nietzscheanas 55
marzo 25, 2022 § 6 comentarios
¿Qué queda del cristianismo donde ya no sabemos qué hacer con la resurrección de los muertos? Queda Nietzsche. Y no porque Nietzsche fuera simplemente un heraldo del ateísmo, sino porque lo fue al tomarse el cristianismo al pie de la letra… donde ya no era posible creer en el relato de zombis buenos con el que terminan los evangelios. Como si este relato fuera el añadido de un final feliz ex machina que los productores de Hollywood obligan a introducir en aquellos guiones que terminan mal. De hecho, Nietzsche supo leer a Pablo: si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, en definitiva, una insensatez. ¿Un Dios colgando de una cruz? ¿Y por amor a su criatura? ¿Es que hemos olvidado lo que significa ser un Dios? ¿Qué se le revela al apestado de Dios? Que el Padre no está por la labor. Como si no hubiera nadie más allá. Pues, si lo hubiera, como dijera Epicuro, en realidad no da la impresión de que se interese por nosotros. ¿Cómo podría hacerlo si la distancia que lo separa del hombre es análoga a la que media entre cualquiera de nosotros y las pulgas de nuestras mascotas? Sin resurrección, el abandonarse a Dios del abandonado de Dios es un delirio. Al menos, porque es como abandonarse a un nadie-ahí.
Ahora bien, Nietzsche fue posible porque modernamente carecemos de un lenguaje que nos permita comprendernos como aquellos que se hallan expuestos a un alteridad cuya realidad es la de un pasado inmemorial y, por eso mismo, la de un eterno porvenir. Ahora bien, esto es como decir que, como tal, no es. Al menos, porque no hay nada que sea que no se haga presente de una manera determinada. Dice Nietzsche: nada absolutamente otro por encima de nuestras cabezas. En cualquier caso, tan solo falsas representaciones del Otro. Y ciertamente no lo hay, en el modo del presente indicativo (aunque de ello ya se dieron cuenta, antes que Nietzsche, los profetas de Israel). Pero si Nietzsche hubiese leído a Hegel, quizá hubiera comprendido que el haber de una alteridad avant la lettre es, en realidad, lo que solo puede darse dejando atrás —esto es, fuera de los tiempos— su carácter enteramente otro o extraño. Esto es, negándose a sí misma, como quien dice, para llegar a ser en lo otro de sí misma. Dios solo puede darse como cuerpo de Dios (y no precisamente espectral). Y en esto consiste su poder: en su querer vaciarse de divinidad. O también, en su poder renunciar a su poder. De lo contrario, la voluntad de poder estaría por encima de Dios. Al fin y al cabo, la revelación cristiana consiste en un caer en la cuenta de que Dios es, en verdad, no lo que naturalmente imaginamos como divino, sino el cuerpo de un crucificado en su nombre. Y, sin duda, esto está muy cerca de decir que no hay Dios. Pero también lo está —de hecho, es lo que se anuncia— de afirmar que el nadie-ahí llega a ser alguien por la entrega incondicional del hombre de Dios (y por eso mismo, el cristiano confiesa que el crucificado es el quién de Dios, su modo de ser y no tan solo su ejemplificación). Es lo que tiene un Dios que depende del hombre que depende de Dios. No hay Dios al margen del crucificado que se abandona a Dios. Esto es lo que proclama el cristianismo. No, la religión. Y Nietzsche hubiera estado muy cerca de comprenderlo si no hubiera preferido erigirse, según palabras de Lou Andrea-Salomé, en el profeta de una humanidad sin prójimo.
Parece que, aunque está claro que carecemos del lenguaje para entendernos como expuestos a la alteridad, tanto conceptual/aporéticamente, como (y quizás sobre todo) por experiencia, hemos comprendido que el Dios (judeo-)cristiano no es un “dios”, y solo existe como “no-dios/develador de los dioses”. A pesar, pero también gracias a eso, aún seguimos creyendo/esperando en su nombre impronunciable a través del relato bíblico –y también a través de su Cuerpo–. ¿Crees, Josep, que se podría quizá esforzarnos algo más en explorar el polo “resurrección de los muertos” que constituyó el supuesto implícito de la validez de la ontoteología, para intentar rescatar algo del espíritu que allí reste?, ¿irían tal vez por ahí las fenomenologías de la Vida, bio-políticas/filosofías y similares? Solo tengo nociones muy vagas y de segunda mano de todo ello.
No creo que los tiros vayan por donde dices. Al fin y al cabo, se trata de creer en lo imposible en nombre de una vida dada en medio del infierno (y de ahí que las imágenes de la esperanza sean, literalmente, increíbles). De lo contrario, transformaríamos la esperanza en una expectativa.
Totalmente cogido por los pelos, y desde la osadía que permite el desconocimiento, plantearía algo de este tipo: si en vez de hacerse desde la perspectiva del «como si» se hace desde el «como no» mesiánico de 1 Cor 7.30 (al modo de ciertas lecturas que resume Agamben en El tiempo que resta) ¿no se podría hacer la lectura crítica/aporética de las expectativas de modo que quedaran así expuestas, como un envés, el del aquí y el ahora, de esperanza, pero al mismo tiempo evitando que la esperanza sirva de «absoluta» justificación pasiva del mundo tal como es?
Claro. La esperanza cristiana, en sus orígenes, estaba tensada por la convicción de que el fin de los tiempos era inminente. Tal era el sentido inmediato de la resurrección del crucificado, el primero de los que vendrán. De ahí el «hos me» —el como si no— de Pablo: que los que se alegran «como si no» se alegrasen, etc. Esto es, da igual cuanto nos arraiga en el mundo, sea para bien o para mal. Para el tiempo que resta… Según Pablo, la historia, sencillamente, había llegado a su final. Vamos a ser liberados de Auschwitz, por decirlo así, y no importa si te has roto el brazo arrastrando cadáveres o tienes un buen día porque has podio comer un pedazo de carne. El asunto se pone más cuesta arriba, sin embargo, una vez se constata que lo previsto «va para largo».
Cierto que el esperado «fin de los tiempos» no llegó, y sin embargo, el tiempo restante es siempre —para cada cual y para la humanidad como tal— una radical y subjetivamente acelerada abreviación del escaso tiempo objetivo con que pasamos por el mundo. Aunque quizá el mundo no sea sino el ruido y la furia con que intentamos olvidar esa verdad de hecho, quizá la única indubitable. Siguiendo con la lectura de Agamben y si lo entiendo bien, vivir en acuerdo con ese tiempo abreviado, que resta, el presente —«situación mesiánica por excelencia y único tiempo real»—, no consistiría en vivir «como si no» poseyéramos-domináramos, sino directamente «como no» poseyentes-dueños, que es lo que, en verdad, somos. Lo que, mesiánicamente, nos correspondería sería un mero «usus» y no el «abuso-dominio» con que pretendemos eludir la verdad de la(s) muerte(s), descargándolas consciente o inconscientemente como desgracia sobre las vidas ajenas que consideramos más débiles. Ninguno lo conseguimos, aunque hubo uno que sí lo hizo.
Claro. Sin embargo, puesto que no podemos evitar la tendencia a la posesión, el “como no” solo puede concretarse humanamente en los términos de un “como si no”. Aunque, en realidad, no poseamos nada de cuanto creemos poseer. Ni siquiera la fe. Gracias, Carmen, por tu aportación.