problemas de definición
junio 10, 2021 § 1 comentario
Nada es que no admita una cierta definición, aunque esta sea borrosa (y acaso no pueda dejar de serlo). Y si hay definición, hay negación. Todo cuanto es se da a la contra, por decirlo así. De este modo, ser humano, por ejemplo, implica no ser solo un animal (o en absoluto, una piedra). Aquí la cuestión es qué rasgo o característica delimita lo humano frente a lo que no lo es. Tradicionalmente, se suele apelar a la razón. En este sentido, también podríamos hablar de la capacidad de reflexión —de un volver sobre uno mismo, sobre el propio parecer. Ahora bien, lo innegable es que la reflexión admite grados. Cualquiera se enfrenta a la posibilidad de hacerse aquellas preguntas que nos sacan de lo impersonal —de lo que se dice, se hace… Sin embargo, no todos permanecemos fieles a la interrogación radical. Por lo común, se prefiere dejarlo estar. De ahí que no todos cultiven su inquietud —y la inquietud, el no acabar de encontrarse en donde uno está, acaso sea la pasión fundamental del animal consciente. Ahora bien, si es cierto que, como dijera Platón, una vida reflexionada posee más valor que una vida sin reflexionar —si es cierto que hay más elevación en quien se examina a sí mismo en nombre de lo que importa y no acabamos de retener que en aquellos que viven sometidos a su circunstancia—, entonces hay quienes tienen en al aire, precisamente, realizar la posibilidad de lo humano. Así, quien evita el ponerse en cuestión estaría más cerca de la bestia que de sí mismo. Como si renunciara a ser lo que es. Por eso la irrupción del cristianismo en la Antigüedad fue tan desconcertante. Pues según el cristianismo, ante Dios, todos somos iguales: el ignorante y el filósofo, el que sabe que, en el fondo, no es más que un ignorante. O dicho de otro modo, si lo decisivo es responder a quien (re)clama el pan de cada día, nadie puede decir de sí mismo que dará el primer paso. De ello se deduce que, donde Dios desaparece del mapa, lo obvio es que, en modo alguno, somos iguales.
Resulta muy difícil definir lo que es un ser humano. Lo que le hace diferente.
La experiencia demuestra que los sucesivos intentos que han surgido a lo largo de la historia para caracterizar al hombre han fracasado porque se han visto superado por evidencias incontestables.
En la prehistoria “hombre” era el que pertenecía a su propia tribu. Conforme crecían las ciudades y los reinos el tamaño del grupo de hombres aumentaba progresivamente.
Más tarde el estamento sacerdotal vinculó la condición de hombre al seguidor del panteón de dioses que sostenía al rey. El pueblo judío fue más allá y estableció una alianza visionaria entre un dios único y todos los hijos de madre de linaje judaico, que recibían una marca en propia carne, la circuncisión, para dejar patente su pertenencia al grupo de los elegidos.
Más tarde, Jesús abrió los ojos a Pablo, que sumó a los gentiles al género humano. Pero esta ampliación de lo humano solo se aplicaba a ciudadanos romanos y griegos. Tuvieron que pasar todavía muchos siglos para que otras culturas y otras razas se incorporaran al grupo de los humanos.
Y más siglos aún se precisaron para que los esclavos, los disminuidos psíquicos, las mujeres y los “nasciturus” fueran aceptados como seres humanos.
Ahora el debate se ha abierto en una vertiginosa reflexión sobre distintas puertas abiertas a la ampliación de nuestro grupo, el de aquellos que merecen dignidad. Los animales, las plantas y los seres creados en laboratorio van movilizando sus candidaturas para merecer el respeto de sus derechos. Y la cada vez más posible aparición de vida extraterrestre abre un nuevo e inquietante abanico de posibilidades para meditar sobre lo que nos define como seres humanos.
¿Qué somos? ¿Qué nos hace diferentes? Cada vez que lo hemos intentado concretar nos hemos visto superados por la historia.
Somos uno más en un universo continuo y cambiante, pero cada uno de nosotros siempre ha querido ser el hijo preferido de Dios. Verdaderamente patético…