Marx y la religión, de nuevo

abril 28, 2021 § Deja un comentario

Quizá tengamos que recordar aquello de que la existencia precede a la esencia a la hora de, cuando menos, entender cuál es la raíz de la fe de los viejos creyentes. Pues en un mundo donde la soberanía se palpa en el día a día —donde las mujeres y los hombres experimentan cotidianamente el yugo del poder político y natural—, la creencia en la soberanía de Dios no necesita darse como una suposición. Sencillamente, se experimenta a flor de piel como un derivado en el plano de lo sobrenatural de cuanto se padece naturalmente. De ahí que, en nuestro mundo moderno, un mundo cuyo principio de legibilidad es la autonomía, quien cree que nos hallamos en manos de un poder que nos sobrepasa por entero —un poder que decide nuestra redención o condena— tenga que partir del supuesto de que existe, precisamente, ese poder —de que hay Dios—, un supuesto que el creyente tiene que asumir casi por su cuenta y riesgo. Aunque dicha suposición conecte con sus emociones más profundas… y que, por eso mismo, le produzca la impresión de que no se trata propiamente de un supuesto.

Sin embargo, de lo anterior no se desprende que la fe sea modernamente inviable, sino que, a la hora de legitimarse frente a las objeciones de la Modernidad, la fe tendrá que recurrir a una lectura más incisiva de los textos bíblicos, aquella que nos permita comprender que, bajo la apariencia de una divinidad según la religión, Dios se revela como el ausente o por venir —como el Dios que fue desplazado por el desafío de Adán a un más allá de los tiempos… y que, en consecuencia, tiene en suspenso su presente. Esta lectura difiere, sin duda, de aquella tradicional en la que Dios —de manera inevitable en la Antigüedad— se da por descontado como el ente espectral que se ubica en los cielos. Pero este diferir no es arbitrario. Al contrario: se trata de una oportunidad incrustada en el corazón del texto bíblico. De ahí que la exposición a Dios, para quienes leen los textos bíblicos aprovechando esta oportunidad, acaso la última, no sea exactamente la misma que la de aquellos que se encontraron espontánemente ante poderes palpables. Podríamos decir que lo que para los antiguos fue una evidencia religiosa, a saber, el que nos hallemos en manos de un Dios cuyo poder es inconmensurable, hoy deviene una metáfora existencial. Aun cuando, en ambos casos —el de la certidumbre de los patriarcas de Israel y el del como si— apunten al mismo acontecimiento de fondo. Pues acaso no haya nada más real —más en verdad otro— que ese Dios que tuvo que retroceder hasta caer fuera de sí para que pudiéramos habitar un mundo.

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