amor platónico, amor judío
abril 22, 2021 § 1 comentario
Es sabido que Platón, en su diálogo El Banquete, defiende la idea de que el amor es algo así como una coincidencia entre opuestos, literalmente, la re-unión de las partes de una unidad originaria. Podríamos decir que en el amor se restablece la armonia perdida. En cambio, desde la óptica de Isarel, el amor —el encuentro con el otro— es, de entrada, traumático o, si se prefiere, desestabilizador. Y no porque los amantes queden presos de una pasión que no terminan de controlar, sino porque el otro como tal nos descentra. Precisamente, porque es otro —porque se revela como extraño— irrumpe como una amenaza (aunque también como promesa). En cuanto otro, no encaja en nuestros esquemas o expectativas. Si encajase, no sería en verdad otro, sino en cualquier caso su imagen, nuestra fantasía. Hay algo en el otro que, por defecto, no cabe asimilar (ni siquiera por él mismo). El encuentro preserva la distancia —infranqueable, sagrada— de la alteridad. Entre el amor a la platónica y a la judía, por decirlo así, anda la historia del amor en Occidente. O lo que es equivalente, nuestra confusión.
El amor es el gran pilar que sostiene la existencia de Dios. Es la sombra de una presencia profundamente sugerente. Es la cumbre de la sutileza del universo.
En un universo sin amor Dios no habría aparecido como hipótesis razonable, Dios sería tan solo un curioso experimento mental. Pero con el amor la mirada del hombre busca un autor, un creador que se oculta tras una misteriosa ausencia, pero que muestra con los colores elegidos en su pintura la intención de su obra.
El amor es sutil porque es innecesario. Y porque aun siéndolo se ha convertido en el eje de toda la creación. En torno al amor gira toda la realidad del hombre: de padre a hijo, de mujer a varón, de amigo a amigo, toda relación humana está teñida de amor. Toda la historia del arte, pertenezca a la literatura, al cine o a la música, plasma el drama cuando se ausenta y la euforia cuando vuelve a surgir.
Porque, tal como nos mostró Jesús, el amor lo resuelve todo: deshace nudos, aúna esfuerzos, proyecta ilusiones y genera descendencia. Lo pide el bebé tras nacer cuando busca el calor de su madre y lo reclama el anciano cuando se despide de la vida y toma las manos de los suyos entre las suyas.
Este profundo y maravilloso misterio es el que impulsa al hombre en su andar. Es el que ha concretado el progreso de la humanidad a lo largo de los milenios. Y es el que hace razonable la existencia de Dios.