el más y el menos del Padre: un apunte trinitario
mayo 23, 2021 § 1 comentario
Como sostuvo Hegel, quizá tengamos que pensar la sustancia como sujeto y no como objeto (bueno, Hegel lo decía sin el quizá). Traducción libre: lo que para nosotros se muestra como la alteridad avant la lettre —como lo real en su carácter absolutamente otro— no puede ser un algo, sino un alguien (y por esta razón, lo absoluto lo es todo). Aquí hay que hilar fino. Cuando menos, porque no deberíamos entender lo que acabamos de decir como si hablásemos de alguien en concreto, aunque espectral. Hablamos de la voluntad que se halla inscrita, por decirlo así, en la lógica de lo real (Hegel diría en la del concepto). En el fondo, nos estamos refiriendo a la naturaleza paradójica o, mejor dicho, dialéctica de cuanto es. Desde nuestro lado, no hay nada real que, siendo otro, no se haga presente a una sensibilidad —y por eso mismo, relativamente. De ahí que el carácter otro de lo real solo pueda revelarse como lo absuelto de cualquier vínculo retrocediendo, en el momento de hacerse presente, a un pasado inmemorial. Ahora bien, esto es así desde nuestro lado, desde la óptica de quien ha sido arrojado a la existencia —Hegel diría desde el punto de vista de la conciencia desdichada. En cambio, si nos situamos del lado de lo originario, lo cual solo es posible partiendo del concepto, las cosas son un tanto distintas. Y es que tan solo puede haber un haber donde lo uno-originario se diferencia internamente en su opuesto —o dicho a la hegeliana, donde lo en sí deviene un para sí. No en vano Hegel insistió en la necesidad, como decíamos al comienzo, de pensar la sustancia como sujeto, lo cual equivale a decir como un devenir conciencia. Ahora bien, este devenir únicamente es posible donde la afirmación de sí, la cual se logra a través de la identificación con lo que es puesto fuera de sí, conserva en su seno la negación de sí que implica el proceso de diferenciación.
Como escribió Rimbaud, je est un autre (y aquí no estaría de más evitar la típica lectura sentimental: como si Rimbaud dijera lo que no dice, a saber, que nadie puede vivir sin sus semejantes). Que el yo sea un otro para sí mismo significa que el para sí de la subjetividad se da con respecto a la extrañeza que representa el cuerpo con el que se identifica. O dicho a la inversa, que el yo siempre difiere del cuerpo que reconoce como suyo. Sin este continuo diferir de sí no habría propiamente identidad. Es cierto que el yo no es nadie sin su cuerpo —no se trata, por tanto, de un alma para la que el cuerpo es una prisión. Pero un cuerpo por sí solo no existe. En cualquier caso, está ahí. Los chimpancés no tienen cuerpo. Pues al no ser para sí mismos, nunca se encuentran más allá de la corporalidad. Tan solo existe lo que se encuentra escindido. En el fondo, Hegel —que no Rimbaud— habla de Dios, mejor dicho, del Dios cristiano. Pues se trata del Dios que no quiso ser sin el hombre —un hombre que fue creado a imagen y semejanza. Como si Dios no quisiera —y por eso mismo, no pudiera– ser el que es sin reconocerse en su criatura.
En este sentido, no es casual que Hans Küng viera en Hegel a un teólogo enmascarado —o en particular, al pensador que expresó en clave puramente lógico conceptual el galimatías trinitario. Al fin y al cabo, el dogma de la trinidad traduce a su manera la idea de que no es posible diferenciar la realidad de Dios de la historia de Dios. Pues aquí no decimos que Dios intervenga ex machina en la historia, sino que Dios es su historia, una historia que no terminó de ser suya hasta la respuesta incondicional de aquel que murió abandonándose al Padre donde no parecía que hubiese ningún Padre. Es por eso que, cristianamente, la cruz es el lugar de la reconciliación entre Dios y el hombre, una reconciliación por la que tanto el hombre como Dios llegan a ser, en el centro de la historia, quienes fueron in illo tempore. En este sentido, el Padre es más que el rostro del Hijo con el que se identifica. Pero, en sí mismo, es menos: estrictamente, no es aún nadie (aunque al igual que el hombre ignora lo que quiere mientras no sepa quién es su Padre —mientras no le sea fiel). Sin duda, estamos lejos de lo que defiende la típica sensibilidad religiosa. Y es que, según esta, Dios no se ofrece in fieri, sino que, en vez de descender a los barros de la historia para llegar a ser el que es, permanece inalterable en su sitio, por decirlo así.
Otro asunto es que la cristiandad haya oscilado entre la religiosidad y su superación. Cuando menos, porque lo habitual en muchos cristianos ha sido —y sigue siendo— un dirigirse al Padre… como si su paternidad fuese independiente de su haberse identificado de una vez por todas con aquel que fue crucificado en su nombre. Esto es, como si Dios no tuviese cuerpo —como si no hubiese habido Encarnación. Pero como decíamos, este es otro asunto.
Al margen de lo que supuestamente afirme la fe cristiana oficial (fe que no existe como tal, ya que haya tantas fes como iglesias, comunidades, sacerdotes y fieles), la persona debería esforzarse en aplicar con tesón las dos virtudes cruciales que abren la vía hacia el progreso en el camino de la metafísica: la lucidez y la valentía.
La lucidez resulta imprescindible para aceptar de forma clara lo que el buen juicio sugiere desde la más tierna infancia, lo que siempre se ha sospechado como cierto, lo que mil veces ha sido planteado por personas cercanas y lejanas y lo que el padre actual ya osa explicar a sus hijos adolescentes. La lucidez debe derribar ideas surrealistas hijas de otros tiempos como que Adán existió, que fue culpable de un absurdo pecado en un inimaginable paraíso, que Dios tuvo un hijo que fue dios y hombre a la vez y que lo entregó a los hombre para un supuesto sacrificio que serviría para salvar a todos los hombres de una incomprensible condena eterna que sufriría la humanidad eterna.
¿Cómo se puede hoy en día todavía proclamar tal serie de despropósitos surrealistas? ¿Dónde está la lucidez? ¿Cómo podemos negar tan fácilmente que el ángel Gabriel se apareciera a Mahoma para dictarle el Corán y aceptar sin un mínimo de análisis que Jesús fue crucificado para salvar a todos los hombres? Si el hombre moderno no se replantea con reflexión renovada quien fue realmente Jesús perderemos a Jesús para siempre.
El problema proviene no de la falta de lucidez (cualquiera que lo haya pensado cinco minutos asume en su fuero interno sin ningún problema que Adán no existió y que el pecado original es una argucia creada por el teólogo para mantener unido al rebaño) sino de la falta de valentía. Ante la ruidosa condena clerical que se lanza contra la reflexión sincera solo puede oponerse el grito del valiente que invita a levantar la cabeza de las ovejas temerosas.
Aunque probablemente tenga más éxito entre el rebaño la maravillosa vocecilla del niño inocente que pregunta con una deliciosa sonrisa en sus labios: ¿por qué el rey camina desnudo?