Dios escupe sobre tu rostro
abril 13, 2021 § 1 comentario
¿Cómo incorporar la extrañeza propia de la alteridad? ¿Acaso bajo las figuras de lo monstruoso, tan fascinantes como terribles? Al menos, así fue durante buena parte de la historia de la humanidad. Sin embargo, toda figura es figura de, representación, imagen. Esto es, se halla en lugar de lo que, como tal, no admite una representación. El problema surge cuando confundimos la imagen con lo imaginado —cuando la entendemos como una descripción de lo que es. Supongamos, por ejemplo, que fuera cierto que existimos bajo el juicio de Dios —que el infierno es posible. En ese caso, ¿cómo tomárnoslo en serio? Pues Dios que nos juzga es invisible hasta el punto de rozar la nada. La respuesta es simple: solo por medio de una imagen. Aquí, los predicadores, con el propósito de provocar nuestra sensibilidad, tuvieron que recurrir a un Dios capaz de escupir sobre el rostro del hombre, por decirlo así. Y no es que esta imagen se la hubieran sacado de la manga. La encontramos en el NT (Ap 3 15-16): por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. El problema es que estas imágenes pasaron a ser inverosímiles, por no decir ridículas, donde Dios dejó de darse por descontado. ¿Significa esto que la confesión cristiana solo puede darse como abstracción o, en su defecto, como un vago sentimiento religioso con la excusa de un colgado en nombre de Dios? No me atrevería a decirlo. De hecho, el cristianismo, más que en las imágenes de lo santo, arraigó, y de buen comienzo, en el relato de lo que les ocurre a los hombres y mujeres de Dios, comenzando por el crucificado. De ahí que para incorporar —e incorporar significa, literalmente, hacer cuerpo de— al cristiano le baste con las historias ejemplares, aquellas que suceden, precisamente, sin Dios mediante: como si no hubiera Dios. Así, para comprender —y comprender no es simplemente entender— de que vá el Dios bíblico quizá tengamos suficiente con la niña de La zona gris, aquella que sobrevive a las cámaras de gas habiendo perdido, sin embargo, su capacidad mental, y cuya vida los sonderkommandos que tenían que haberla introducido en los hornos crematorios preservan como si fuera lo más sagrado de su sórdida existencia. Como si esa vida fuera, en definitiva, la que ocupa el lugar de un Dios que les ofrece una última oportunidad.
El cristianismo arraigó, como el resto de las religiones a lo largo de la historia del hombre, porque fue útil. Extremadamente útil. El mensaje de Jesús, resumido de manera bella y brillante en el Sermón de la Montaña y más en concreto, en las Bienaventuranzas, supuso un nuevo paradigma, ofreció una nueva forma de abordar la vida. Sustituyó la vieja ley del talión por la del perdón. Mutó el sentimiento del temor a Dios por el del amor al Padre. Y sobre todo cambió el horizonte del comportamiento humano: de lograr la victoria sobre el enemigo a buscar la reconciliación con él. ¡Qué maravilloso hallazgo nos mostró Jesús!
Jesús entusiasmó porque abrió una nueva perspectiva a la humanidad. Los judíos, cegados por la soberbia de los que se sienten miembros del pueblo elegido por Dios, no lo comprendieron.
Fue Pablo quien comprendió la potencia de las palabras de Jesús y las quiso abrir al mundo. Y el mundo las acogió. Y las convirtió en los valores cristianos que hicieron de Europa el lugar de crecimiento para la dignidad del hombre, la cuna de la compasión, la tierra de la reflexión y de la comprensión, el hogar de las instituciones que lucharon por la lucha por los derechos de la persona.
Permanecer con la mirada fija en los hechos que narran las escrituras es un craso error. Hay que partir de ellas para avanzar y dejar de verlas como un lastre. Y volar hacia donde Dios nos lleve, hacia donde nos está llevando. Hacia donde la juventud pide a Dios que le lleve.
Afortunadamente ello no depende de las generaciones ancladas en el pasado sino de los jóvenes que buscan con ilusión…