hacer la pregunta adecuada
junio 9, 2021 § 1 comentario
La pregunta que le hemos de dirigir al cristiano no es cómo sabes que hay Dios, sino qué pasó para que llegaras a creer, en nombre de Dios, que la bondad triunfará sobre la impiedad (lo cual, dicho sea de paso, deja fuera de juego a muchos de los que se autoproclaman cristianos solo porque dan por descontado que hay un Dios que nos ampara desde el más allá). Y es que la fe en Dios, contra lo que suele entenderse, brota de la crisis de la suposición religiosa, mejor dicho, de su hundimiento en medio del horror. Cualquier fe que no nazca de las cenizas del homo religiosus pertenece a un mundo que ya no es el nuestro. Auschwitz hace inviable —por no decir que convierte en ridículo— el que podamos creer que nos hallamos en presencia de Dios como los antiguos creyeron que el mundo estaba atravesado de poderes invisibles. En el infierno, no hay rastro de Dios.
Por eso, quien lleva sobre sí el llanto de los que sobran no puede seguir bajo la seducción de hipótesis personales. La fe apunta, antes que a los cielos, a lo que sucedió tras la cruz. De ahí la necesidad de contar. Y lo contado suena siempre más o menos como sigue: no hay Dios que nos saque las castañas del fuego; el Mesías cuelga de una cruz; pero he visto a quien, en medio del infierno, cuidó de su verdugo… como si hubiera regresado con vida de la muerte, conservando, sin embargo, la herida en su costado. Todo cuanto cristianamente cabe decir acerca de Dios —incluyendo aquello del uno y trino— es un intento de dar razón de este imposible. De ahí que cristianamente se proclame que el crucificado es el quién de Dios y no solo su representante, lo cual afecta también a Dios. Pues esto último equivale a decir que el Padre aún no es nadie —o mejor dicho, no es más, aunque tampoco menos, que su clamar por su quién— con anterioridad a la entrega del Hijo. Y llegados a este punto uno está tentado de pensar que la figura del Espíritu está, precisamente, para impedir que sigamos creyendo, como quien no quiere la cosa, en la presencia etérea de la divinidad. Pues no hay que olvidar que el Espíritu procede del encuentro histórico entre el Padre y el Hijo. Donde creemos que solo procede del Padre, fácilmente convertirmos al Espíritu en una especie de onda expansiva de un Dios sin cuerpo. Si podemos confesar que Dios está presente incluso donde no parece que pueda haber Dios es porque Dios se encarnó, esto es, porque Dios descendió a los infiernos como hombre —porque no hay otro quién para Dios que el de un crucificado en su nombre.
Hacer la pregunta adecuada es sin duda el arranque más sabio para abordar el problema metafísico. Pero hay que resaltar que la primera pregunta es la más importante. No se puede plantear una primera pregunta habiendo asumido de antemano determinadas respuestas. Porque en ese caso ya no estamos abordando la primera pregunta. Sino la primera duda que aceptamos abiertamente.
La primera pregunta debe ser inmediata, abierta, general, sincera y pronunciada desde la humildad de la ignorancia asumida.
La primera pregunta no puede partir de herencias, legados o esperanzas. No debe asumir textos sagrados o proclamas de grupo. No puede ser hija de selecciones prejuiciosas que hicieron generaciones antiguas perdidas en el tiempo. No puede proceder de argumentaciones que ancianos venerables pero temerosos plantearon a un pueblo otrora ignorante para que supiera caminar hacia la luz en el seno de una oscuridad densa.
Si el cristiano actual no elige con sinceridad la primera pregunta, si no la formula mirando al horizonte y no releyendo antiguos textos sagrados, si no la lanza pensando en sus hijos en lugar de evocando a sus padres, se hundirá en el lodazal en el que sucumbieron tantas creencias religiosas que no entendieron lo que eran los signos de los tiempos. Creencias que a la postre desaparecieron. Y que se llevaron consigo dioses entonces tan poderosos como Ammon, Thor, Zeus o Júpiter. En los que ya nadie cree…