mar rojo
mayo 3, 2021 § 2 comentarios
¿Un dios del lado de los intocables —de los que siempre huelen a derrota? Sencillamente, esto no podía caber en la cabeza de los antiguos. Quien está cerca del fuego se ilumina y calienta. Quien permanece lejos, se halla en el frío y la oscuridad. Que los desheredados crean que hay un dios se su parte es como creer que, viendo como los tuyos mueren congelados en medio de la noche, tienes un fuego junto a ti. Todo un despropósito. En la Antigüedad, un dios estaba lejos de ser un asunto interno. Al contrario. Un dios es el que es porque manifiesta su poder en favor de quienes lo adoran. De ahí que Israel solo pudiera creer que contaba para un Dios después de que el Mar Rojo se abriese en dos. Esto es, solo a partir de un prodigio favorable. No es casual que la sospecha se cierna sobre Dios una vez se experimenta únicamente en la intimidad. Es cierto que no hay milagro que no resuene en el interior —que no provoque un vuelco del corazón. Pero donde solo hay corazón, Dios tiene las de perder. Otro asunto es que, a partir de la cruz, no pueda haber otro milagro que el de una bondad —o un perdón— imposible. Sin embargo, esto no niega lo anterior.
¿Queremos pruebas de la existencia de Dios? Leamos a Santo Tomás de Aquino, o el argumento ontológico de San Anselmo… No creo que nos colme… ¿Queremos que Dios se nos manifieste para poder creer en Él? ¿Qué le respondió Jesús a Tomás? Estas exigencias, desde nuestra parte, están fuera de lugar porque el espacio que da sentido a la fe es el de la entrega total de uno mismo: voluntad, corazón, razón a Dios, sin pretender respuesta de su parte. Tergiversamos la esencia de la confianza plena si esperamos de ella, aquí y ahora, una confirmación. No, la fe se mueve en la oscuridad, por eso es fe. Y ella es la que mueve al amor, a la entrega, en lo que uno pueda, a los demás. El corazón no puede ser entendido sentimentalmente, porque se trata de aquello que constituye la totalidad del ser humano.
El relato de lo trascendente debe obviar los milagros. Fueron incorporados en su momento a los textos sagrados con el fin de ayudar al hombre a alcanzar la comprensión, tal como los mismos evangelistas anuncian solemnemente en sus libros.
Los milagros del antiguo testamento nos parecen actualmente incomprensibles, fuera de lugar. Refieren escenas apoteósicas de un Dios deteniendo el movimiento del sol, derribando las murallas de Jericó o separando las aguas del mar rojo en dos. Narraciones que incluso debieron suscitar extrañeza en la época de Jesús, ya que los evangelistas no recurrieron en el nuevo testamento a este tipo de figuras aparatosas para construir su relato sino a otras mucho más cercanas como las de las curaciones repentinas.
El hombre moderno ya no se deja seducir por los milagros del antiguo testamento ni por los del nuevo. Cuando los escucha frunce el ceño. Como es lógico y esperable. En cambio, el hecho que sí le abre los ojos es el del amor. Por eso el nuevo relato del cristianismo debe basarse en el suceso tan sutil y ubicuo del amor, que es un hecho, no un milagro, en el que Jesús quiso que el hombre pusiera toda su atención. Y que los evangelistas, con buena intención y cortedad de miras, pensando en el hombre de su tiempo, vistieron con milagros.
Hoy la fe debe erigirse sobre un relato razonable, que no suscite extrañeza en el sujeto. No se trata de prescindir de los textos sagrados sino de poner claramente entre comillas y en cursiva todas aquellas frases que ya no encajan en el imaginario del hombre actual.
De hecho, la creencia del hombre antiguo estaba tan firmemente apoyada en el concepto del milagro que la propia palabra “fe” ha quedado desactualizada para el hombre moderno.
Hoy ya no podemos hablar de una “fe cristiana”. Debemos emplear alternativamente la expresión “convicción cristiana”, que es mucho más potente. Y auténtica.