una pascua extraña
mayo 17, 2021 § 1 comentario
Para la sensibilidad judía de la época, la muerte en la cruz supuso la negación de la pretensión de Jesús de Nazaret. Sencillamente, Jesús murió como un maldito de Dios. Teniendo esto en cuenta, ¿cómo pudo la resurrección anular la maldición? Que Jesús muriese como un apestado de Dios fue para los discípulos lo que para nosotros sería que hoy descubriéramos que los asesinos de Óscar Romero no fueron los sicarios del gobierno militar, sino los padres de los niños de quienes abusó. ¿Bastaría con que Óscar Romero hubiese sido levantado de entre los muertos para redimirlo? ¿Podríamos admitir que Dios en realidad estaba con él? No parece que los discípulos, de haberse escandalizado, pudieran haberlo digerido en tan poco tiempo. Hubiera hecho falta una transformación súbita para llegar a reconocer el rostro de Dios en el rostro de un crucificado en nombre de Dios. Y no me atrevería a decir que la hubiese. Ni siquiera con la resurrección (pues esta hubiese sido, más que reveladora, desconcertante, al poner de manifiesto que Dios estaba de lado de un bastardo).
De ahí que podamos sospechar que la cruz no fue tan escandalosa para los seguidores de Jesús como suele decirse. Y si no lo fue, la condena de Jesús tuvo que poseer un carácter eminentemente político, aunque, en la epoca, el significado soteriológico de la cruz, revelado con la resurrección, no pudiera desprenderse de su significado político: ambos iban de la mano. De hecho, murió entre dos guerrileros. Ahora bien, si esto es cierto, entonces, antes que el lugar de la redención, la cruz fue, para los discípulos de Galilea, simplemente un mal final, una decepción: Jesús no era el Mesías que esperaban (y para entender mejor la minimización del escándalo quizá convenga tener presente que los galileos eran algo así como la escoria de Israel, al fin y al cabo, unos descreídos). Por consiguiente, desde esta óptica podríamos decir que la resurrección fue, antes que la revelación de que Jesús estaba con un maldito de Dios, la confirmación, por parte de Dios, de un proyecto político-religioso. Quizá no sea secundario que el primero en hablar del escándalo de la cruz —de la naturaleza inaceptable de la revelación— fuese Pablo, el cual estaba lejos, como sabemos, de participar del sueño mileranista de aquellos a los que inicialmente persiguió. Y de ahí a la confesión de Jesús como Dios entre los hombres media un paso. Aunque el cristianismo tardase unos cuatro siglos el darlo (y casi veinte en comprenderlo).
La cruz sí fue un escándalo, pero tan solo para los discípulos. La vida siguió en Jerusalén con su anodina rutina tras la muerte de Jesús. No hubo terremotos ni se oscureció el cielo ni se rasgaron los velos del templo. Estas palabras de los evangelios reflejan el impacto que la cruz causó en los discípulos, que se encerraron en sus casas porque tuvieron miedo de su persecución y quisieron ensalzar a su adalid.
Poco sabemos de lo que ocurrió tras la cruz. Tan solo lo que nos narran las escasas palabras de los evangelistas. Con mucho entusiasmo y poca concreción se exponen unos hechos confusos, en los que no coinciden las distintas versiones que Marcos, Mateo, Lucas y Juan recogieron en sus textos. Libros además que fueron escritos en fecha indeterminada. Las primeras copias aparecieron con fecha aproximada del año 90 de nuestra era, lo que supone un intervalo temporal de hasta 3 generaciones entre los hechos narrados y las páginas que los recogen. Mucho tiempo, demasiado. Excesivamente confusos y tardíos dichos testimonios para que constituyan la esencia del cristianismo…
Ante esta dificultad acude entonces el creyente a la razonable extrañeza que suscita la impetuosa e imparable reacción de los discípulos. ¿Qué pudo impulsar de forma tan sorpresiva a los seguidores que convivieron con Jesús a salir de sus escondites para trasmitir sus enseñanzas con tanto afán? Quizás no fue tan extraña esta reacción. De hecho distintos predicadores se han autoproclamado mesías a lo largo de la historia, algunos con resultados realmente espectaculares entre sus seguidores como es el caso de Zeví en un tardío siglo XVII. Los discípulos de Jesús supieron que se les había entregado un legado valiosísimo, algo que no podía reservar para sí. Una vez cedió el miedo surgió imparable el entusiasmo ante la revelación del mensaje de Jesús. Haber escuchado sus palabras en momentos tan intensos como el sermón de la montaña dejó profunda huella en sus corazones.
Se le plantea asimismo al creyente una lógica admiración ante la rápida y contagiosa expansión de la fe por el Mediterráneo. ¿Cómo tuvieron tanto éxito los discípulos en sus prédicas allende los mares? Tampoco ante esta cuestión tenemos una respuesta convincente. Desde luego en este caso el Evangelio constituye un relato tan bello, sabio y profundo que el impulso de sus palabras estaba garantizado ante la calidad abrumadora de sus palabras. Pero multitud de veces ha ocurrido en la historia de la humanidad que una masa difusa de personas variadas recibe, acepta y transmite una doctrina.
Una última pregunta emerge ante el fenómeno cristiano: ¿por qué ha pervivido el cristianismo a lo largo de veinte siglos sin desmayo? Esta sí es la cuestión clave: sin duda porque el mensaje que está detrás del relato, la verdad que anunció Jesús, ha sido el mayor hallazgo que el hombre podía hacer. El que le daba sentido a la vida de a la hombre y a la existencia de la humanidad.
Esta es la verdadera y radical fortaleza del cristianismo. La que le dará inmarcesible pervivencia por los siglos de los siglos, la que se transmitirá de generación en generación, la verdad del amor.