el precio del conocimiento
octubre 2, 2022 § Deja un comentario
Basta con leer el comienzo del Fausto, para darle la razón a Hegel cuando decía que donde irrumpe la reflexión no vuelve a crecer la hierba. Así, una vez sabemos que el valor se expresa en el precio resulta casi inevitable que el zapatero ponga un precio relativamente alto a sus botas. O que, cuando menos, lo intente. Pues ahí está el negocio. Algo parecido podríamos decir del arte contemporáneo en tanto que vive de la mentira. Fue suficiente con que Duchamp colocara el letrero de no tocar frente a un retrete para que esté adquiriese el aura de lo sagrado. También de la política: un rey es intocable (y de ahí, la sensación de superioridad).
Ciertamente, el sabio no cree que esté dando gato por liebre. Para Fausto el saber fue revelador de las ficciones que nos soportan (y por eso mismo, hacen soportable nuestra existencia). No es que la prohibición de no tocar sea el envés de lo sagrado, sino que es dicha prohibición la que genera la realidad de lo sagrado. No hay valor, sino tan solo precio, aunque este finalmente dependa de que el mercado lo acepte. Por eso, la reflexión, tarde o temprano, termina con la tristeza de la carne. La desilusión es el horizonte de la ilusión. Es lo que tiene el haber cedido a la tentación de la serpiente.
Sin embargo, puede que a Fausto le faltase dar una vuelta de tuerca. Pues, justo por lo que acabamos de decir, lo sagrado se revela como lo que perdimos antes de(l) tiempo —y por esta razón, hay tiempo. Es verdad que no hay objetos sagrados. En cualquier caso, hay objetos que pasan por sagrados. Ahora bien, por eso mismo, simulan lo sagrado —y al simularlo lo disimulan, haciéndonos olvidar que la realidad de lo sagrado no se conjuga en los tiempos del presente indicativo. A Fausto quizá le faltó comprender que la ausencia es más sobrecogedora —más real— que lo gigantesco. Y más, si lo gigantesco es nuestro producto.
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