la suspensión del juicio

mayo 6, 2021 § Deja un comentario

Hablar es juzgar. Pues afirmar es negar. (Quien dice esto es así también está diciendo esto no es asá). Pongamos por caso que decimos cuanto más poder, mayor libertad. ¿Cierto? Solo relativamente. Pues por poco lúcidos que seamos nos daremos cuenta de que también hay algo —o mucho— de falta de libertad en quien permanece atado a la lógica del poder. En cualquier caso, no hay nada que se nos dé en un estado químicamente puro. Todo —o casi— es mezcla. De ahí que el decir que aparentemente se limita a constatar suponga, más bien, un decantar ilusoriamente la balanza. Y por eso mismo, cuando decimos de tal o cual acción que es, por ejemplo, buena, lo que en el fondo estamos diciendo es que debería serlo (y quizá sea por esto último que judíamente no hay presente que no esté tensado por la promesa). Como decíamos, no hay nada bueno —o bello, o justo…— que se nos muestre en estado puro.

Sin embargo, lo cierto es que hay determinadas situaciones en las que no sabemos qué decir. Se nos contó que una madre en un campo de prisioneros de Pol Pot llegó, movida por el hambre, a arrancarle la comida de la boca a su hija. ¿Mal? Sin duda. Pero ¿nos atreveríamos a condenarla? No. De ahí que suspendamos el juicio. Ahora bien, la pregunta es ¿por qué no nos atreveríamos a condenarla (y ello a pesar de que acaso no podría evitar condenarse a sí misma)? La respuesta más espontánea es porque ya no era persona —porque los del Pol Pot habían conseguirdo reducirla a la condición de alimaña. Pero —y esto es lo decisivo— esta reducción fue operada por un poder inequívoco, sin ambivalencias, químicamente puro: el poder de Moloch o Ha-Satán, por decirlo así. Tras la irrupción de los poderes infernales —aunque no solo de los infernales— nuestra capacidad de juzgar queda en suspenso. De ahí que el precio que tuvimos que pagar por alejarnos de lo absoluto —el coste de haber levantado los muros de la ciudad, un mundo a medida— fuera el de un lenguaje a medias, incapaz de dar en el clavo de lo real, un lenguaje sin nombres y que, por eso mismo, solo puede dar vueltas en torno a una falta fundamental con descripciones que en modo alguno pueden desprenderse de las apariencias. Como si el lenguaje solo fuese significativo —como si el decir solo pudiera decir— frente al exceso de un Dios, esto es, ante lo que trasciende cualquier proporción y que, consecuentemente, puede con nosotros… hasta el punto de reducirnos a menos que nada. Y aquí da igual que hablemos del Dios que redime lo imposible de redimir o de Ha-Satán. Como si solo hubieran dos nombres: Sí y No. Como si estos, antes que designar, nos obligase a decidir —como si aún necesitasen de nuestra adhesión para nombrar. Como si el resto fuera, en definitiva, un marear la perdiz.

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