Pannenberg y el asunto de la resurrección

mayo 29, 2021 § Deja un comentario

En Consideraciones dogmáticas acerca de la resurrección de Jesús, un escrito de 1968, Wolfhart Pannenberg sostiene que el motivo teológico de la ascensión a los cielos del resucitado expresa a su manera la creencia de que Jesús, también como hombre, comparte el modo de ser de Dios. Ahora bien, esto implica que el significado de la resurrección depende de cómo comprendamos la realidad de Dios. En este punto, me atrevería a decir, se decide la novedad cristiana. Y aquí puede que no esté de más recordar que, en los inicios, la experiencia de Dios iba muy ligada a la irrupción del Reino. Por consiguiente, mientras no llegue el Reino, Dios, sencillamente, permanece oculto. Y esto es lo mismo que decir que Dios se da en adviento, como suele decir Eberhard Jüngel. Dios es el Dios que viene, el Dios por-venir —y quien dice porvenir dice por ver. En este sentido no es casual que los primeros cristianos entendieran la resurrección como la irrupción de Dios en la historia —de su Reino—, como el comienzo de una nueva creación. Es a partir de la resurrección que se llega a la fe en la encarnación (y no a la inversa). Para los testigos de la resurrección, Dios dejó de ser el Dios que está por venir o por ver. Pues se hizo presente en Jesús y como Jesús.

Sin embargo, el problema —al margen de que el hecho de la resurrección nos resulte, al menos hoy en día, difícil de admitir— es que cabe entender lo anterior de dos modos. El primero es el de Pannenberg, que es, por otro lado, el habitual: la esencia de Dios está determinada de antemano, y por eso mismo, su intervención tras el tercer día fue, necesariamente, ex machina. Aquí el resucitado participa de la vida de Dios como el que se conecta a —o queda transformado por— la fuente de la existencia. El segundo, díria, es el que nos permite comprender, cuando menos, el carácter disruptivo del cristianismo con respecto a la religión: el resucitado no es que comparta, como afirma Panneberg, el modo de ser de Dios, sino que es, precisamente, su modo de ser. En este sentido, la resurrección no solo tendría que ver con el hombre que fue Jesús —con la transfiguración de su cuerpo—, sino también con la realidad de Dios. Al fin y al cabo, todo depende de si la restauración del vínculo originario entre Dios y el hombre —el que se quebró con la caída— se entiende como una vuelta a casa, aunque sea por la iniciativa de Dios, o, por contra, como el hacerse presente de Dios en el centro de la historia. Hay que tomarse este hacerse presente en su sentido más literal, lo que supone aceptar, de entrada, que nada es que no se haga presente. Hablamos, por tanto, de un Dios que, tras la caída, tuvo pendiente su modo de ser —un Dios que tuvo en el aire, nunca mejor dicho, su identidad como Dios. La resurrección, por tanto, afecta a Dios, y no solo al hombre, porque la caída afectó no solo al hombre, sino también a Dios. Esto, diría, es lo que impide que el cristianismo sea asimilable a una religión entre otras. Pues el Dios del que hablamos no es aquel que ya está hecho, como quien dice, sino de quien no quiso ser sin el hombre —un Dios cuya voluntad fue la de reconocerse en el cuerpo del hombre y no solo la de estar junto al hombre. Evidentemente, este Dios no termina de homologarse a lo que entendemos espontáneamente por divino. Y es que aquí no hay fuente que sea independiente de la adhesión —la fe, el fiat— del hombre.

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