fe y consuelo
abril 30, 2021 § 5 comentarios
La fe, solía decirse, es el consuelo de los pobres. Las cosas te van regular o, directamente, mal. Vives de alquiler y la pensión apenas te llega. No has triunfado. Pero siempre podrás decirte que el dinero —el índice del éxito— no importa; que lo importa es el amor o la bondad. Y aquí saltan los del corifeo de nuestros tiempos: ya lo dijimos, la fe no es más que el opio del pueblo, su fantasía más eficaz. La chica no te hizo caso. Pero aún podrás imaginar que cae rendida a tus pies. Al menos, crees que tienes a un Dios de tu parte —que no estás solo con tu miseria. La fe no es más que eso. Vale. No es la primera vez que oímos esto —ni será la última. Y, sin embargo, también podríamos preguntarnos si acaso, al margen de su uso compensatorio, no será cierto que lo decisivo es la bondad. Pues, cuando menos, cabe que lo sea —como mínimo es posible creer que lo es. De ahí que la cuestión sea en qué —o mejor, dicho en quién— arraiga esta convicción. Esto es, qué la justifica como creíble. Pues no es lo mismo, en lo que respecta al asunto de su verdad, que la fe solo tenga que ver con tu necesidad de consuelo, aunque, sin duda, uno sobrevive como puede, que el que nazca de un haber visto un gesto de bondad donde no era posible la bondad. En este caso, el consuelo, más que una ensoñación, es una esperanza. Sencillamente, habiendo visto lo visto, no puedo creer que el mal tenga la última palabra. Aun cuando ignoremos quién la pronunciara —y cómo.
Mt 6, 19-21
Esa convicción está arraigada en el corazón.
La palabra fe debería ser desterrada. Su carga histórica transmite tantas reservas en el hombre moderno que su aceptación e incluso su uso se ha vuelto imposible.
Porque la fe sugiere sometimiento a un dictado o como mínimo un salto al vacío que en la actualidad resulta cuando menos innecesario. ¿Por qué es preciso recitar unos versos que citan complejos e intrincados conceptos intelectuales si basta con asumir directamente las consecuencias de su sencilla vivencia práctica?
En tiempos antiguos, cuando el hombre era niño, el pastor lo llevaba en rebaño por sendas tenebrosas. Apenas levantaba la mirada el rayo o el trueno le devolvían los ojos al suelo y el miedo impulsaba sus pasos tras los que caminaban por delante.
Pero ahora el hombre ha madurado. Sabe que el rayo es generado por las nubes y que del trueno no cabe esperar daño alguno. Levanta la cabeza y mira a su alrededor. Nada le amenaza. Sale del rebaño y organiza su vida. Y quiere respuestas a la gran pregunta, la que desde la Ilustración plantearon Kant y tantos otros: ¿cómo debo vivir? Y la respuesta ya no la encuentra en un credo incomprensible sino en el gesto amoroso del pobre de espíritu.
El hombre de hoy no quiere repetir estribillos sino escuchar, reflexionar y dejarse convencer. No desea seguir una fe sino alcanzar una comprensión.
¿Ha muerto entonces el cristianismo para el hombre nuevo? Para nada. Está renaciendo para él.
Estos días, en un contexto diferente, he encontrado esta cita de una carta que Machado escribió a Ortega en 1914: «Nuestro punto de partida ha de ser una irresignación desesperada ante el destino; nuestra empresa, luchar a brazo partido con lo irremediable, y nuestro esfuerzo el necesario para vencerlo. ¿Confianza? Ninguna. Fe, sí; fe en nuestra voluntad, es decir en la única fuerza capaz de obrar lo milagroso. ¿Que es absurdo acometer el milagro? No. Lo absurdo es esperarlo de las nubes”.
Creo que resume bien la fe de una quizá más que buena persona.
Si la fe no se pone en la fuerza de nuestra voluntad, sino en su capacidad de colaboración, y no se renuncia a la confianza, por muy abstracta que esta pueda volverse, porque no se deposita en que «lo vea yo con estos ojos», una y otra fe no tienen por qué ser antagonistas, y, desde luego, no creo que nadie diga que don Antonio fue un camello de su época del opio de su pueblo. Porque nadie con pizca de juicio pone en duda la coherencia de su vida.
Hace años participé en un blog religioso de tendencia ultra, en el que se defendía la misa en latín, se decía que el actual Papa era el demonio, asumían el papel de jueces y condenaban a quienes no creían como ellos, a mí me censuraron unas cuantas veces, sobretodo en aquellos comentarios en donde no hablaba yo, sino el Evangelio, mostrando su incoherencia con ciertos pasajes del mismo; duré allí muy poco y sentí tristeza. Por aquel entonces, desde la fe que era capaz, intenté mostrarles que, más allá de todo eso lo importante era el mensaje de amor que Jesús nos legó.
Lo que ahora se está tratando aquí es la imposibilidad del hombre moderno de comprender la fe. Se constata un hecho. Sin embargo, yo tengo la esperanza de que esa imposibilidad no es tal, sólo hay que descubrir la humildad que la Ilustración ha arrebatado al ser humano. Recuperarla. Jesús nos dice en el Evangelio: Tan sólo ten fe. ¿Cómo vamos nosotros a decir que hay que erradicar la fe? Que el cristianismo tenga su historia, sus características propias no debe dar pie a su destrucción, sino que ha de ser una oportunidad para, constructivamente, decubrir y hacer ver los tesoros que contiene. Sólo tenemos que acercarnos a su identidad con espíritu abierto, teniendo abiertos ojos y oídos para, con reflexión y serenidad, ir descubriendo su maravillosa lógica. Sin esa identidad por la que somos cristianos, el amor de Cristo se diluye como en un océano de amores múltiples, perdiendo así su esencia, su sentido propio. No destruyamos aquello que no somos capaces de comprender aún, demos tiempo al tiempo siempre abiertos a comprender un poco del misterio que nos sostiene.
En fin, sólo quiero transmitir que todo aquello que se dice ser negro, irracional, etc.. nace de la vida de Jesucristo y, sin esa doctrina (no sé cómo llamarla de otro modo para que no incomode), no podemos seguirle, seguiremos a otro Jesús hecho a nuestro gusto.
Saludos cordiales
La fe que pedía y predicaba Jesús no es la misma que se ha elaborado a lo largo de los últimos dos milenios. No se trata de dejar de creer en su doctrina sino de convertir esa creencia en una convicción. Y para ello hay que ir a la raíz de lo que Jesús nos transmitió. A sus palabras. Son ellas, expresadas con sencillez y entusiasmo, las que muestran el camino a seguir. Muy pocas palabras bastan para entender a Jesús: «ama a Dios y al prójimo».
Al morir Jesús surgió un grave problema: ya no estaba entre nosotros para negar la mala interpretación de su mensaje, tal como hizo por ejemplo con el mismo Pedro, llamándole Satanás cuando éste erró. Las palabras que fueron escritas tras la muerte de Jesús, vertidas en oscuros textos por iluminados teólogos, no son más que una elaboración humana que nos aparta de la esencia de su mensaje.
¿Cómo puede alguien afirmar que de las palabras de Jesús se deduce que un divorciado no puede comulgar o que una mujer no puede acceder al sacerdocio? Hay que desmontar el castillo de naipes que no solo oculta el núcleo del mensaje de Jesús sino que además lo sustituye por indicaciones que nos apartan de él.
Así pues, la fe debe devenir convicción.
Convicción basada en una reflexión, comprensión y sobre todo en una puesta en práctica de las indicaciones que de forma muy intuitiva Jesús nos dio mediante sus parábolas. Ya no es preciso el salto al vacío que la fe ha pedido siempre al hombre antiguo. El hombre moderno comprende, asume una convicción y la lleva a la práctica. Y corrige su rumbo en función del amor que construye y siente, con el único termómetro de la profunda alegría que sienten tanto el amante como el amado.