incorporación e imaginario
abril 21, 2021 § Deja un comentario
Sin imágenes no hay incorporación. Esto es, va a resultar complicado que hagamos cuerpo de cuanto creemos verdadero. La interiorización, tan de moda hoy en día, deriva fácilmente en narcisismo, algo así como un lamerse las propias heridas, donde no se encarna —donde lo que se interioriza no procede del exterior. Quizá no sea casual que las espiritualidades aconfesionales carezcan de figuras de lo divino o, mejor dicho, de representaciones antropomórficas de Dios. Les basta con una abstracción sobre la que proyectar los mejores sentimientos. Con ello suponen que se han alejado de la superstición. Y algo de esto hay. Ahora bien, si es cierto que existimos, no solo desde un Sí de fondo, sino también bajo una demanda infinita, la que procede del llanto de quienes ocupan el altar vacío de Dios, entonces puede que no se trate propiamente de conectarse a una fuente de energía, sino de responder. Y siempre respondemos ante un quién, en modo alguno a un qué. Un algo tan solo exige un cierto saber a qué atenernos —un cierto gnosticismo. La abstracción —desde el océano hasta la matriz cósmica— está al servicio de la reconexión: como si Dios fuera un enchufe. Pero un enchufe no grita —no clama por un quién.
Sin embargo, teniendo en cuenta lo anterior, podríamos preguntarnos si la prohibición profética de las imágenes de Dios no impedirá, precisamente, que podamos incorporar el que, al margen de los que nos parezca, estemos en verdad sujetos a la invocación de aquellos a los que el mundo deja atrás. No me atrevería a decirlo. Sobre todo, porque lo que aquí se prohíbe no es una imagen de Dios, sino aquella que nos sitúa en falso ante Dios, la que satisface nuestra necesidad de tener a un dios de nuestra parte. Pues en realidad hay una imagen de Dios, la del rostro de quienes imploran a Dios por Dios, en definitiva, el rostro de cualquiera, aunque, por lo común, dicho rostro permanezca cubierto por una máscara. Al fin y al cabo, Adán fue creado a imagen y semejanza. Por no hablar de lo que proclama el cristianismo, a saber, que Dios tiene cuerpo, el de un crucificado en su nombre. Sorprendente, por no decir inadmisible. Estamos, sin duda, lejos del océano en el que las almas terminaran disolviéndose.
Con todo, que podamos integrar la revelación —la conmoción que supone que el crucificado sea carne de Dios— dependerá de que Dios o mejor, nuestra connatural exposición a un Dios que retrocedió a un tiempo más allá de los tiempos, pueda vivirse a flor de piel. Y este es el problema: que en un mundo en el que dicha exposición no se da por descontada —un mundo en el que Dios se convirtió, a lo sumo, en una suposición— difícilmente vamos a poder incorporar la revelación. Y donde esta se pone muy cuesta arriba, la verdad terminará yendo por un lado y el cuerpo por otro. De ahí, la importancia de recuperar las historias radicalmente humanas —y por eso mismo, más que humanas— que hay detrás de la revelación. Pero para ello acaso tengamos que ponernos junto a quienes las protagonizaron y las siguen protagonizando. Aunque, de entrada, nos impregne su mal olor.
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