la religión es demoledora: incapaces de Dios y de verdadero amor cristiano. Desde este trabajo intelectual, ¿queda algo en pie? No lo creo.
Sin embargo, en este ámbito práctico expuesto, la radicalidad de la entrega implica que des tu nómina mensual a los más necesitados: enterita. ¿Por qué no se hace?, ¿por falta de fe en el Redentor?, ¿de verdad?.
Y si se llega a pensar que se puede compartir generosamente sin necesidad de perder todas tus propiedades básicas, esforzándose en no apegarte a las cosas pero sin renunciar a ellas, es que eres un ingenuo y un hipócrita religioso: no eres, en toda la PUREZA de la palabra, cristiano.
Este fragmento de los Hechos, texto bello como ninguno, debería ser la guía de todo cristiano. Adaptado obviamente a sus circunstancias personales. Porque consigue cerrar a la perfección lo que constituye el círculo virtuoso de la fe: creer para vivir, vivir para creer.
Esta debe ser la dinámica según la cual avanzar en la fe. La que aplicaron los primeros discípulos, los que vieron cómo vivía Jesús, los que convivieron con Él. Ellos comprendieron que una fe que no tenía aplicación práctica directa era una fe estéril. Y que un crecimiento virtuoso en la vida era la confirmación de la verdad que sostenía su fe.
Una fe que se lleva de inmediato a la vida para poner a prueba la verdad que la sostiene. Una vida ejemplar en la virtud que convence a uno mismo y a los demás sobre la verdad de su fe.
Cuando la fe no se aplica en la vida no convence. Y se pierde por sendas confusas. Cuando un hombre no recoge la fe en su vida pierde el norte. Y no convence.
Ojalá el teólogo comprendiera que sus disquisiciones no solo son estériles sino que además son dañinas. Nos apartan de lo que Jesús nos pidió. Ojalá el hombre perdido supiera seguir a las personas que viven según una fe auténticamente sentida, no a los teólogos.
Es cierto que cuanto más tienes, menos compartes. Es como la ley de la gravedad de lo humano. El tener nos permite prescindir de Dios. Aunque nos llenemos la boca con su palabra. La propiedad nos ata al mundo. Y porque creemos poseer cuanto nos asegura un lugar en el mundo, seguimos confiando en nuestra capacidad. Propiedad y orgullo van de la mano. Es posible que, salvo como deshauciados, no estemos a la altura de la redención. De ahí que prefiramos el dios-enchufe o el dios océano, el que provoca en nosotros buenas vibraciones, al Dios que nos saca del quicio del hogar con su perdón, aquel que se nos concedió desde una cruz. La gracia, como decía Bonhoeffer, no sale barata. Con todo, sigue siendo gracia. Quizá solo Dios sepa, por decirlo así, hasta qué punto creemos en Él.
Voy a ponerme tremendo, para intentar sacar algo en claro: entonces, ¿se está diciendo que, de todos los millones de personas en el mundo que poseen una casa, no hay ni uno sólo digno del amor de Dios? Es la conclusión que saco tras tu comentario, Josep, acerca de los desahuciados. Aunque no creo que lo digas de verdad, más que nada por ese «Es posible…» inicial. A lo que voy es que, creo entender lo que quieres transmitir con la entrega radical que implica seguir a Jesús, pero difiero del pensamiento que obliga a que tenga que haber más pobreza en el mundo por causa de Dios. Dios no quiere, creo yo, que te empobrezcas materialmente y comiences a vivir en la indigencia arruinando la vida de tu familia. Eso no puede ser y parece absurdo hasta que lo tenga que decir. Lo que quiere, respecto de lo material es que no pongas tu corazón en ello, quitándolo de Él.
Sin duda lo más acertado de todo es lo que dices al final: «Quizá solo Dios sepa, por decirlo así, hasta qué punto creemos en Él», (yo quitaría el «quizá»). Por eso, respecto a los demás, uno tiene que pensar siempre que pueden estar en camino hacia, ¿por qué no?, la santidad. Y respecto a uno mismo, perseverar en la lucha diaria en que la fe consiste: guerra contra sí mismo y contra el mundo. Y es lucha y pruebas porque no tenemos la Gracia suficiente para que no tengamos que esforzarnos. Si se le hubiera preguntado a la Virgen María, la llena de Gracia, si ésta le ha salido barata o cara, ¿como nos habría mirado?
No creo tampoco que se trate de dar la nómina enterita, o de prescindir de la vivienda; pero quizá sí de «ponerse a tiro», de encontrar la forma de estar presentes, de modo que, cuando surja la necesidad, el referente no sea solo la «acción social parroquial», el aparato burocrático de Cáritas (indudablemente necesario y meritorio), sino cualquiera de los miembros de una parroquia —también para quienes no lo son—, un lugar en el que espontáneamente se piensa si, por ejemplo, en mitad de la noche enfermo y no tengo con quién dejar a mi pariente que depende totalmente de mí y me encuentro solo en una ciudad donde las redes familiares y vecinales tradicionales han ido desapareciendo poco a poco. Honestamente, para mí, que sigo participando de ello no lo es; mucho menos para quienes hace tiempo dejaron de encontrar sentido a los ritos que siguen siendo su principal seña de identidad.