nietzscheanas 64
abril 3, 2025 § Deja un comentario
En Nietzsche podemos rastrear dos críticas al cristianismo. Una es explícita —y es la que figura en los manuales. La otra es subyacente y tira de ironía. Bastante. La primera se dirige directamente a la cristiandad —y podríamos decir que tiene que ver con la transformación del cristianismo en un platonismo para el pueblo, una vez se impone como la religión oficial de Occidente. La segunda es, según mi parecer, la más interesante. Pues se sirve del cristianismo para dinamitar la cristiandad. Pero aquí hay que leer entre líneas. En este sentido, es posible que Nietzsche entendiera el cristianismo mejor que muchos cristianos.
Conforme a la primera, el cristianismo, en tanto que platonismo popular, proporciona una sentido a la existencia —un hacia donde— desde las alturas, por decirlo de algún modo. Así, la vida posee un significado únicamente en la medida que encarna el ideal, lo que debe ser, en definitiva, lo que realmente vale… aun cuando sea hasta cierto punto. La vida, por consiguiente, no posee valor en sí misma. Ahora bien, lo que esto implica es que, desde la perspectiva cristiano-platónica, la vida, en cuanto tal, queda devaluada. Hasta aquí nada que no sepa quien haya leído a Nietzsche con un mínimo de interés.
En cambio, según la segunda, el ateísmo moderno es un hijo bastardo de la proclamación cristiana. Nietzsche, como decía, no lo afirma explícitamente (y por eso, hay que leer entre líneas). Pero es imposible, debido a su sólida formación teológica, que Nietzsche ignorase que los primeros en proclamar la muerte de Dios fueron, precisamente, los cristianos. Me cuesta imaginar que Nietzsche no tuviera en mente, al escribir y nosotros lo hemos matado tras proclamar la muerte de Dios, las resonancias cristianas de este nosotros. Y es que, conforme a la confesión creyente, quien colgó de una cruz no fue simplemente el enviado de Dios, sino el quién de Dios, aquel con el que Padre se identifica, —el Hijo—… y sin el cual Dios aún no es nadie.
Para el cristianismo, Dios tiene cuerpo. Al margen de su cuerpo, el haber de Dios anda rozando el del un nadie. Pues la encarnación no debe entenderse como si Dios adoptase un aspecto humano. De hecho, esta lectura del hacerse cuerpo de Dios fue condenada —y ferozmente— por la Iglesia, desde casi el principio. La presencia de Dios, al margen de la corporalidad, es la de un eterno ausente o en falta. Es decir, Dios no tiene otra entidad que la del cuerpo de quien acabó muriendo como un perro bajo el implacable silencio de Dios, aunque también abandonándose a Dios… lo que para Nietzsche sería, ciertamente, absurdo. Por consiguiente, según la confesión creyente, el único aspecto de Dios —su forma, esencia o modo de ser— es el de un crucificado en nombre de Dios… esto es, en su lugar. Desconcertante —muy desconcertante— para los que poseen una típica sensibilidad religiosa. Pues esta da por descontado que Dios existe en una especie de dimensión desconocida a la manera de un ente superior —o, si se prefiere, supremo—, tutelando, de manera a menudo incomprensible, la vida de sus criaturas. Y digo desconcertante, por no decir escandaloso o, sencillamente, inaceptable… para quien necesita decirse a sí mismo que goza del amparo de un poder sobrehumano.
En este sentido, podríamos sostener que, en tanto que aún no es nadie sin la adhesión incondicional del hombre de Dios, el Dios cristiano nos libera de la dependencia de lo divino, en definitiva, de lo gigantesco. Y nos libera porque la cruz revela la impotencia de Dios, al fin y al cabo, el envés del poder de la nada. Pues el poder que puede con el todo —el todopoderoso— es el de una nada que permanece agazapada en su negación de sí —y en esto consiste el amor de Dios— más allá del todo (y por eso mismo, de los tiempos). En realidad, el horizonte del amor siempre fue la inmolación.
Evidentemente, para el cristianismo el asunto no termina con la cruz. Pues hubo resurrección. Esta proporcionaría, por tanto, un hacia donde a la existencia. Sin embargo, probablemente Nietzsche nos diría que hay que aprender a leer. Pues que la resurrección de los muertos —ese imposible— se venda como la solución es como decir que no hay solución. En este sentido, el cristianismo, bien leído, sería un brutal ejercicio de ironía.
Así, en nombre de este Dios, estamos solos. Y por eso caben dos opciones. O bien, asumimos que somos hermanos debido a una común orfandad (y actuamos en consecuencia… esperando lo imposible). O bien, y esta sería la propuesta de Nietzsche, nos ponemos a bailar. Y da igual si lo hacemos rodeados de amapolas o encima de la pira de los gaseados. Todo vale. Y por eso mismo, nada vale. O al revés. Sin embargo, en el caso de emular a Dioniso, el dios bailongode la Antigüedad, lo que dejaríamos atrás sería, precisamente, lo que hasta el momento había constituido nuestra humanidad. No secundariamente, Nietzsche entendió el dilema de la existencia como un tener que apostar por Cristo o por Dioniso.
Con todo, la cuestión es quién será capaz de bailar de este modo. Pues este baile no es, ciertamente, para el hombre.
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