todo es muy extraño
abril 27, 2021 § Deja un comentario
La sospecha de Descartes hay que tomársela en serio. En los sueños, la incoherencia es perfectamente coherente. Estas solo. Pero tus hermanos muertos están junto a ti. Porque lo sientes como cierto (aunque no veas a nadie a tu alrededor) . Y lo sientes a flor de piel, no como ese vago sentimiento que, por lo común, acompaña a la creencia religiosa. Al igual que sientes que tu interlocutor —de hecho, una bestia— es tu padre (también muerto). Como si el síndrome de Capgras no fuese el síntoma de un desajuste mental. No es anecdótico que los antiguos interpretasen los sueños… como vestigios de otro mundo. Como tampoco lo es que hoy en día los sueños revelen los traumas inconscientes del yo. La diferencia entre los tiempos de la Antigüedad y los modernos puede entenderse a partir de cómo se interpretan los sueños. Que veamos una cosa u otra dependerá de si damos por sentado que hay otro mundo o no.
En cualquier caso, no hay que fiarse de lo que uno siente como verdadero. Sin embargo, y por seguir la línea trazada por Descartes, tampoco de lo que la razón, en último término la física matemática, nos presenta como indudable. Podría ser que la exterioridad como tal fuera sencillamente impensable. Como si el mundo fuera un constructo proyectado sobre el puro haber. El resultado del ejercicio metódico de la duda es, como sabemos, la revelación del cogito como principio y fundamento del conocimiento. Ahora bien —y esto no suelen subrayarlo los intérpretes de Descartes— que la certeza de sí se imponga como el punto de apoyo de la objetividad va con el descentramiento del sujeto en el plano de lo real. Pues, como el mismo Descartes destaca en sus Meditaciones, no hay conciencia que no limite con un afuera, un afuera que no es, estrictamente, un espacio lleno de entes, sino un puro y eterno haber. Dejando a un lado la recuperación que hace Descartes de la res extensa como tercera evidencia —recuperación que es, al menos, discutible—, resulta innegable que la extrañeza ante el mundo es algo así como un punto de partida —y quizá también de llegada— de una existencia que no quiera permanecer reducida a su circunstancia. Y no porque vengamos de otro mundo —este sentimiento sería el propio del gnosticismo—, sino porque en realidad no pertenecemos a ningún mundo. Como si cualquier mundo fuese un holograma. Como si el horizonte del saber fuera aquello tan socrático de que, en el fondo, no terminamos de saber gran cosa. Será cierto que al final nos iremos con las manos vacías. Y quizá la elevación comience cuando anticipamos este final.
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