meditaciones cartesianas 23
diciembre 14, 2025 § Deja un comentario
¿En qué consiste el giro del pensamiento moderno, el que inicia René Descartes, con permiso de la alta escolástica? Lo que suele decirse es que la primera cuestión, la que da pie a la reflexión radical, ya no será en qué consiste que algo sea, sino cómo podemos asegurar la verdad de lo que decimos. O en otra clave, la actitud de la sospecha precederá a la del asombro. Es como si el cirujano, antes de ponerse a operar, quisiera ver hasta qué punto los bisturíes están lo suficientemente afilados. Traducción: hasta qué punto los medios con los que contamos para llegar a la verdad —los criterios, a saber, la sensibilidad y la razón— son lo suficientemente fiables. Y lo serán si son capaces de garantizar que nuestras afirmaciones sobre cuanto nos rodea no admiten ningún género de duda. Esto es, si pueden proporcionar certezas. Como sabemos, la pregunta por la fiabilidad de los criterios de verdad es la pregunta escéptica por excelencia —y también, como sabemos, la tesis escéptica es que no hay modo de garantizar dicha fiabilidad, esto es, que en modo alguno cabe rebasar el horizonte de la creencia, la suposición, la opinión… aun cuando, por lo común e ingenuamente, las demos por ciertas, es decir, las aceptemoscomo si lo fueran. El giro de Descartes será la respuesta al desafío escéptico. Ahora bien ¿cuáles son las implicaciones de dicho giro?
De entrada, quien se pregunta por la fiabilidad de los criterios de verdad no se enfrenta en primer lugar al acontecimiento, al hecho de que haya algo en vez de nada, sino a sus representaciones mentales acerca de lo que hay. Esto es, no se expone al hecho de que haya, pongamos por caso, un árbol ahí, sino a su idea —o si se prefiere, su afirmación— de que hay un árbol ahí. Así, no estaríamos en contacto directo con el mundo, sino con nuestras representaciones mentales del mismo. Con ello, la noción de verdad ya no se entenderá, en primer lugar, como equivalente al acontecimiento —a la presencia o presente de lo real—, sino como correspondencia entre nuestras representaciones mentales de los hechos y, precisamente, los hechos. De ahí que la cuestión sobre la fiabilidad de los criterios de verdad se entienda como primera cuestión.
Ahora bien, el paso no es inocente. De hecho, es algo así como un truco. La pretensión de Descartes a la hora de abordar la pregunta por la posibilidad de alcanzar lacerteza —el saber— es la de partir de cero, esto es, la de no dar nada por supuesto. Sin embargo, en el momento en que el punto de partida no será el que haya algo ahí, sino nuestras representaciones de algo ahí, el resultado no podrá ser otro que el de la primacía del cogito. Es decir, admitir la posibilidad de que las representaciones mentales no den en el clavo —al fin y al cabo, admitir la posibilidad de que dichas representaciones estén solo en nuestra mente— presupone implíctamente lo que, en el contexto de las Meditaciones, se expondrá como el resultado del ejercicio metódico de la duda. En definitiva, podríamos decir que este ejercicio concluye lo que presupone… lo cual cae en la circularidad tautológica. Y si esto es así —que lo es—, entonces dicho ejercicio no deja de ser un espléndido ejercicio de retórica. Aunque se vista con los oropeles de la demostración rigurosa.
La retórica, sin embargo, continúa. Pues Descartes se verá obligado a admitir que la conciencia de sí no es posible sin una referencia a la exterioridad, al puro y simple ahí. Efectivamente, la finitud del cogito, el que Descartes solo pueda estar seguro de su existencia mientras piensa, exige como su envés el más allá de la conciencia, el afuera o puro ahí. Pues, por defecto, si hay límite, hay un más allá del límite, aun cuando no podamos decir en qué consiste —aun cuando no podamos decir que sea un mundo. El puro ahí no puede darse, por tanto, como el objeto de una representación que quepa poner en cuestión. Es, por el contrario, el punto de partida del pensamiento… lo que Descartes, de facto, rechaza. La conciencia es, inevitablemente, conciencia de algo. Y por eso mismo, ese algo es el índice de una exterioridad que no cable poner contra las cuerdas como tal. Es verdad que Descartes nunca pone en cuestión que haya el ahí. Pero también lo es que muestra su necesidad… en relación con el cogito. Según Descartes, el puro ahí —el afuera, aún sin mundo— será primero en el orden ontológico —en el orden de lo real—, pero no en el epistemológico —en el orden del conocimiento. Y este acaso fuese el paso más decisivo. Pues, por el camino, el puro ahí perderá su carácter absoluto o ab-suelto. Es decir, originario.
¿Qué le hubiera dicho Platón a Descartes? “Haber comenzado por (el) ahí”. Pues, aun cuando nuestras ideas sobre el mundo —sobre las cosas que hay— pudieran revelarse como un completo error, la división entre el ahí aún sin forma —la pura exteriordad— y su hacerse presente en perspectiva seguiría siendo fundamental, esto es, anterior. Y por eso mismo, es lo que hay que pensar antes que nada. De hecho, de hacerlo, va a ser la misma perspectiva —la apariencia—, incluso siendo adecuada, la que se revelará como ilusión. Así, una vez Descartes, a través de la idea de Dios, llega a la conclusión de que hay lo ilimitado de un ahí debería haber vuelto a Platón. El truco consiste, precisamente, en no haberlo hecho. Es lo que tiene convertir las apariencias en representaciones mentales —en entenderlas en primer lugar como contenidos de la conciencia, antes que como un hacerse presente de lo real-absoluto.
Y de ahí a la muerte de Dios media un paso. A pesar de las demostraciones con las que Descartes intentó garantizar su existencia. Pues que esta tenga demostrarse ante el tribunal de la razón ya sugiere, cuando menos, que lo demostrado no será, en realidad, Dios.
nihilismo metafísico
noviembre 15, 2025 § Deja un comentario
El nihilismo metafísico no es el de Nietzsche. A pesar de que su formulación aún es metafísica como supo ver Heidegger. El nihilismo de Nietzsche parte de la decepción: creímos que tenía que haber un sentido; pero cualquier sentido se nos presentó como un trampantojo. No hay más que entes en pugna. Se trata de un nihilismo moderno, como quien dice —y por eso mismo, fácil. Descartes puso la primera piedra. Pues donde el cogito deviene primer principio, Dios —el Dios demostrado — no puede más que comprenderse como la eternidad que limita la finitud temporal del cogito. Y de ahí a sustituir la voluntad de Dios por la voluntad de poder media un paso.
El nihilismo metafísico, en cambio, es más sutil —y, por eso mismo, acaso más desconcertante o, incluso, audaz. Pues, al constatar el carácter paradójico, por dialéctico, de lo absoluto de un puro haber —y, por eso mismo, sin forma—, tarde o temprano, alcanzará la revelación que nos deja expuestos a una desmesura sin apelación: nada permanece porque la nada no es.
En el nihilismo de Nietzsche, aún hay demasiado saber —y un saber positivo, por no decir, positivista— como para enfrentarnos seriamente al rechazo de Dios. Y ello en nombre del Dios del séptimo día. El baile de Dioniso, de hecho, es una maniobra de despiste. Pues sigue despistado quien cree que, simplemente bailando, sea sobre un campo de amapolas o sobre una pira de gaseados, uno ya se encuentra abrazando la nada. O por encima. Y no porque ignore algo así como un sentido último, sino porque todavía no cayó en la cuenta de que negar la nada —enfrentarse a ella con las armas de la Ley que nos obliga a preservar la vida de la impiedad— es, precisamente, una exigencia inherente a la nada de un puro haber.
Pluto nunca tuvo las espaldas anchas (addenda)
noviembre 9, 2025 § Deja un comentario
Vamos a proponer algunas notas al pie, por aquello de seguir pensando.
1— Hay lo real en sí —lo absoluto. Porque hay el haber de las cosas, hay el haber en cuanto tal —el puro haber. Este es independiente de su realización o modo. Ahora bien, esto significa que el puro haber carece de forma. ¿Cómo entender que el puro haber sea… sin tener ningún aspecto? Y es que nada es que no posea una forma o aspecto—que no sea en concreto. ¿Cómo podemos decir, entonces, que el puro haber es no siendo nada? ¿Acaso podríamos sostener que es… aun cuando no exista?
La respuesta pasa por tener en cuenta que el hecho de que nada sea al margen de su forma o aspecto implica que no hay nada real que no se realice en lo concreto o particular. Por consiguiente, la cuestión de fondo sería ¿cómo se realiza lo absoluto de un puro haber? Decíamos: el puro haber, en sí mismo, es no siendo nada. Se trata de pensar esta fórmula hasta el final.
El puro haber no es nada en concreto. Pero, en cierto sentido, es. ¿De qué estamos hablando entonces? La respuesta es que la realidad del puro haber, en cierto sentido, es la de lo posible. Sin embargo, debemos aclarar en qué sentido hay lo posible. Pues no se trata de lo que aún no existe, pero que, en tanto que concebible, podría existir… como podemos decirlo, por ejemplo, de la representación mental de un unicornio. El carácter posible de lo absoluto no es pensable como contenido mental. Pues el haber es lo absolutamente primero. O por decirlo con otras palabras, que podamos concebir lo que aún no existe —el unicornio de antes, por ejemplo— presupone el haber. Ahora bien, tampoco es que primero haya el haber y, posteriormente, el haber de las cosas. El puro haber, en sí mismo, no es nada. De ahí que la relación entre el haber en cuanto tal y el haber de las cosas solo pueda comprenderse como las dos caras de lo mismo. No hay realidad que no se realice. Por tanto, el haber de las cosas es la realización del haber… es decir, la realización del no es nada del haber.
La nada no es. De acuerdo. Sin embargo, el puro haber es no siendo nada. De otro modo, es… que no (sea nada). La realidad del puro haber —lo absoluto— debe comprenderse, por consiguiente, como la negación de sí de la nada. Esta negación —el acto originario, algo así como un big bang metafísico— abre el campo de lo posible, es decir, del mundo. En definitiva, se trata de comprender que la realización de lo real absoluto —del puro haber— pasa por su negación de sí, por el retroceso o paso atrás de, precisamente, lo real absoluto. El haber del puro haber es el de una negación de sí en la dirección de lo otro de sí mismo: la perspectiva, lo particular o relativo. En definitiva, en la dirección del tiempo. El tiempo es el otro lado de la negación de sí inherente a lo absoluto. Pues tiempo significa nada permanece. Y, ciertamente, la nada permanece en su realización como mundo —en lo que, precisamente, la niega.
¿Qué tiene que ver lo anterior con la tesis de que el Bien, según Platón, sea lo más? Veamos. La nada no es… ni puede ser. Consecuentemente, la nada del puro haber —el que sea no siendo nada— equivale a debe ser algo, en definitiva, al Bien. Pues el Bien es lo que debe ser o acontecer. Así, porque el puro haber carece de forma o modo de ser, Platón dirá aquello de que el Bien — en nuestros términos, el puro haber— se encontrará, como quien dice, más allá de la esencia. Y teniendo en cuenta que referirse al Bien equivale a referirse al ser en cuanto tal, ser y deber ser —lo real en sí y la exigencia de realización— son dos caras de lo mismo.
Sin embargo, que el Bien o absoluto carezca de esencia —que sea poder de ser— ¿significa que todo es posible? No, estrictamente. Que el Bien esté más allá de la esencia —del modo de ser— no implica que carezca de definición. En realidad, el Bien es idea. Y sI hay definición es porque hay exclusión. Pero la definición del Bien o lo absoluto no es como cualquier otra. Esto es, no delimita una porción del mundo frente a otra —por ejemplo, los animales frente a los vegetales. ¿Qué excluye, por tanto? La respuesta es simple: la contradicción, la nada. De hecho, esta exclusión es el envés de la doble negación.
No obstante, esta exclusión preserva lo que excluye. Tampoco podría ser de otro modo si el mundo es la realización de la nada de un puro haber —de la realización que consiste en su negación de sí. Así, el puro haber —su nada—permanece como lo que fue dejado atrás en el aparecer del mundo. Y esto es, como decíamos, el tiempo.
2— Que lo que debe ser —el Bien— sea que lo que debe ser nunca sea por entero ¿acaso no implica que nuestra aspiración a lo inmaculado sea un error de perspectiva, una ilusión optica? ¿No deberíamos, por el contrario, aceptar que nunca habrá luz sin oscuridad? Un mundo en donde todo fuese bien-estar ¿no sería irreal?
De hecho, intentamos que haya más luz que oscuridad —más justicia que injusticia. ¿Cómo entender esta intención? ¿Acaso solo tiene que ver con nosotros —con nuestras preferencias? Ciertamente, para que en el mundo haya bien, juisticia, belleza… tiene que haber mal, injusticia, fealdad. La cuestión es en qué grado. Ahora bien, el grado no se decide en relación con el Bien, que está, como ya dijimos, más allá de la esencia, sino en relación con una de sus focos, el bien modélico o ejemplar, el cual se encuentra culturalmente determinado. Podríamos decir que el bien modélico es perspectiva del Bien. Y, al menos de entrada, estamos atados a la perspectiva.
Algo parecido podríamos decir en relación con la Belleza, la cual, según Platón, es otro modo de referise al Bien. Como dijimos, lo bello absoluto es lo que, reclamando poderosamente nuestra atención, nos paraliza. Pero, como también dijimos, aquí cabe tanto la diosa como el monstruo. Y por eso mismo, una diosa nunca termina de serlo… al igual que el monstruo. Si intentamos aproximarnos a la diosa y huir de lo monstruoso es porque, al fin y al cabo, el cuerpo va en la dirección de lo saludable, por así decirlo, no en la de la verdad.
epistemología y crítica a la metafísica
noviembre 4, 2025 § Deja un comentario
La crítica de la metafísica —a saber, de la reflexión que apunta a lo que, en tanto que fundamento de cuanto es, se encuentra, por así decirlo, más allá del ente y, por eso mismo, coquetando con la nada— solo fue posible donde la cuestión primera pasó a ser, no ya cómo es que hay algo en vez de nada, sino cómo es posible el conocimiento. Esto es, donde la certeza de ego cogito desplazó la primacía, tanto ontológica como epistemológica, del haber. De ahí que el empirismo, siguiendo el rastro del nominalismo medieval, pudiera defender la tesis de que la sustancia —el lo que de lo que se manifiesta o hace presente— no es más que un constructo de la mente, el resultado de determinadas operaciones mentales.
Eppur si muove. Quiero decir que incluso Descartes tuvo que admitir que no es posible afirmar la primacía epistemológica del ego cogito si no es admitiendo la primacía ontológica de una pura exterioridad. Y es que el envés de la limitación temporal de la certeza de sí —el mientras del mientras pienso— es lo que hay más allá de, precisamente, dicha limitación. Aunque este lo que sea el de un simple afuera.
Pluto nunca tuvo las espaldas anchas (y 3)
noviembre 3, 2025 § Deja un comentario
Al emplear la palabra idea Platón no pretendió darnos a entender que lo que ejemplificaban los cuerpos bellos o las decisiones justas sea simplemente una noción o concepto mental. Hay cuerpos bellos porque hay belleza y no tan solo una definición de diccionario o un patrón mental, culturalmente establecido. En esto, Platón se opuso a los sofistas.
Nadie niega que si cabe discutir sobre lo bello, lo justo, el bien… es porque las diferentes sensibilidades u opiniones acerca de lo justo, bello, bueno… comparten una misma definición de la belleza, de lo justo o de lo bueno. De hecho, se discute sobre lo justo, bello, bueno… Para los sofistas, no obstante, la definición, y debido a su carácter formal o vacío de contenido, no remite a nada real. Se trata simplemente de definiciones que van con el ejercicio de la razón. Y, por eso mismo, poseen un alcance general. Demasiado general. Así, sería irracional decir, como señalaba en la entrada anterior, que lo justo fuese darle a cada uno lo que no se merece. No hay modo de sostener que esto último sea una concepción particular de lo justo. Sin embargo, de la definición formal de lo justo —darle a cada uno lo que se merece— no se desprende qué se merece cada uno. Y de ahí que discutamos a menudo sobre lo justo.
Por consiguiente, la definición de lo justo , y debido, precisamente, a su carácter meramente formal, no supone, según los sofistas, que haya algo así como la justicia. Tan solo las leyes o decisiones que consideramos, convencionalmente, justas… conforme a una determinada sensibilidad. No hay hechos —decisiones o leyes objetivamente justas— a los que podamos referirnos a la hora de zanjar de una vez por todas nuestras disputas en torno a lo justo… como sí cabe apelar a los hechos cuando discutimos sobre si el líquido que hay en el vaso es agua o ginebra. De ahí que nuestras disputas sobre los asuntos político-morales sean interminables.
Platón, en cambio, sostuvo que, aun cuando, efectivamente, no haya decisiones o leyes indiscutibles justas, hay justicia… por encima de las decisiones más o menos justas. O belleza por encima de los cuerpos bellos. Las ideas no son simplemente definiciones formales… que nos permiten discutir sobre lo justo, lo bello, lo bueno. Sin embargo, lo que no dirá es que haya la justicia, la belleza, el bien… flotando por encima de nuestras cabezas como entes espectrales, aunque, a veces, una lectura despreocupada de sus primeros diálogos, la que encontramos en muchos manuales, nos dé a entender que es esto lo que dijo Platón. Más bien, lo que defendió, y frente a la sofística, es que referirse a lo real en sí mismo equivale a referirse a lo justo, lo bello… en definitiva, al Bien —a lo que debe ser. De ahí que la idea —el en sí— posea un carácter normativo o, en los términos de Platón, paradigmático.
Así, lo justo es, en sí mismo, exigencia de lo justo. Al igual que, en sí mismo, lo bello es exigencia de lo bello. El haber de lo justo equivale, por tanto, a debe haber lo justo. El haber de lo bello, a debe haber lo bello. Es por eso que tradicionalmente la idea se ha entendido también como ideal. Sin embargo, conviene subrayarlo, se trata de un ideal.. sin aspecto, de una pura exigencia. Y es que el aspecto implica concreción. Los ideales de justicia o belleza culturalmente determinados ya suponen una delimitación particular de la exigencia absoluta de lo justo o lo bello. Por encima de los patrones culturales de justicia o belleza, sigue habiendo las ideas de justicia o belleza, esto es, el en sí de lo justo o bello. Como vimos en la entrada anterior, lo único que excluye las ideas de lo justo o lo bello… es la contradicción, lo imposible, al fin y al cabo, la nada. Y en cada caso, respectivamente, lo imposible, por ininteligible, es que debamos darle a cada uno lo que no se merece o que haya lo que, no exigiendo nuestra atención, nos paralice.
En términos generales, podríamos decir que el en sí —lo real al margen de su realización— sería exigencia… de realización. De ahí que, según Platón, el debe ser —el Bien— y el en sí de cuanto es en tanto que es —el Ser— sean dos caras de lo mismo. En el esquema de Platón, la idea de Bien, como sabemos, es la idea suprema, aquella de la que participa cuanto existe. O por decirlo con otras palabras, la realidad en su carácter otro o absoluto —el ser en cuanto tal— es exigencia de ser algo en particular. Podríamos decir que lo absoluto es únicamente exigencia de hacerse presente. O, puesto que todo se hace presente en relación con un punto de vista —esto es, relativamente—, la exigencia inherente a lo absoluto es la de una negación de sí. Hay lo absoluto. Pero lo absoluto es negación de sí. Y por eso mismo, hay lo que hay, a saber, mundo. Veamos esto último con más calma.
Exigencia es, por defecto, posibilidad. Ahora bien, posibilidad, en griego, significa poder de ser, poder de realización, en definitiva, deber ser. Así, lo real, al margen de su realización, es un tener que realizarse. De ahí que nada es que no se haga presente. Y, por eso mismo, no se trata de una posibilidad que sea temporalmente anterior a su realización. Pues de serlo, entonces sería algo, aunque fuese etéreo o espectral. Y no lo es. No obstante, comprender de qué estamos hablando en última instancia supone reflexionar sobre qué significa decir que la nada no es. Y a partir de ahora la zona se vuelve pantanosa. Más aún.
El punto de partida es que hay cosas —hay lo que podemos ver y tocar. Así, lo que tienen en común las cosas que hay es, precisamente, el haber. Interrogarse por lo real al margen de su realización equivale, por tanto, a interrogarse por el haber en cuanto tal —por el puro haber. Sin embargo, el puro haber —el en sí de lo que hay en tanto que es— no es nada en concreto. De enfrentarnos a un puro haber, si eso fuera posible, nos enfrenteríamos a la nada —a una oscuridad y silencio absolutos. Ahora bien, la nada no es nada. ¿Cómo integrar que el ser —el en sí absoluto— sea poder de ser con que la nada de un puro haber no sea, precisamente, nada?
La respuesta es lógica —y no puede dejar de serlo… teniendo en cuenta que razón y ser son lo mismo. Veamos. Porque hay el haber de las cosas hay el haber en cuanto tal. Pero el haber en cuanto tal —el puro haber, el en sí de cuanto es en tanto que es— no es nada. Como decía en la entrada anterior, oscuridad y silencio absolutos. Podríamos decir que el puro haber es no siendo nada. Ahora bien, que la nada de un puro haber no sea nada entraña una doble negación. (La) nada no es, el puro haber no (es nada). Y una doble negeción equivale a una afirmación. Que el puro haber sea no siendo nada significa, por tanto, que tiene que haber algo. El poder de ser es inherente, como decía, a que la nada no pueda ser. La clave de este embrollo pasa por comprender que el poder ser es interno a que el puro haber sea no siendo nada. En este sentido, podríamos decir que la negación de sí es inherente al puro haber —a su nada. El puro haber —el en sí de lo que es en tanto que simplemente es o está ahí— es exigencia de realizarse como haber de las cosas, de lo particular. Hay mundo —hay el haber de las cosas— porque la nada de un puro haber es negación de sí —y, consecuentemente, poder de ser. O por jugar significativamente con las palabras: el puro haber en absoluto es. Es decir, en modo alguno es. Y por eso mismo, es absuelto del mundo. La trascendencia de lo absolutamente otro es el envés de su negación de sí.
No obstante, y por seguir desliando la madeja, que el fundamento del mundo sea la negación de sí de la nada de un puro haber —de lo que es absolutamente— implica que (la) nada termine de ser. Que la nada de un puro haber se realice como negación de sí significa que el haber de lo que hay no acabe siendo un puro y eterno haber. Nada permanece. Es decir, la nada permanece en su negación de sí. Y esto es el tiempo: la realización de la nada como algo que pasa.
Al final, el resultado de la reflexión extrema es tan elemental que cuesta comprenderlo. ¿Por qué hay algo en vez de nada? Porque la nada no es.
Pluto nunca tuvo las espaldas anchas (2)
noviembre 2, 2025 § Deja un comentario
Las cosas siempre se nos presentan bajo una forma o aspecto. Esta forma o aspecto es un modo de ser, literalmente, una determinada realización —un cierto hacerse presente— de lo que es.
Así, el modo o la forma de ser difiere de aquello que constituye, precisamente, su modo. Hay un hiato —una discontinuidad— entre lo que se hace presente y el modo —el aspecto, la forma— en que se nos muestra o aparece. De ahí que el lo que de lo que se hace presente —el en sí— carezca de forma. Y sin forma, no hay entidad.
En cierto sentido, podríamos decir que el ser —lo real con independencia de su realización, esto es, en tanto que lo otro— trasciende el modo de ser, su realización como algo determinado o cosa. Por eso mismo, la “realidad” del en sí se revela al pensamiento como abstracta, esto es, como abstraída —separada— de lo concreto. El término tradicional que apunta al carácter abstracto de lo real al margen de su realización es absoluto. Pues absoluto significa, originariamente,absuelto. Así, lo real, al margen de su realización, sería lo absuelto del mundo… y, en definitiva, de la existencia. Y es que tan solo existe lo concreto o particular. Podríamos decir que lo absoluto es no siendo nada. Ahora bien, ¿cómo es posible que sea lo que carece de forma y, por eso mismo, no existe? ¿Cómo entender que lo absoluto sea no siendo nada… si es que cabe entenderlo?
Según Platón lo real, al margen de su realización en lo concreto o particular, es idea. Sin embargo, regaríamos fuera de tiesto si entendiéramos que, en Platón, idea significa contenido mental. Pues, si la idea fuese en primer lugar un contenido mental, la pregunta sería qué realidad se corresponde con la idea de ser. Y esta no es la pregunta de Platón, sino la de la filosofía moderna. El término idea apunta, por consiguiente, al carácter abstracto o absoluto de lo real en sí. El punto de partida no es el contenido mental —las representaciones de la conciencia—, sino el haber: hay el haber de lo que hay. De lo que se trata es, precisamente, de pensar en qué consiste —si es que posee alguna consistencia— lo real independientemente de su modo de ser, al fin y al cabo, la consistencia de lo absoluto —de la idea. Esto es, qué sería el haber en cuanto tal, al margen del haber de las cosas.
Dando por sentado que lo real es lo que se hace presente de un modo u otro, podríamos empezar preguntándonos qué se hace presente, por ejemplo, en un cuerpo bello, en tanto que bello. La respuesta, sin embargo, es elemental: lo que se hace presente en un cuerpo bello, en tanto que bello, es la belleza. Así, lo real de los cuerpos bellos, en tanto que bellos —el lo que de lo que se hace presente en todo cuanto se nos presenta como bello—, sería, precisamente, la belleza. Ahora bien, la belleza que los cuerpos bellos muestran no les es inherente o propia. Si lo fuera, entonces los cuerpos bellos serían siempre bellos —o bellos desde cualquier punto de vista, esto es, absoluta o incondicionalmente bellos, en vez de relativamente bellos. Pero no es el caso. No hay cuerpo bello que lo sea siempre o desde cualquier punto de vista. En general, nada nunca por entero. Al fin y al cabo, todo se encuentra sometido al tiempo: todo pasa, todo va dejando de ser… como la sal que se disuelve en el océano. Y cuanto no es por entero, estrictamente, no es.
Por eso mismo, Platón dirá que los cuerpos bellos participan de la belleza que representan o realizan. De ahí que los cuerpos bellos sean aparentemente bellos. Y lo son en un doble sentido. Así, son aparentemente bellos porque en los cuerpos bellos aparece, ciertamente, la belleza. Pero también son aparentemente bellos, porque en realidad no lo son. Pues la belleza tan solo se muestra en ellos hasta cierto punto o medida, esto es, nunca por entero o absolutamente. Y, como decíamos, lo que no termina de ser, estrictamente, no es. Nadie diría, por ejemplo, de alguien que no acaba de ser simpático que, efectivamente, lo sea. Es verdad que cualquier simpático nunca termina de serlo. Sin embargo, decimos que lo es cuando su simpatía es más frecuente que su contrario. Al fin y al cabo, un simpático, en cualquier caso, se muestracomo si fuera simpático. Dejarse llevar por las apariencias supone confundir lo que es con el como si fuera. Estas poseen, por tanto, un carácter ambivalente —un sí, pero no. Y de ahí el término participación. A la hora de aclarar lo que significa participar, Platón recurrirá a un símil: las cosas son como copias imperfectas de la realidad que representan o realizan.
Aun así, la pregunta fundamental sigue en pie: ¿cuál es la consistencia de la belleza, al margen de su realización en los cuerpos bellos? ¿Qué sería la belleza en sí misma? ¿Cuál sería su esencia, un término que hizo fortuna en el pensamiento occidental como equivalente a idea? En definitiva, ¿qué cabe decir al respecto? La respuesta típica es que la idea es su definición, la cual, según la interpretación habitual de Platón, estaría en su mundo, como si se tratase de un ente espectral. En el caso de la belleza, lo que podríamos decir es que, en cuanto tal, es lo que, reclamando poderosamente nuestra atención, nos paraliza.
Sin embargo, la definición de belleza no es, contra lo que inicialmente pudiéramos suponer, una definición . Es decir, no proporciona una delimitación. Pues tanto remite a los cuerpos canónicos—actualmente, los cuerpos Danone—… como a su contrario, al cuerpo monstruoso. La definición de la belleza —su realización— son, precisamente, los cuerpos bellos. Ahora bien, todo cuerpo es bello… conforme a la lo que la belleza es. Que, de hecho, distingamos entre cuerpos más bellos que otros —entre los modélicos y los que no— tiene que ver, como sostuvieron los sofistas, con lo que nos parece en un momento dado. Esto es, con la convención social, y no con la realidad —la idea— de lo bello.
Algo parecido podríamos decir de la idea de justicia: su definición, a saber, darle a cada uno lo que se merece, no define —no determina, no decide— qué se merece cada uno. La determinación de lo justo, su concrecion, dependerá de lo que nos parezca justo. Esto es, no dependerá de la razón, sino de la sensibilidad. Y si esto es así, entonces tanto podemos condenar a alguien como absolverlo… por lo mismo.
Ahora bien, lo cierto es que no cualquier decisión puede valer como justa. Pues si un juez, a la hora de pronunciar un veredicto, dijera de quien es juzgado que se merece una condena y que, por eso, lo absuelve, nadie entendería nada. Sencillamente, lo anterior no es posible… por irracional. Algo parecido podríamos decir también acerca de la definición de belleza: lo que reclama poderosamente nuestra atención y, en consecuencia, nos paraliza excluye, precisamente, que haya lo que, paralizándonos, no reclame poderosamente nuestra atención. Esto es, que haya la nada. Pues en la nada, nada hay que podamos atender.
La conclusión es, sin duda, paradójica, por decir sumamente desconcertante. Por un lado, la definición de la idea no define o delimita. Así, por ejemplo, la definición de belleza, como veíamos, admite tanto el cuerpo Danone como su contrario, el monstruoso. Pero, por otro, no todo es posible en relación con la definición. Hay, por tanto, cierta delimitación. Como si el carácter abierto de la definición de lo que es negase, precisamente, lo imposible, la contradicción, en definitiva, la nada. En cierto sentido, podríamos decir que la definición —la idea, el en sí— es la negación de la nada. Y esto es lo posible, un deber ser —en platónico, el Bien. La cuestión es cómo entender la realidad de lo posible —la realidad del Bien.
Y a partir de aquí ya entramos de lleno en la zona. Aunque, con lo anterior, ya hayamos puesto un pie.
Pluto nunca tuvo las espaldas anchas (1)
noviembre 1, 2025 § Deja un comentario
Que nos preguntemos qué es, en sí mismo, lo que se presenta en perspectiva —que la pregunta sea posible—, presupone, al menos implícitamente, que hay algo así como un hiato entre el en sí mismo y su hacerse presente como algo determinado o concreto (y por eso mismo, siempre en perspectiva o relativamente). Dicho de otro modo, la pregunta presupone que, por un lado, habría el en sí y, por otro, su aparecer bajo una forma o aspecto. Platón, como sabemos, recurrió a la imagen de los dos mundos —el de las ideas y el de las cosas, el inteligible y el sensible— para ilustrar esta cesura.
El problema se plantea una vez caemos en la cuenta de que el en sí mismo, propiamente hablando, no es. Y esto porque solo es lo que se hace, de algún modo, presente —y el en sí difiere, precisamente, de su hacerse presente, de su particular modo de ser. De ahí que el en sí sea absoluto, literalmente, absuelto —separado— del presente y, por extensión, del mundo que nos ha tocado en suerte.
En consecuencia, podríamos sentirnos inclinados a creer que la pregunta por la realidad del en sí —por su qué es— carece de sentido. Sin embargo, hay el aparecer —hay la perspectiva—… y, por eso mismo, cabe interrogarse por aquello en relación con lo cual el modo de ser —la perspectiva— es, de hecho, un modo, al fin y al cabo, su concreción. De este impasse se desprende que el haber de este aquello —del en sí— no debe entenderse en los mismos términos que el haber de las cosas. Pues el en sí no es algo determinado. Ni puede serlo. El asunto es cómo comprender el haber del en sí, al fin y al cabo, el haber de lo que es no siendo nada en concreto.
escepticismo y verdad
octubre 18, 2025 § Deja un comentario
La filosofía, como suele decirse, nace del asombro —¿por qué el haber y no más bien nada? Sin embargo, se trata de un asombro que conduce al escepticismo. Al fin y al cabo, cualquier seguidor de Sócratres acabará por confirmar la sentencia del maestro: al fin y al cabo, lo único que sé es que no sé nada. Ahora bien, el escepticismo socrático no es —o no solo— el resultado de una falta de pruebas, sino de un haberse expuesto a la trascendencia del carácter absoluto de un puro haber. Así, hay verdad —hay el haber, la pura exterioridad, lo absolutamente otro de la existencia—, pero no para nosotros. Para nosotros, la realización de lo verdadero, esto es, las apariencias, el tiempo, el que todo sea no siendo. En definitiva, el mundo.
Y como siempre: una cosa es tomar nota de lo anterior y otra, muy distinta, haberlo incorporado.
examen y libertad
octubre 17, 2025 § Deja un comentario
Cuandon Platón escribe hacia el final de su Apología que una vida examinada tiene más valor que una sin examinar está distinguiendo —es obvio— entre dos modos de estar en el mundo. El primero es el más común. Pues consiste en vivir sometidos al mapa mental, la suposición, la doxa. Así, a la mayoría le basta con creer que será feliz si consigue lo que desea, que vive bajo el amparo de lo divino o que es libre porque puede saltar las vallas. En estos casos, nadie se hace la pregunta sobre si es verdad que la felicidad depende de poder realizar cuanto deseamos, si realmente seguimos amparados por el ángel de la guarda de nuestra infancia o si nuestra libertad consiste en cruzar las fronteras.
Sin embargo, el segundo modo —el de quienes sí se hacen estas preguntas— no conduce a una respuesta definitiva, sino, más bien, a la perplejidad. Pues el resultado de la reflexión es, por decirlo en breve, la aporía. Ahora bien, lo curioso es que este permanecer en suspenso tenga, según Platón, más valor. Y es curioso porque, de entrada, no lo parece. Más bien, la sensación que nos dejan los filósofos es que son bastante torpes a la hora de lidiar con el mundo. Como si su mundo fuese otro.
Sin embargo, quizá esta extranjería sea la razón por la que suelen estar por encima de lo que sucede y no importa. No es fácil. Pues admitir que el centro está fuera de ti, aunque no sepas a ciencia cierta en qué consiste, no es una píldora fácil de tragar. La paradoja es que acaso el descentrado esté más centrado que quienes viven pendientes de su triunfo. O su felicidad.
el buen salvaje y Platón
octubre 11, 2025 § Deja un comentario
La nostalgia de la vida primitiva o elemental que sentimos aquí en Occidente sugiere, cuando menos, que, como individuos, hemos pasado a ser otra cosa. De hecho, esta otra cosa comenzó su andadura en la Atenas del siglo V aC. O mejor dicho, cuando Platón escribió aquello de que una vida examinada —es decir, una vida que se cuestiona a sí misma por mor de la verdad— posee más valor que una vida sin examinar. Y es que el examen de sí nos distancia de lo que nos liga a la tierra, a saber, la perspectiva, la visión espontánea de cuanto hay, la inocencia, no siempre inocente, de nuestro trato con las cosas… y los demás. Cuando sabes, como mujer, que tu mala suerte con los hombres —siempre has acabado con aquellos que terminan machacándote— obedece a que, inconscientemente, quieres redimir a tu padre, un machacador, las relaciones que puedas tener con los hombres difícilmente serán naturales.
Suele decirse que cada pueblo, incluso los primitivos, tienen su filosofía. No es cierto. En cualquier caso, su sabiduría, una particular cosmovisión. Pues la filosofía supone un poner en suspenso, precisamente, la visión más espontánea del mundo, las creencias que damos por ciertas, en definitiva, lo que nos parece que es. Hay asombro, sin duda, en el filósofo. Pero también en el buen salvaje —aunque quizá no fuese tan bueno como se lo imaginaron los primeros modernos Ahora bien, lo que hay en el filósofo, sobre todo, es escepticismo. Y no porque no crea que haya algo así como lo verdadero —lo que en verdad tiene lugar en lo que sucede—, sino porque, de hecho, lo hay, aunque no para nosotros. Para nosotros, la paradoja, la perplejidad, la extrañeza de sí… una extrañeza que no parece encontrarse en quienes viven perfectamente integrados en la madre naturaleza.
El ecologismo nunca podrá reconciliarnos con esta. Los filósofos ya se encargaron de cortar el cordón umbilical. En cualquier caso, la corriente ecologista nos empujará a ponerle un parche a los rotos, a ir reparando las vías de agua de un barco que en modo alguno puede volver al puerto. Tampoco es un asunto sin importancia.
todo uno: Tales y Anaximandro
octubre 4, 2025 § Deja un comentario
Una de las operaciones de la razón, quizá la más básica, consiste en la reducción de la diversidad a un denominador común. De ahí que la sentencia de Tales —todo es agua— constituya el primer intento de ofrecer una explicación racional del mundo. Aquí no interviene ningún dios —y por eso mismo, no se nos cuenta ninguna historia. Más aún: los dioses, al formar parte de la totalidad, son también agua. Y puede que sea por este motivo que razón y religión nunca terminen de hacer buenas migas.
Este denominador confiere unidad al mundo. Quiero decir que, porque todo es al fin y al cabo una y la misma cosa, el mundo se nos presenta como el todo-uno y, en definitiva, como orden o cosmos. La referencia a un arjé supone aceptar que en el origen reside la Ley. La Ley —no el dios— gobierna el mundo. No es casual que la palabra principio traduzca al castellano el griego arjé.Pues con principio se mantiene el doble sentido inicial.
Ahora bien, que haya Ley significa que no todo es posible. Así, las posibilidades del mundo son las que contiene la naturaleza de esa cosa última, el agua en el caso de Tales. Por decirlo en breve, lo que la naturaleza de la cosa última pueda dar de sí es lo que puede dar de sí el mundo. Sencillamente, no es posible lo que no cabe dentro de dicha naturaleza. Por consiguiente, dado que no todo es posible, cuanto sucede, sucede necesariamente conforme a la naturaleza del ladrillo con el que estan hechas el resto de cosas. Al fin y al cabo, la pluralidad serían modificaciones de lo mismo, sus diferentes apariencias.
Más aún: si hay cosas —y las hay—, entonces no puede haber caos. Pues si las cosas se dan dentro de un orden es porque, en definitiva, son una y la misma cosa. No puede haber desorden en lo que es uno. Estamos lejos, por tanto, de la contingencia de un mundo en el que las cosas son como son debido a las decisiones que tomó in illo tempore el dios de turno. La explicación que proporciona el mito nos da a entender que el mundo podría haber sido muy distinto si al dios le hubiese dado por ir en otra dirección.
Anaximandro, sin embargo, dará una vuelta de tuerca a este asunto. Su tesis es que el arjé es apeiron, literalmente, sin límite. Ahora bien, no hemos de entender dicha tesis como si simplemente fuese una variante —una más— de la sentencia de Tales. Al sostener que el origen es apeiron, Anaximandro está yendo más allá de la física. Pues la pregunta a la que responde no es cuál es la naturaleza de la materia de la que están hechas todas las cosas, sino en qué consiste qué algo simplemente sea. O por decirlo a la manera de Leibniz, por qué hay lo que hay en vez de nada. Es evidente que la respuesta a esta pregunta no podrá darse en los términos de una cosa aún más pequeña que la que se entendió como arjé en un primer momento (o no tan primero). Anaximandro no se pregunta, por tanto, por la primera causa eficiente, la cual solo puede concebirse, desde nuestra posición, como la de una cosa última , sino por el fundamento o razón de cuanto es… en tanto que es o está ahí. El aperion, sencillamente, en tanto que carece de límites —esto es, de forma o aspecto— no puede ser algo en concreto. El fundamento del mundo no pertenece al mundo. O por decirlo de otro modo, la razón por la que el todo es el todo permanece fuera del todo.
No obstante, la pregunta que se plantea a continuación es en qué sentido podemos decir que el fundamento sea… si es cierto que tan solo es lo que se da en concreto, es decir, como algo determinado. ¿Puede comprenderse como real lo que aún no se ha realizado? Al fin y al cabo, teniendo en cuenta que al referirnos al fundamento —la razón de ser de cuanto es— nos referimos a la posibilidad de que algo sea; y teniendo en cuenta, a su vez, que la posibilidad, en cuanto tal, aún no se ha realizado ¿no deberíamos concluir, que la posibilidad es, precisamente, lo imposible del mundo? ¿Acaso la pregunta acerca de en qué sentido podemos decir que la posibilidad de que haya lo que hay no equivale a interrogarse por el haber de lo imposible? ¿Acaso no estaríamos, en definitiva, ante el carácter paradójico de la fórmula es no siendo aún nada? ¿Cómo comprender la realidad del todavía no?
el bien y la singularidad
septiembre 26, 2025 § Deja un comentario
El algo-en-concreto —lo singular— surge como tara, esto es, como un diferir de lo que debe ser, el Bien. Si lo real es lo que se manifiesta o hace presente, entonces lo real de, pongamos por caso, un cuerpo bello, y en tanto que bello, es la belleza. Pues lo que se hace presente en los cuerpos bellos —y en tanto que bellos— es, precisamente, la belleza. ¿Por qué añadimos, sin embargo, en tanto que bellos? Simple. Un langosta es bella. Pero también comestible.
Ahora bien, la belleza en sí misma, es decir, al margen de su hacerse presente no es nada en concreto. Ni puede serlo. Es, por decirlo a la manera de Platón, idea —y aquí por idea no hemos de entender contenido mental, sino más bien que lo real en sí mismo “posee” una carácter abstracto y que, por eso mismo, solo se revela al pensamiento. En este sentido, lo real en sí sería algo parecido a la fórmula matemática que, con independencia de cualquier perspectiva, es el cubo de Necker. En este sentido, podríamos decir que lo real-absoluto no es nada fuera de su realización. Mejor dicho: es no siendo en sí mismo nada en concreto. La realidad de lo real sería, por tanto, la pura posibilidad del mundo —y por eso mismo anterior al mundo. Así, la fórmula del cubo de Necker, por continuar con nuestro ejemplo, encerraría la posibilidad de los cubos de Necker que dibujamos en una pizarra o sobre un papel. Como tal, dicha formula es anterior al cubo dibujado. Sin embargo, esta anterioridad no debe entenderse como la de una semilla con respecto al fruto. Pues la anterioridad de la posibilidad del mundo —de su fundamento— se encuentra fuera del mundo y, por consiguiente, del tiempo. De hecho, solo hay tiempo —en definitiva, presente— en relación con dicha anterioridad. En cierto sentido, podríamos decir que la posibilidad del mundo es, en sí misma, imposible. Y es que no es —ni puede ser— una posibilidad del mundo.
Así, y por decirlo de algun modo, lo real solo puede realizarse perdiendo por el camino su carácter absoluto u otro. De ahí que nada nunca del todo. Ningún cuerpo bello, por seguir con nuestro ejemplo, es bello por entero. Siempre hasta cierto punto o desde un determinado punto de vista. La belleza de un cuerpo bello se da o hace presente como deformación o negación de la belleza en sí o paradigmática. Ningún cuerpo bello —y en general, nada de cuanto es en concreto— termina de ser lo que debiera. Y esto es el tiempo. En este sentido, el tiempo es el envés de la eternidad propia de lo real-absoluto. Y aquí, obviamente, no nos estamos refiriendo a una cosa eterna. Hay mundo —y por ende, tiempo— porque lo real en sí mismo es no siendo nada. O por decirlo de otro modo: lo real-absoluto solo se realiza en —y como— negación de sí. De hecho, la expresión es no siendo nada, si lo pensamos bien, es una doble negación. Es decir, un afirmación. Decir no es cierto que no llueve equivale a decir que está lloviendo.
Ahora bien, de entender lo dicho hasta ahora, entenderemos que, teniendo en cuenta que la realidad tiende a su realización —que la realización es inherente a lo real— lo que debe ser es que nada termine de ser lo que debiera. De topar con un cuerpo que no difiriese en modo alguno del cánon —que fuese bello sin objeción, un cuerpo sin tara—, no podríamos evitar la sensación de irrealidad. No obstante, por poco que le demos unas cuantas vueltas a este asunto, veremos que estamos ante algo muy extraño o paradójico. Pues, por un lado, si podemos decir de un cuerpo bello que no termina de ser bello es poque ese cuerpo se encuentra sometido, por así decirlo, a la exigencia de ser bello por entero. Pero, por otro, esta exigencia tampoco puede realizarse… si es que la belleza debe realizarse.
Por tanto, no hay nada que no cargue con su contrario. No hay cuerpo bello sin tara. Como tampoco decisión justa que no incorpore unas dosis de injusticia. De ahí la necesidad de juzgar —de decir— qué pesa más en la mezcla, en definitiva, qué es: si lo primero o lo segundo. Pero ningún juicio —nada de cuanto podamos decir— será inapelable. Y es que el peso siempre dependerá de lo que nos parezca en un momento dado.
el clavo en la pared
septiembre 21, 2025 § Deja un comentario
A diferencia de los simios, buscamos lo verdadero, lo real o sólido. Esta búsqueda constituye nuestra más genuina inquietud, el hecho de no encontrarnos como en casa donde ya no podemos seguir obviando lo que hasta el momento dimos por hecho. Y así nos preguntamos, por ejemplo, qué de verdadero hay en el amor que siento por él o ella. O qué de verdadera libertad hay en mi poder hacer cuando me viene en gana… una vez comienzo a hastiarme de tanta satisfacción. De este modo, vamos en busca de lo verdadero como quien busca el clavo al que agarrarse y, así, resistir la fuerza de la gravedad, la que nos aplasta contra el suelo. Pero lo real es un clavo ardiendo. No podremos aguantar demasiado tiempo colgando de ese clavo. Estamos llamados a la elevación. Pero no estamos hechos para permanecer en el aire —o en suspenso— durante demasiado tiempo.
Pero ¿por qué arde? ¿Quizá porque lo real —lo fijo, lo inmutable o absoluto de la existencia— carece de la entidad de lo concreto o singular? Nadie puede permanecer ante el silencio y la oscuridad más impenetrables. Sin embargo, lo real reclama su realización, un hacerse presente, en definitiva, un aparecer. Lo real, en sí mismo, aún no es —y de ahí lo de su silencio y oscuridad. En este sentido, podríamos decir que lo real es no siendo aún. O de otro modo, es siendo estrictamente la posibilidad del mundo. Ahora bien, lo real solo podrá realizarse en aquello que lo niega —en las cosas sometidas al tiempo. Pues nada termina de ser donde todo pasa. La conclusión resulta, de nuevo, paradójica: la posibilidad del mundo es, precisamente, lo imposible, lo que, en sí mismo, no puede suceder sin que desaparezca el mundo, es decir, cuanto hay o existe.
Al fin y al cabo, que seamos quienes han sido arrojados al mundo encuentra su envés en el retroceso de lo verdadero o absoluto. En su lugar, su simulacro, las apariencias. Por suerte. Pues quien aspira a lo verdadero no sabe, al menos inicialmente, a lo que aspira. De ahí su desconcierto o parálisis una vez vislumbra en qué consiste lo real. Sin embargo, lo decisivo de esa búsqueda comienza cuando se pregunta y ahora qué… tras topar con lo que buscaba y, sin embargo, no esperaba.
es real, pero no existe: sobre el cubo de Necker
septiembre 20, 2025 § Deja un comentario
¿Qué hay de real —de absolutamente otro, fijo, inamovible— en eso que percibimos como real? La percepción es siempre una perspectiva. Vemos lo que vemos desde diferentes ángulos —y quien dice ángulos, dice modos de ver, sensibilidades, esquemas lingüísticos o mentales. Y esto es así, hasta el punto de que lo que para unos es una cosa, para otros, una muy distinta. No hay visión que no integre una carga teórica, un cierto saber sobre aquello que se está viendo. Todo ver es un ver como. Pôr consiguiente, no hay hechos que sean químicamente puros, esto es, al margen de los presupuestos que constituyen un mapa mental.
Así, por ejemplo, lo que para nosotros es dinero, para los aborígenes del Mato Grosso no es más que un trozo de papel… al que nosotros le otorgamos un valor que anda rozando lo sagrado. Para ellos, el dinero sería algo así como una superstición. Al igual que nosotros consideramos como supersticiosa la antigua creencia en dioses. No me atrevería a decir que nosotros estemos más cerca de la verdad que los aborígenes. Y viceversa. Las perspectivas, cuando parten de presupuestos irreconciliables, son como agua y aceite. Ahora bien, en tanto que diferentes perspectivas de eso que está ahí, es obvio que apuntan a lo mismo. La pregunta surge de inmediato: qué es ese lo mismo.
Para entender mejor la respuesta a esta cuestión, nos serviremos de lo que se conoce como el cubo de Necker. El cubo de Necker, de hecho, el cubo que la mayoría dibujaría espontáneamente, admite dos perspectivas. Podemos ver el cubo desde cualquiera de estas dos. Pero nunca lo veremos integrando las dos perspectivas a la vez. Cada perspectiva sería el equivalente a un mapa mental —a un modo de ver. En este sentido, el cubo tendría dos apariencias. Esto es, aparecía de dos modos distintos. Sin embargo, resulta elemental que estamos ante dos presentaciones de un mismo cubo. ¿Qué sería, por tanto, lo que se mostraría bajo dos aspectos diferentes, el cubo en sí, al margen, precisamente, de su aparecer o hacerse presente con un aspecto determinado?
La pregunta tiene algo de, cuando menos, desconcertante, por no decir, de impropia o, literalmente, impertinente. Y es qe si solo es lo que se hace presente o aparece, en definitiva, cuanto cabe percibir de una manera u otra, entonces lo que se manifiesta nunca se manifiesta o aparece… en sí mismo o en cuanto tal. ¿De qué estamos hablando, por consiguiente? ¿A qué nos referimos cuando nos referimos al cubo en sí mismo? En realidad, a la idea de cubo, esto es, a lo que tan solo, y en este caso, admite una expresión matemática. Por consiguiente, lo real en sí mismo posee una naturaleza abstracta. Y por eso mismo, lo real en cuanto tal, esto es, en su carácter absolutamente otro o diferente, solo puede ser pensado. Pues en tanto que diferente, eso que se hace presente difiere continuamente del aspecto con el que se realiza. O dicho de otro modo, siempre se abstrae de su manifestación. Al igual que el yo con respecto a su aspecto o manera de ser…
También podríamos decir lo mismo de la materia en cuanto tal. Ciertamente, la matería se hace presente sensiblemente como algo más o menos rugoso, extenso, sonoro… Ahora bien, ese algo cuyos rasgos o aspecto capta nuestra sensibilidad no es perceptible como tal. Es como si siempre permaneciera más allá o por debajo de su hacerse presente en una mesa, un árbol, una mosca… Es decir, como si, en cuanto tal, se sustrajera a la presencia —y de ahí su carácter abstracto; pues abstraer es sustraer.
Pues bien, si nada es que no sea en concreto, entonces el lo que de lo que se hace presente, y debido, precisamente, a su carácter abstracto, no es nada en concreto. Es, ciertamente. Pero, en sí mismo, no existe, por así decirlo. Y es que tan solo existe o posee entidad lo singular. Siendo más estrictos, podríamos decir que la realidad, al margen de su manifestación sensible, es no siendo aún nada. Estrictamente, estaríamos hablando de la posibilidad del mundo, una posibilidad que, si lo pensamos bien, es imposible. Y lo es porque no puede darse como tal. De ahí que pudiéramos decir que lo imposible es el fundamento del mundo, de sus posibilidades. Pero estirar este hilo ya nos llevaría demasiado lejos.
En cualquier caso, lo anterior puede servir como una breve introducción a Platón. Al menos, porque fue Platón el primero en pensar la escisión que constituye cuanto hay, la que se da, precisamente, entre el mundo inteligible y el sensible, por decirlo en sus términos. Hay mundo porque “hay” un más allá del mundo. Y si el haber de este más allá va entrecomillado es porque, propiamente, no hay un más allá que pueda comprenderse como otro mundo.
una imagen vale más que mil palabras
septiembre 19, 2025 § Deja un comentario
¿Sí? Quizá… si no nos hacemos demasiadas preguntas. Pues todo gesto es ambiguo. Ninguna imagen cuenta toda la historia. De ahí la necesidad de un mínimo discurso que apunte a lo que tiene lugar en medio de cuanto sucede… que es lo que la imagen presenta. Sin palabras, la imagen sugiere, pero no dice. A lo sumo, creemos que dice.
Sin embargo, un discurso también guarda sus ases bajo la manga. Pues, en tanto que decir implica juzgar —en definitiva, deshacer la ambigüedad que atraviesa cuanto es—, todo discurso anticipa un veredicto que no está en nuestras manos pronunciar. Así, cuando decimos, pongamos por caso, que la imagen que muestra a una madre abrazando a su hijo representa el amor que siente por él, dejamos a un lado —decidimos no ver— que en ese abrazo también se hace presente el amor al vínculo con el hijo. No es exactamente lo mismo. Nunca terminamos de saber qué pesa más, si lo uno o lo otro. Así, al decir que hay más de lo primero que de lo segundo, no hacemos otra cosa que juzgar antes de tiempo. Y de paso, creer, ingénuamente, que las cosas son tal y como las decimos.
Los filosófos entienden lo anterior como un estar rodeados sombras —como un vivir protegidos por la ilusión. Sin embargo, donde encienden el foco, crecen unas sombras más densas. Es lo que tiene ver directamente el Sol: que nos deja ciegos. Esto es, en un estado de suspensión o fuera del juego. Como si al caer en la cuenta de que hay lo verdadero —lo que tiene lugar en lo que simplemente pasa—, pero no para nosotros, difícilmente pudiéramos seguir tomándonos en serio lo que suele tomarse por serio, la ilusión.
No obstante, el final del trayecto no es la desilusión, sino el aceptar que no podemos hacer más que volver a tomarnos en serio la ilusión. Aun cuando ahora sepamos que se trata, precisamente, de un espejismo. Como el actor que no ignora que debe representar el papel que le ha tocado en suerte… sabiendo que no es más que un papel. De este modo, la ironía, como la más fina expresión del distancia de sí que constituye la individualidad, se impone como el destino vital de quien alimenta nuestra connatural inquietud por lo verdadero.
El resto, como escribiera Shakespeare, es silencio. Esto es, sobre el resto nada qué decir —nada qué juzgar. En cualquier caso, mucho a escuchar. Al menos, porque no hay silencio, salvo el circunstancial, que no sea elocuente.
Nussbaum 3
junio 6, 2025 § Deja un comentario
¿Es posible que una vida reflexionada, aquella que posee más valor, según Platón —y es así—, se integre en la polis? Nussbaum, como tantos otros que abonan actualmente el campo de la filosofía política, cree que es cuestión de que se cumplan ciertas condiciones sociopolíticas. Es cierto que Nussbaum no solo tiene en mente, cuando se refiere a la necesidad de una vida realizada, a quien se examina a sí mismo en su búsqueda del secreto, de lo que hay más allá de nuestras visiones hasta cierto punto espontáneas. Pero, entonces, uno también podría preguntarse si el bienestar emocional, la posibilidad de realizar nuestras aspiraciones, la interacción amable con el prójimo, etcétera…. se encuentran al mismo nivel de una existencia que se interroga a sí misma en nombre de lo que se presenta o, cuando menos, se intuye como el horizonte asintótico de nuestro estar en el mundo, lo que, en términos que no pretenden ser altisonantes, sería lo verdadero. Ahora bien, lo verdadero es lo que, en defintiva, tiene lugar y no simplemente pasa. Esto es, lo que tuvimos que dejar atrás, precisamente, para lidiar con el mundo.
En cualquier caso, diría que Nussbaum esquiva la cuestión. No todas las aspiraciones se encuentran en el mismo plano. Y no porque haya algunas que, ya de buen comienzo, pactan con el lado oscuro de nuestra condición. Como tampoco podemos entender el bienestar —en definitiva, la felicidad— en términos emocionales. Al menos, porque las emociones son enormemente equívocas. Por no decir, tramposas. Si la felicidad es, en deifnitiva, un saber vivir la pregunta sería, más bien, de qué saber estamos hablando.
De hecho, una vida reflexionada , tarde o temprano, se interrogará sobre el todo. No estamos hablando, por consiguiente, de una afición que se entretiene con un darle vueltas a tarro. Quien jugando al fútbol se pregunta por el sentido de ir tras un balón para colocarlo entre tres palos queda, literalmente, fuera de juego. Y quien se encuentra en esta situación no puede integrarse en la polis como si nada hubiera sucedido… salvo que devenga un irónico, algo así como el actor que, tomándose en serio su papel, no olvida que se trata, en realidad, de un papel. Tras la reflexión, decía Hegel, no vuelve a crecer la hierba. O al menos, podríamos añadir, la misma hierba.
Quizá no fuese causal que Platón concibiese su República como utopía. Pues una utopía no es un ideal al que podamos aproximarnos como quien, por ejemplo, pretende adelgazar. Es un imposible. Sócrates vivió a flor de piel el extrañamiento que va con el cuidado del alma. Al fin y al cabo, estamos en el mundo como si no perteneciéramos al mundo. La diferencia entre nosotros pasa por ser o no consciente de ello. No hay ciudad que valga para el filósofo. Sócrates solo tuvo amigos.
Será que no puedo evitar la impresión de que la filosofía política de Nussbaum es algo así como un manual de autoayuda para la polis.
Nussbaum 2
junio 5, 2025 § Deja un comentario
Más aún: ¿qué puede significar desarrollar las propias capacidades o potencialidades en un mundo donde, a través de las redes o los medios de comunicación, se magnifica lo trivial, en definitiva, la distracción, el entretenimiento, la dispersión? O por decirlo de otro modo, ¿qué supone realizar las propias capacidades donde la mayoría vive como abducida? ¿Acaso es posible, en el contexto de la sociedad liberal, y por eso mismo tolerante con las diferentes concepciones de la vida buena, una reflexión pública sobre lo que en verdad importa o vale la pena al margen de nuestras preferencias? ¿No es cierto que esta reflexión implicaría una crítica del deseo… que el capitalismo, al fin y al cabo, nuestro modo de vivir, no está dispuesto a aceptar? O como decía en la primer entrada dedicada a Nussbaum ¿es posible hablar de la felicidad sin una concepción fuerte del bien —de cuanto vale la pena amar o perseguir? ¿Es posible sin que ello implique una distinción, en el fondo propia de una sensibilidad aristocrática, entre la vida de quienes ascendieron hasta la boca de la caverna y quienes permanecen atados entre sombras? En definitiva, a la hora de enfrentarnos a la posibilidad de una vida lograda, ¿podemos prescindir del memento mori?
Nussbaum
junio 4, 2025 § Deja un comentario
Es posible que la pregunta por los marcos institucionales y culturales que deberían facilitar el desarrollo de nuestras potencialidades se ahorre alguna que otra cuestión de fondo.
La primera sería la siguiente: cuando admitimos que. con respecto a dicho desarrollo, no hay algo así como un único criterio, esto es, ningún acuerdo sobre en qué consiste una vida lograda, ¿acaso no estamos obligados a situar en el mismo plano una vida que se diga a sí misma que lo único que vale la pena es terminar su colección de sellos antes de morir que aquella que se haya centrado en dar el pan a los hambrientos? ¿Cómo situar bajo los presupuestos del liberalismo democrático aquello que decía Mill de sí mismo, a saber, que prefería ser un Sócrates insatisfecho a un cerdo satisfecho? La satisfacción difícilmente puede presentarse como criterio de una vida lograda. La felicidad se sitúa al margen del par satisfecho-insatisfecho. Más bien, tiene que ver con hacer lo que uno quiere —y por consiguiente, con la libertad interior. Sin embargo, esto último no es posible sin obedecer a un mandato que no podremos cumplir… hasta el final. A lo sumo, permanecer fieles a su demanda —que no es poco. Nada que ver, por tanto, con poder hacer lo que uno desea. Un deseo, al fin y al cabo, reposa sobre una ficción.
La segunda surge a propósito de lo anterior: ¿podemos concebir una vida lograda al margen de la búsqueda de lo que en modo alguno cabrá poseer —de lo que solo admite, literalmente, ser amado y no solo deseado— y, por consiguiente, sin un cierto sentido de hallarnos ante lo que nos supera por entero? Si dudamos, entonces estaría bien que volviéramos a leer el relato de la caverna. Renunciar a ello supondría caer, sencillamente, en el nihilismo. Sin embargo, el liberalismo democrático, en definitiva, nuestro sentido de la tolerancia, no puede admitir dicho relato como normativo… sin regresar a un sentido aristocrático de la existencia.
La tercera: ¿es posible que una vida lograda —una vida que vaya más allá de la dedicación al hobby— no entre en conflicto con la polis? De hecho, si aceptamos la sentencia final de la Apología de Sócrates —una vida reflexionada tiene más valor que una sin examinar—, entonces, y teniendo en cuenta que la polis obvia lo que considera obvio, quien se interroga, aunque sin hallar respuesta, sobre lo que la polis da por descontado no termina de hacer buenas migas con la gente. Más bien, molesta.
La cuarta: ¿puede nuestra realización pasar de largo ante el hecho de que nuestra fina sensibilidad se asienta, como decía Walter Benjamin, sobre documentos de barbarie? La cancelación de quienes, con sus crímenes, hicieron posible que ahora podamos plantearnos cómo alcanzar una vida plena ¿no nos empuja a desantender nuestra responsabilidad histórica? ¿No es como si los hijos del capo, los que gracias a la sangre derramada por su padre viven en la abundancia, dijeran nosotros no tenemos nada que ver con él? Esa renuncia al padre, ¿no conserva algo de la culpa original? Sin embargo, ¿hay redención para esta culpa?
Pues eso.
de la integridad y la utilidad
mayo 24, 2025 § Deja un comentario
Probablemente, mentiríamos si con la mentira pudiéramos salvar la vida de aquellos inocentes que son perseguidos para colgarlos de un palo. Sin embargo, Kant, como sabemos, diría que no es esto lo que debemos hacer, moralmente hablando. Hay que decir la verdad siempre. Y solo con el único propósito de decir la verdad. De las consecuencias no somos moralmente responsables.
Ahora bien, cuando estas son indiscutibles, ¿podemos sostener que no cabe ninguna responsabilidad? ¿Qué deberíamos hacer, por ejemplo, si hemos capturado a quien colocó un maletín nuclear que está a punto de estallar en el centro de nuestra ciudad? ¿Ir arrancándole las uñas, pongamos por caso, hasta que nos diga dónde está? Mal, sin duda. O terriblemente mal. Pero ¿necesario?
Kant nos diría que este no es un asunto de la moral, sino, más bien, de la política. Y es así. Al fin y al cabo, la cuestión de la política es a qué estamos moralmente obligados hacer donde no es posible mantener las manos limpias. En clave teológica, podríamos añadir que esto es lo que tiene que Dios y mundo no terminen de hacer buenas migas. De ahí que, en el momento de tratar con el mundo, sea inevitable abrir la caja de Pandora. Quienes proponen el buenismo como solución a los males de este mundo, simplemente se lavan las manos a la Pilato. Pues imagínate que eres el único que se encuentra cara a cara con el hombre del maletín, teniendo el poder de dañarlo. ¿Bastaría con que mantuvieras una conversación o, incluso, que le abrazases? ¿Te encogerías de hombros si no consiguieras que confesase? No es posible moralizar el mundo hasta el final. Y para comprender el alcance de esto último hay que captar el doble sentido de este hasta el final.
nietzscheanas 68
abril 18, 2025 § Deja un comentario
El sacerdote venció. Pero la venganza del noble consistió en hacerse garante de la cristiandad. Pues el cristianismo, al convertirse en la religión oficial del Imperio, dejó atrás el Dios que se humilló a sí mismo para colocar al ente supremo en su lugar. Y de aquí a que este se revelase como ficción media un paso. La astucia del noble fue hacernos creer que fue él quien lo dio, aunque antes tuviera que transformarse en burgués, cuando lo cierto es que quién nos reveló el carácter ilusorio del dios-ente fue Dios mismo en la cima del Sinaí —y por extensión, en la del Gólgota.
nietzscheanas 67
abril 17, 2025 § Deja un comentario
Hay algo de nostalgia del padre en el desprecio del noble hacia el esclavo. Quiero decir que podríamos entender la figura del noble como un intento, aunque ciertamente inconsciente, de reivindicar, por parte de Nietzsche, la figura paterna en un mundo que, tras la muerte de Dios, ya no sabe qué hacer con ella. Y es que un padre —y aquí conviene tener presente que un padre no coincide necesariamente con nuestro padre biológico— no es quien, a diferencia de la figura materna, se deja llevar por el emotivismo ante la debilidad del hijo, sino aquel que le ordena levántate y anda. Algo así como la resurrección de los muertos. Un padre siempre dice: no te lamas las heridas, exigiendo que los demás te tengan en cuenta como si no hubiera nadie más que tú en el mundo. Aún queda mucha mies por segar.
nietzscheanas 66
abril 15, 2025 § 1 comentario
Alguien podría haberle objetado a Nietzsche que el desprecio del noble hacia el débil expresa, más bien, la debilidad que el noble no puede soportar en sí mismo. Y que por eso mismo, la nobleza del noble no sería, en el fondo, tan inocente como Nietzsche nos da a entender.
Sin embargo, Nietzsche hubiera respondido que este tipo de desprecio es propio, más bien, del esclavo. Pues el noble no tiene necesidad de despreciar de este modo. Pues su desprecio sería análogo a apartar la mosca que nos molesta. O más bien, aplastar.
último megacasting
abril 10, 2025 § Deja un comentario
La intención con la que hacemos lo debido no cuenta —ni tiene que contar— a la hora de valorar la integridad moral de quien cumple con su obligación. Pues dicha intención tampoco es que sea transparente. Al fin y al cabo, no hay intención o propósito que sean químicamente puros. Aunque, por eso mismo, también podríamos decir que no hay nadie moralmente íntegro. Ciertamente, podríamos decir que la buena voluntad es lo que no podemos evitar exigirnos unos a otros, incluso a nosotros mismos. Pues es el presupuesto desde el que condenamos a la amiga interesada. Sin embargo, teniendo en cuenta lo dicho, a saber, que no hay modo de determinar hasta qué punto nuestra intención es pura, el único criterio efectivo de valoración moral es el que tiene en cuenta las consecuencias de nuestros actos o decisiones. Si estas resultasen beneficiosas para la mayoría, entonces no habría nada que condenar… aun cuando lo que tuvimos que hacer para alcanzar dichas consecuencias, se supone que buenas, fuera desagradable o, incluso, intuitivamente inmoral. Pero ¿es así? Y si lo fuese, ¿podríamos deducir que la moral, en definitiva, el bien no tiene nada que ver con la integridad? ¿Cómo podríamos sostener lo contrario?
meditaciones cartesianas 22
abril 7, 2025 § Deja un comentario
La posibilidad de que nuestras representaciones mentales del mundo sean falsas, aun cuando nos parezcan indiscutiblemente verdaderas, no conduce a la certeza del cogito: la presupone. El ejercicio de la duda metódica no deja de ser un espléndido ejemplo de retórica eficaz. Un viejo chamán podría admitir, por ejemplo, que sus visiones solo son posibles durante el sueño o a través de alguna sustancia alucinógena. Pero nunca aceptaría la posibilidad de que no tengan nada que ver con el mundo al que accede, precisamente, mientras sueña o ingiere peyote. Pues está convencido de que, aunque sea necesaria una traducción, es posible la comunicación entre los mortales y el espíritu de los muertos, como quien dice. En cambio, una sospecha por defecto solo es posible donde, de algún modo, damos por sentado nuestra enajenación del mundo. Dicha sospecha presupone, de hecho, una alteración de la noción de verdad.
En el caso del chamán, lo verdadero es lo que tiene lugar o acontece en medio de cuanto sucede. Ciertamente, el chamán admite la posibilidad del error. Pero la entendería como un error de interpretación, en modo alguno como un delirio que solo estuviese en su cabeza. Esta posibilidad solo se plantea una vez la representación mental sustituye al haber del mundo como punto de partida de la aspiración a la verdad. Al partir de nuestras representaciones, la verdad solo podrá concebirse como adecuación entre estas y los hechos, la cual, al depender de un criterio de adecuación, será siempre problemática. Así, al tomar como punto de partida el contenido mental, la verdad, de haberla, únicamente podrá determinarse en relación con las condiciones de posibilidad de la experiencia y, por eso mismo, en relación con los esquemas conceptuales de la subjetividad. En este sentido, no es casual que la reflexividad moderna comience con la cuestión de la certeza, y no con la que se interroga sobre lo que tiene lugar en medio de cuanto simplemente pasa, esto es, no con la pregunta sobre lo que aparece en el aparecer. En realidad, las Meditaciones Metafísicas tienen muy poco de metafísicas. La certeza del cogito, al estar cargada de prejuicio, quizá no sea tan apodíctica como Descartes nos dio a entender.
nietzscheanas 65
abril 4, 2025 § Deja un comentario
Según Nietzsche, no hay algo así como la verdad. Todo sería perspectiva… si la palabra fuese adecuada. Pues una perspectiva es, en cualquier caso, relativa a algo que se sitúa más allá de cuanto podamos decir al respecto desde un punto de vista. Y, por eso mismo, suponemos que ese algo es un en sí al que podríamos acceder a través de un lenguaje cuya validez trascendiese, precisamente, la perspectiva. Para el racionalista este lenguaje sería, de hecho, el de la matemática. Ahora bien, según Nietzsche, al igual que para los empiristas, la matemática no dejaría de ser un artificio, una simplificación excesiva del en sí… si lo hubiese. De hecho, la idea de un en sí por debajo de las apariencias es, en última instancia, un truco del lenguaje —una ilusión lingüística.
Así, para Nietzsche no hay verdad —ni puede haberla— porque no cabe la posibilidad de hechos puros, hechos con respecto a los cuales, al estar al margen de la perspectiva, fuera posible establecer la verdad de nuestros enunciados acerca del mundo. No hay hechos que sean con independencia de los presupuestos que constituyen una cosmovisión —es decir, una perspectiva— y, por ende, un mundo. Los presupuestos que rigen, pongamos por caso, una cosmovisión religiosa —hay otro mundo por encima del que habitamos— no son los mismos que los que dibujan el perfil de nuestra actual visión científica del mundo. Por consiguiente, los hechos de la primera cosmovisión no serán los mismos que los de la segunda (y de ahí que Nietzsche dijera que hubo Dios… y que ahora en modo alguno podía haberlo). El chamán admitirá que tiene visiones del más allá porque ha ingerido peyote. Pero añadirá que no solo porque lo haya ingerido: si puede ver lo que ve es porque no cuestiona que haya otro mundo.
El ver es siempre un ver como. No hay visión que no posea una carga teórica —que no incorpore un cierto saber. Así, quien ve un martillo ve un clavo. Si no lo viese al ver un martillo, no vería un martillo, sino otra cosa —por ejemplo, un arma defectuosa o rara. El martillo sería la metáfora del clavo. La esencia del lenguaje es, por eso mismo, metafórica: cualquier cosa remite al resto. Todo es lo que no es —aunque Nietzsche, al carecer de instinto dialéctico, no llegó, ciertamente, tan lejos.
Sin embargo, qué ve aquel al que se le aparece algo incomparable —algo que, aun cuando pueda decir que es, no sabe qué es o en qué consiste. Ese algo absolutamente extraño se mostraría como un puro algo-ahí… y, por eso mismo, sería la metáfora de Dios, su símbolo o índice. Pues Dios es el nombre de lo absolutamente extraño u otro —de una pura alteridad. De asimilar a Dios —de verlo como, por ejemplo, un padre… a la hora de una idea de lo que pueda ser Dios—, Dios dejaría de ser Dios para devenir un dios a medida —a la medida, precisamente, de las condiciones de nuestra receptividad. Al fin y al cabo, lo extraño siempre se hace presente como algo relativo a unos esquemas sensoriales o mentales —y de ahí lo inevitable de la analogía: esto es como…. O dicho de otro modo, al añadir un cierto saber a la aparición de lo absolutamente extraño, Dios pasaría a formar parte del mundo. Y esto sería así aun cuando, debido a que ese saber continuaría siendo incompleto, al mismo tiempo dijéramos que pertenece a un mundo superior. En realidad, siendo más precisos, formaría parte del todo. Sin embargo, lo cierto es que lo absolutamente extraño u otro tiene que permanecer, por definición, como ab-suelto del todo, esto es, sin juicio —sin lenguaje. Nuestra necesidad de comprender a Dios expresaría, por tanto, nuestra congénita incapacidad para soportar a Dios y, en definitiva, para enfrentarnos a una alteridad sin rostro.
Es cierto que llegados a este punto, alguien podría objetar que los humanos seríamos absolutamente extraños para los ácaros del polvo, si fueran conscientes, y no por ello seríamos dioses. Sin duda, esta —que fuéramos dioses— sería su impresión. Pero se equivocarían. Pues no somos dioses. Como tampoco un dios es Dios.
Ahora bien, quien plantease dicha objeción no tendría en cuenta que esto es así tan solo con respecto a cualquier objeto insólito, no con respecto a la nada. Al menos, porque la nada es, de hecho, lo que en modo alguno cabe asimilar. Y por eso mismo, es lo único que puede comprenderse como lo absolutamente extraño. En modo alguno, la nada se hace presente como tal. Ninguna metáfora ontológica vale para la nada… salvo el todo, lo que no implica que la nada sea asimilable. Pues el todo tampoco lo es. Ciertamente, podríamos creer que la nada remite a, por ejemplo, el vacío. Pero esta remisión sería meramente literaria o epistemológica, en modo alguno ontológica. El martillo remite al clavo —y esta remisión es entre cosas (y por eso mismo, hablamos de una remisión ontológica: no se trata simplemente de hacerse una idea de la naturaleza de un martillo… como cuando comparamos la nada con el vacío). Ontológicamente, la nada solo puede remitir al todo. Pues hay el todo porque la nada no es. Es decir, porque la nada es en su negación de sí, hay el todo. Y aquí topamos, de nuevo, con Dios —con el acto creador que es Dios en sí. Pues Dios crea el mundo retirándose —o por decirlo en cristiano, vaciándose de sí mismo. Sin embargo, esto no deberíamos entenderlo como si primero hubiera Dios y, posteriormente, se vaciase de sí mismo. Nada hay antes del acto creador. Dios, en sí, es el acto de negación de sí en pos de lo otro de sí —en filosófico, el no es nada de un puro haber. En esto consiste el amor de Dios. Y nadie dijo que el amor no fuese excesivo, sin medida,terrible. Por el amor de Dios, hay Dios como el eterno por-venir de Dios. Y, consecuentemente, por este mismo amor hay el todo.
Evidentemente, lo anterior no es Nietzsche. Pero conecta con Nietzsche. O mejor, es lo que acaso hubiera dicho Nietzsche de poseer, como decía, un instinto dialéctico más afilado. Con todo, lo que sí intuyó Nietzsche es la profunda conexión entre nihilismo y el monoteísmo cristiano. Y esto es lo que cuesta, religiosamente, de tragar.
nietzscheanas 64
abril 3, 2025 § Deja un comentario
En Nietzsche podemos rastrear dos críticas al cristianismo. Una es explícita —y es la que figura en los manuales. La otra es subyacente y tira de ironía. Bastante. La primera se dirige directamente a la cristiandad —y podríamos decir que tiene que ver con la transformación del cristianismo en un platonismo para el pueblo, una vez se impone como la religión oficial de Occidente. La segunda es, según mi parecer, la más interesante. Pues se sirve del cristianismo para dinamitar la cristiandad. Pero aquí hay que leer entre líneas. En este sentido, es posible que Nietzsche entendiera el cristianismo mejor que muchos cristianos.
Conforme a la primera, el cristianismo, en tanto que platonismo popular, proporciona una sentido a la existencia —un hacia donde— desde las alturas, por decirlo de algún modo. Así, la vida posee un significado únicamente en la medida que encarna el ideal, lo que debe ser, en definitiva, lo que realmente vale… aun cuando sea hasta cierto punto. La vida, por consiguiente, no posee valor en sí misma. Ahora bien, lo que esto implica es que, desde la perspectiva cristiano-platónica, la vida, en cuanto tal, queda devaluada. Hasta aquí nada que no sepa quien haya leído a Nietzsche con un mínimo de interés.
En cambio, según la segunda, el ateísmo moderno es un hijo bastardo de la proclamación cristiana. Nietzsche, como decía, no lo afirma explícitamente (y por eso, hay que leer entre líneas). Pero es imposible, debido a su sólida formación teológica, que Nietzsche ignorase que los primeros en proclamar la muerte de Dios fueron, precisamente, los cristianos. Me cuesta imaginar que Nietzsche no tuviera en mente, al escribir y nosotros lo hemos matado tras proclamar la muerte de Dios, las resonancias cristianas de este nosotros. Y es que, conforme a la confesión creyente, quien colgó de una cruz no fue simplemente el enviado de Dios, sino el quién de Dios, aquel con el que Padre se identifica, —el Hijo—… y sin el cual Dios aún no es nadie.
Para el cristianismo, Dios tiene cuerpo. Al margen de su cuerpo, el haber de Dios anda rozando el del un nadie. Pues la encarnación no debe entenderse como si Dios adoptase un aspecto humano. De hecho, esta lectura del hacerse cuerpo de Dios fue condenada —y ferozmente— por la Iglesia, desde casi el principio. La presencia de Dios, al margen de la corporalidad, es la de un eterno ausente o en falta. Es decir, Dios no tiene otra entidad que la del cuerpo de quien acabó muriendo como un perro bajo el implacable silencio de Dios, aunque también abandonándose a Dios… lo que para Nietzsche sería, ciertamente, absurdo. Por consiguiente, según la confesión creyente, el único aspecto de Dios —su forma, esencia o modo de ser— es el de un crucificado en nombre de Dios… esto es, en su lugar. Desconcertante —muy desconcertante— para los que poseen una típica sensibilidad religiosa. Pues esta da por descontado que Dios existe en una especie de dimensión desconocida a la manera de un ente superior —o, si se prefiere, supremo—, tutelando, de manera a menudo incomprensible, la vida de sus criaturas. Y digo desconcertante, por no decir escandaloso o, sencillamente, inaceptable… para quien necesita decirse a sí mismo que goza del amparo de un poder sobrehumano.
En este sentido, podríamos sostener que, en tanto que aún no es nadie sin la adhesión incondicional del hombre de Dios, el Dios cristiano nos libera de la dependencia de lo divino, en definitiva, de lo gigantesco. Y nos libera porque la cruz revela la impotencia de Dios, al fin y al cabo, el envés del poder de la nada. Pues el poder que puede con el todo —el todopoderoso— es el de una nada que permanece agazapada en su negación de sí —y en esto consiste el amor de Dios— más allá del todo (y por eso mismo, de los tiempos). En realidad, el horizonte del amor siempre fue la inmolación.
Evidentemente, para el cristianismo el asunto no termina con la cruz. Pues hubo resurrección. Esta proporcionaría, por tanto, un hacia donde a la existencia. Sin embargo, probablemente Nietzsche nos diría que hay que aprender a leer. Pues que la resurrección de los muertos —ese imposible— se venda como la solución es como decir que no hay solución. En este sentido, el cristianismo, bien leído, sería un brutal ejercicio de ironía.
Así, en nombre de este Dios, estamos solos. Y por eso caben dos opciones. O bien, asumimos que somos hermanos debido a una común orfandad (y actuamos en consecuencia… esperando lo imposible). O bien, y esta sería la propuesta de Nietzsche, nos ponemos a bailar. Y da igual si lo hacemos rodeados de amapolas o encima de la pira de los gaseados. Todo vale. Y por eso mismo, nada vale. O al revés. Sin embargo, en el caso de emular a Dioniso, el dios bailongode la Antigüedad, lo que dejaríamos atrás sería, precisamente, lo que hasta el momento había constituido nuestra humanidad. No secundariamente, Nietzsche entendió el dilema de la existencia como un tener que apostar por Cristo o por Dioniso.
Con todo, la cuestión es quién será capaz de bailar de este modo. Pues este baile no es, ciertamente, para el hombre.
megacasting: ¿fue Kant el chino de Könisberg?
marzo 28, 2025 § Deja un comentario
Para Hume, no tiene sentido hablar de voluntad al margen de un sentirse inclinado a llevar a cabo un determinado propósito, el cual posee tan solo una base pasional. Pues la idea de un sujeto al margen de las pasiones —la idea de un sujeto que se propusiese un fin estrictamente racional— es una ficción. Quizá útil, pero una ficción al fin y al cabo. Kant, como sabemos, respondió al reto de Hume diciendo —aunque estas no fueran exactamente sus palabras— que no debemos confundir la fuerza de voluntad, la cual puede estar, ciertamente, motivada por la creencia de que uno se siente más satisfecho consigo mismo tras haber conseguido lo que pretende alcanzar con esfuerzo, con la voluntad que constituye lo que somos más allá —o por encima— de lo empírico. Pues esta voluntad, en definitiva, es una voluntad de segundo orden. O por decirlo de otro modo, una voluntad de voluntad. Si no fuese así, no rechazaríamos, en el fondo, la posibilidad de un sentirse bien… por haber ingerido, pongamos por caso, la droga de la felicidad. Pues no es lo que queremos. O mejor dicho, no es algo que podamos querer… siendo los seres racionales que somos.
Probablemente, Hume le hubiese replicado a Kant, de haberle leído, diciendo que, de hecho, teniendo en cuenta que no buscamos otra cosa que la felicidad, la mayoría elegiría, si fuese posible, tomar esa droga de la felicidad. Así, dado que el horizonte de cuanto hacemos o evitamos hacer es siempre el sentirse bien, quienes rechazaran la droga de la felicidad, lo harían porque creerían que se sentirían mejor rechazándola —porque creerían que serían más felices al hacerlo. ¿Quizá porque se sentirían más orgullosos de sí mismos? Es posible. Ahora bien, ¿qué le respondería Kant? Obviamente, hay que tener presente la objeción de Hume. No vale con repetir las tesis de Kant.
Kant, en plan práctico (y 4)
marzo 26, 2025 § Deja un comentario
Esta es la pregunta que rige la ética kantiana: ¿qué nos interesa a todos, seamos de aquí o de allí —que queremos, en el fondo, por el simple hecho de ser algo más que simios? Según Kant, como mujeres y hombres —aunque Kant diría como seres racionales… pues admite la posibilidad de racionales que no sean humanos—, no queremos otra cosa que libertad, no depender de nada que se nos imponga desde fuera, es decir, heterónomamente. Y esto por las razones que ya expusimos en su momento, la cuales apuntan, en definitiva, al hecho de que, espontáneamente, condenamos, pongamos por caso, a quien, cumpliendo con lo que exige una amistad, no tiene otro interés que servirse de ella para su propio beneficio, aunque este sea únicamente el de sentirse bien.
Sin embargo, la respuesta a nuestra pregunta inicial ¿no debería ser felicidad? Hume es lo que hubiera dicho. Y probablemente cualquiera de nosotros. Al fin y al cabo, no pretendemos nada que no sea sentirnos bien. Para Hume, y con respecto a los fines, no cabe ir más allá del sentimiento, las emociones, las pasiones. Toda intención —interés, propósito, fin— arraiga en la sensibilidad. De ahí que haya una multiplicidad de intereses. Y es que, aun cuando todos buscamos la felicidad, no tenemos tan claro qué es lo que nos hace particularmente felices.
Los tiros de Kant no irán, como sabemos, por ahí. Kant traza su pensamiento con punta fina. Pues hay que prescindir del rotulador grueso a la hora de distinguir entre las inclinaciones propias de las apetencias o deseos y la propia del querer —o en palabras de Kant, la propia de la voluntad—… lo que Hume, ciertamente, no hace. Esta distinción, en el fondo, corre pareja a la que media entre el sujeto trascendental y el empírico. Y, ciertamente, el sujeto empírico, aquella parte de nosotros que se encuentra sujeta a lo que de hecho prefiere —a inclinaciones heterónomas, sean biológicas o el producto de nuestra pertenencia a una determinada cultura— no pretende otra cosa que sentirse bien, esto es, felicidad. Hume se detiene aquí. Pues no encuentra razones para afirmar que seamos algo más que cuerpos que buscan, aunque conscientemente, su satisfacción.
Kant es, sin duda, más perspicaz. Y es que nuestra resistencia feroz a ser utilizados como medios de propósitos ajenos —al fin y al cabo, nuestra resistencia a la esclavitud—, para Kant, no expresa simplemente que, de hecho, ello nos disgusta enormemente. Pues si fuese solo que de hecho nos disgusta, podría darse la situación en la que no nos disgustase. Ciertamente, expresa un interés, pero un interés en modo alguno contingente —esto es, un interés que pueda darse… o no. Al contrario. Estamos ante un interés universal y necesario o inevitable. Esto es, ante un interés racional, independiente de nuestro particular modo de ser o de cómo hayamos sido educados. Pues tanto la universalidad como la necesidad son rasgos de la razón. De hecho, los rasgos. Kant se refiere, en definitiva, al interés que constituye nuestra dignidad y, por eso mismo, presente en cualquier hombre o mujer… aunque también en Yoda, por así decirlo.
Es verdad que podemos sentirnos muy a gusto siendo utilizados. Por ejemplo, cuando conseguimos ese objeto que tanto deseamos… debido a una campaña publicitaria eficaz. Pero una cosa no quita la otra. Pues lo que significaría este encontrarse tan a gusto siendo manipulados es que, al identificarnos con el deseo —al creer, aunque en falso, que es nuestro—, ignoramos que estamos siendo, precisamente, manipulados (y que, por eso mismo, no es nuestro). De hecho, basta con que nos digan que, sin ser conscientes de ello, hemos formado parte de un experimento que consiste en irnos inyectando deseos durante una temporada… para que nos extrañemos de lo que, hasta el momento, hemos considerado nuestro. Y si nos extrañamos —si vemos esos deseos como extraños— es porque, al fin y al cabo, lo más nuestro es el interés de no tener otro interés que el de hacer lo que queremos, es decir, querer —y aquí, para comprender lo que pretende decirnos Kant, no hay que ponerse demasiado románticos. Y es que uno solo quiere lo que se manda incondicionalmente a sí mismo, a saber, hacer lo debido por hacer lo debido, libremente, sin otro motivo que no sea el del respeto absoluto que el otro exige. Al fin y al cabo, somos, en el ámbito de lo práctico o moral, este obligarnos a nosotros mismos a la libertad. Más aún: en esto consiste la libertad, en un querer querer.
Con todo, la cuestión que, seguidamente, se planteará Kant es qué relación mantienen entre sí la integridad moral —la autonomía— y la felicidad. De hecho, no parece que vayan de la mano. Pues, lo habitual, es que, en este mundo que nos ha tocado en suerte, las personas moralmente íntegras no tengan las de ganar. Sin embargo, sería absurdo que integridad moral y felicidad no terminasen yendo de la mano. Deberían ir de la mano. De ahí que Kant remita al reino de los fines —esta es su expresión—, aquel en el que una será el envés de la otra. Evidentemente, Kant tiene en mente un reino post mortem. Pues nuestro mundo no puede garantizar que integridad y felicidad anden a la par. Tan solo, Dios en su reino. Por eso Kant sostendrá que Dios es el postulado de la razón práctica.
¿Se trata de una mera creencia? No, exactamente. Pues la base de este postulado no es la necesidad de que la película termine bien —de que tenga un final feliz—, sino el absurdo que supondría que, de hecho, no fuese así. La esperanza de que libertad y felicidad vayan de la mano reposa, por tanto, en que lo contrario, de darse definitivamente, sería inconsistente, no ya con nuestra persistente inclinación a la felicidad —al sentirse bien—, sino con nuestra naturaleza racional. Pues la libertad solo se ejerce en relación con lo bueno —con la máxima moral. Y, dado que también somos seres sensibles, el otro lado de la realización de lo bueno es el sentirse bien. Si de hecho integridad moral y felicidad no van a la par es porque el mundo, sencillamente, no lo admite. No porque no tenga que ser así. Por eso Kant dirá que, en relación con la felicidad, de lo que se trata, mientras sigamos en este mundo, no es de buscarla a cualquier precio —pues, en ese caso, renunciaríamos al ejercicio de la libertad—, sino de hacernos dignos de ser felices.
Kant, en plan práctico (3)
marzo 23, 2025 § Deja un comentario
Llama la atención que Kant considere la voluntad como razón práctica. Pues ¿de qué modo la voluntad podría presentarse como racional? Para entender qué es lo que pretende decirnos Kant al respecto, hay que tener en cuenta que, como sujetos, estamos sujetos a diferentes demandas —pues de no estar sujetos a nada no seríamos nadie. Sin embargo, no todas son racionales, es decir, incondicionales. La razón manda —y manda sin que sea posible plantear objeción alguna (y en esto consiste su carácter incondicional). En tanto que seres racionales somos quienes se hallan sujetos al mandato de la razón. Así, en el terreno del saber, la razón exige pensar conforme a las reglas de la lógica. Pues no hay mundo que no se ajuste a dichas reglas. Sencillamente, no pueden haber hechos contradictorios. Necesariamente, si A es mayor que B, y B mayor que C, entonces A será mayor que C. No puede ser de otro modo. Es decir, la validez de este principio no depende de que se cumplan ciertas condiciones, por ejemplo, que el mundo no sea el de los Orcos. La pregunta sería, por tanto, qué manda la razón en el ámbito de la moral. Ahora bien, el territorio de lo práctico es, en términos de Kant, el del interés. De ahí que la pregunta sobre el mandato de la razón práctica equivalga a la que se interroga sobre la posibilidad de un interés —una motivación— racional… es decir, incondicional. ¿Qué es lo que queremos “sí o sí”, esto es, incondicionalmente?
La respuesta no puede apuntar, como es obvio, a un interés en concreto. Pues que nos interese esto o aquello dependerá de cuál sea nuestra circunstancia. De hecho, difícilmente nos interesaría lo que ahora nos interesa en particular —el nuevo iPhone, trabajar en una empresa de marketing, una casa en la Cerdanya…— si hubiéramos nacido, pongamos por caso, en la Mongolia más rural. En el caso de que hubiese un interés racional, este tendría que pertenecer a cualquier sujeto racional, sea europeo, indio… o extraterrestre. Esto es, no tendría que expresar un determinado carácter o psicología. Teniendo en cuenta que este interés es lo que somos en tanto que nos hallamos sujetos a la razón —y teniendo en que un interés exige, por definición, ser satisfecho —, el mandato con el que se expresa el interés racional debe comprenderse como un mandarse a uno mismo, y en definitiva, como voluntad. A este mandarse a uno mismo, Kant lo denomina autonomía (y aquí conviene recordar que este mandarse a uno mismo no se entiende si no tenemos en cuenta la escisión, en terminología kantiana, entre el sujeto trascendental y el empírico). Este mandato, en tanto que nos constituye como seres racionales, es categórico. O por decirlo de otro modo, no admite excusas.
La autonomía no debe entenderse, consecuentemente, como un obligarme a realizar un interés particular, por ejemplo, a terminar los estudios de medicina. Esto último tendría que ver con la fuerza de voluntad y, por extensión, con un particular modo de ser. Pues no todo el mundo posee la misma fuerza de voluntad o firmeza a la hora de llevar a cabo lo que se propone. En cambio, todos los seres racionales se encuentran sujetos al interés de no depender de nada ajeno a ellos mismos, de nada que no pertenezca intrínsecamente a lo que, en definitiva, son, a saber, sujetos racionales. A este interés, como decía, Kant lo denomina voluntad. Por eso, Kant sostiene que tan solo es buena la buena voluntad, esto es, la voluntad en su sentido más universal, la que se expresa a través del imperativo categórico, aquel que exige hacer lo debido —el mandato de la máxima moral: dirás la verdad, no robarás…— con el único interés o propósito de hacer lo debido, al fin y al cabo, por el otro. La mala voluntad sería, por tanto, aquella cuyo propósito o interés obedece principalmente al temor a ciertas consecuencias o a la búsqueda de la aprobación de los demás. Así, la mala voluntad, al centrarse en un interés particular, no podría evitar que tratásemos al otro como medio y no como un fin en sí mismo. En este sentido, la mala voluntad no sería más que reacción a los estímulos del entorno. Como las bestias. De ahí que la buena voluntad sea sinónimo de libertad. Otro asunto es que, además, el cumplimiento del deber por puro sentido del deber nos haga sentirnos bien con nosotros mismo. Pero la genuina libertad no tiene nada que ver con el sentirnos bien… aun cuando, a menudo, confundamos la libertad con el sentirse libre —y por eso mismo, bien— ante la posibilidad de conseguir cuanto deseamos.
Consecuentemente, Kant distingue el imperativo categórico de los que denomina imperativos hipotéticos, aquellos cuya obligación depende de que admitamos una determinada condición. Por ejemplo, no debes robar… si no quieres ir a la cárcel o sentirte a disgusto contigo mismo. Resulta evidente que los imperativos hipotéticos no nos obligan incondicionalmente. En este sentido, son, en palabras de Kant, heterónomos. Su obligación se nos impone desde fuera, por así decirlo. Incluso cuando esta procede de nuestro cuerpo… como cuando tememos las consecuencias o buscamos una compensación. Pues el cuerpo, en tanto que conscientes de nosotros mismos, siempre se encuentra, en cierto sentido, enfrente. En cambio, el imperativo categórico es al que nos encontramos sujetos… en tanto que sujetos racionales, al margen de cuál pueda ser nuestro carácter particular. Al fin y al cabo, hablamos de un imperativo universal, el que nos manda, precisamente, ser libres. Este es el único interés de los seres racionales (y como racionales).
Así, conforme al imperativo categórico, no basta con cumplir solo con la máxima —no robarás, dirás siempre la verdad…—, sino cumplir con la máxima sin otra intención, propósito, o interés… que el de cumplir con la máxima. Es decir, sin otra voluntad. Según Kant, no somos buenos, moralmente hablando, solo porque cumplamos con la máxima. Pues cabe hacerlo impulsados solo por el miedo o la necesidad de agradar. En cualquier caso, seríamos simplemente legales , pero no moralmente íntegros. Ahora bien, esto no es así porque lo dijera Kant —no es una opinión de Kant—, sino que Kant lo dice… porque es así. De hecho, nadie, sea de dónde sea, diría de alguien que da de comer al hambriento que es bueno, moralmente hablando, porque lo hace para mostrarse como individuo ejemplar. O, por poner otro ejemplo, Incluso un esquimal condenaría al amigo interesado, aquel que es fiel movido únicamente por una fin particular, esto es, utilizando al amigo como medio para conseguir ese fin. Quien comprende lo que quiso decirnos Kant, comprende, por tanto, que la voluntad que, en definitiva, somos exige cumplir con el deber por puro sentido del deber —la expresión es de Kant. Es decir, nuestro interés racional exige —e incondicionalmente— hacer lo debido por hacer lo debido, esto es, con buena voluntad.
Con el fin de clarificar el imperativo categórico, Kant ofrece, principalmente, tres formulaciones. La primera dice más o menos lo siguiente: que, a la hora de cumplir con la máxima, tu interés pueda ser el de cualquiera. Es decir, que tu único interés sea el de cumplir con la máxima desinteresadamente, esto es, sin un interés particular.
La segunda formulación —que tu máxima pueda entenderse como una ley universal— constituye una vuelta de tuerca. Pues se trata de evitar caer en la tentación de procurarse una máxima a medida. No cualquier máxima puede presentarse como máxima que podamos obedecer con buena voluntad. Tan solo aquellas que puedan valer para cualquiera. Por ejemplo, no podríamos mentir por mentir como si podemos decir la verdad por decirla. Pues sería contradictorio obligarse a uno mismo a mentir siempre. Esta máxima no puede, lógicamente, convertirse en ley universal sin bloquear el uso del lenguaje. De ahí que la libertad solo puede realizarse en relación con la máxima moral. La verdadera autonomía —el darse a uno mismo la ley— no debe entenderse, por tanto, como darse a uno mismo la máxima.
La tercera —trata al otro como un fin en sí mismo, y no como un medio— es, diría, la más reveladora. Pues expresa lo que está en juego con el hacer lo debido por hacer lo debido, a saber, el ser fiel por serte fiel, el decir la verdad por decirte la verdad. En definitiva, por ti. Kant, en este contexto, hace referencia al sentimiento de respeto que acompaña a la buena voluntad, un sentimiento que Kant considera… racional. Esto último resulta un tanto extraño, si se piensa bien. Pues no parece que los sentimientos casen con la razón. Ahora bien, si Kant utiliza el adjetivo racional en relación con el sentimiento de respeto es porque se revela, una vez comprendemos qué significa estar sujetos al imperativo categórico, como el envés del interés racional. En cualquier caso, para comprender mejor el carácter racional del sentimiento de respeto, podemos leer las entradas tituladas el ego de Kant (1 y 2).
Sea como sea, lo que Kant viene a decirnos es que no hay otra libertad que la del querer por querer. Y uno solo puede querer honestamente el bien. Preguntarse por la existencia de un interés racional equivale a preguntarse por lo que queremos incondicionalmente. Por eso mismo, no deberíamos confundir el querer con el desear o el apetecer. Al menos, porque todo deseo o apetencia son, de hecho, un implante —o, en términos de Kant, demandas heterónomas. Aun cuando nos resulte gratificante el que podamos realizar cuanto nos apetece o deseamos. Por contra, la demanda de la voluntad se nos impone a priori —pues de entrada,somos este estar sujetos al mandato racional. Esto es, su exigencia no depende de nuestra educación o de la cultura a la que pertenezcamos.
Ciertamente, nunca podremos determinar hasta qué punto de hecho nuestro interés es inmaculado. Pues, humanamente, no hay interés —intención, propósito…— que sea químicamente puro. Al fin al cabo, no solo estamos sujetos a las exigencias de la razón. En el terreno de lo humano, todo es mezcla. Pero esto no impide que ignoremos en qué consiste la integridad moral. Pues lo que queremos, en el fondo, es querer. Es decir, libertad. Otro asunto es que creamos, equivocadamente, que la libertad va de la mano de sentirse libres porque podemos hacer cuanto deseamos.
Kant, en plan práctico (2)
marzo 11, 2025 § Deja un comentario
NB:
Alguien podría preguntarse —y sirva este comentario como nota al pie— qué significa decir que somos “ambos sujetos” —el sujeto empírico y el trascendental. ¿Quién está sujeto, por un lado, a las exigencias de lo empírico y, por otro, a las de lo trascendental? No parece que haya un quien al margen de este estar sujeto a ambas exigencias. Pues el quien —el hecho de ser alguien— va, precisamente, con este hallarse sujeto a. Sin embargo, es igualmente obvio que tiene que haber algo así como un sustrato que esté sujetado por. ¿Cuál sería su naturaleza? Si por naturaleza entendemos modo de ser, ese sustrato, en sí mismo, carecería de naturaleza… en tanto que el modo de ser es determinado por un estar sujeto a. Hablamos, por tanto, de una realidad sin naturaleza, la de una pura conciencia de sí, del estado que consiste, precisamente, en un continuo diferir de sí mismo, es decir, de la serie de rasgos, demandas, expectativas… con las que nos identificamos y, por extensión, hacen posible el alguien —el quien.
Ahora bien, el peso de la exigencias que constituyen al sujeto trascendental no es el mismo que el de aquellas que conforman al sujeto empírico. Y ello porque el que seamos conscientes depende de la racionalidad, esto es, de su mandato, el que nos obliga, en definitiva, a la libertad. Como veremos, el que, en el fondo, no queramos otra cosa que la independencia de las contingencias que nos atan o someten, por muy gratificantes que sean —al fin y al cabo, que en lo más íntimo queramos ser libres— es el envés de la conciencia de sí. Pues esta conciencia es, como decía, un continuo diferir —un continuo hallarse más allá— de cuanto, estando en nosotros, nos obliga simplemente a reaccionar. Y ello a pesar, como decía, de que estas reacciones nos resulten satisfactorias.
Kant, en plan práctico (1)
marzo 11, 2025 § Deja un comentario
- Kant se pregunta si la razón tiene un interés práctico. Es decir: si la razón, en lo relativo a la moral —práctico, en Kant, es sinónimo de moral—, posee fuerza motivadora, un interés propio. La cuestión se plantea frente a Hume, el cual, como sabemos, sostuvo la tesis de que la razón es esclava de las pasiones. Así, esta podrá indicarnos cuál es el mejor medio para alcanzar un determinado fin, pero en modo alguno puede señalarnos cuál tiene que ser, precisamente, ese fin. Para Hume, son las emociones —las pasiones— las que determinan la finalidad de cuanto hacemos o dejamos de hacer. Por tanto, la pregunta sería si el deber de respetar a nuestro semejante, pongamos por caso, se nos impone simplemente porque nos hace sentir bien o si, por el contrario, se trata de un deber exigido por la razón… al margen de cómo nos podamos sentir al respecto
- Conviene tener presente que cuando Kant se refiere a la razón práctica, la palabra razón no arrastra las connotaciones habituales, a saber, aquellas que remiten a la lógica, la matemática…, en definitiva, al conocimiento. En este contexto, lo que Kant tiene en mente es, sobre todo, el carácter coercitivo de la razón, el hecho de que la razón manda —y manda categóricamente, es decir, sin posibilidad de objeción. Ahora bien, el mandato racional no es extrínseco o, por emplear el término de Kant, heterónomo —esto es, no se nos implanta desde fuera, como podría ser, por ejemplo, una buena costumbre—, sino que nos pertenece como aquello más íntimo. Y nos pertenece en tanto que sujetos racionales. La subjetividad —el que seamos alguien para nosotros mismos— es indisociable de estar sujetos a obligaciones, mandatos, exigencias que van más allá del instinto. De lo contrario, seguiríamos siendo unos bonobos más o menos satisfechos. Por consiguiente, que seamos sujetos racionales significa que somos los que se encuentran sujetos a los requerimientos de la razón (y no solo a los del instinto). La pregunta es, por tanto, qué es lo que manda la razón en el territorio de la moral, en definitiva, qué es lo que nos exigimos a nosotros mismos en tanto que seres racionales.
- Entender lo anterior supone entender que la razón, moralmente hablando, es sinónimo de voluntad. Pues la voluntad, en tanto que supone un obligarse a uno mismo, es imperativa. Ciertamente, la apetencia o el deseo poseen también un carácter imperativo. Así, cuando algo nos apetece o es deseado nos sentimos empujados —y a menudo fuertemente— a poseerlo. Pero esta obligación, como decía, siempre se nos impone desde fuera. Nos apetece, por ejemplo, tomarnos un trozo de pastel porque el cuerpo necesita azúcar. O deseamos esa camiseta fosforito… porque es la que llevaba Taylor Swift en su último concierto. Toda apetencia o deseo son un implante externo. Si creemos que el deseo es nuestroes únicamente porque nos identificamos con él —porque damos por descontado que nuestra identidad o, incluso, felicidad dependen de que podamos realizarlo. Pero nadie elige su deseo o apetencia. Más aún —y por eso mismo, según Kant—: nadie es su deseo o apetencia, aun cuando nadie pueda desembarazarse de ellos.
- Es verdad que cuando nos proponemos alcanzar un objetivo cueste lo que cueste —cuando le ponemos voluntad a algo— el fin nos viene inicialmente dado. Es decir, que tampoco lo elegimos. Quienes estudian medicina, por ejemplo, comenzaron sus estudios porque fueron previamente motivados por su entorno. No hay nada racional en ese fin. Pero que esto sea así no quita que tenga sentido decir que eligieron estudiar medicina cuando, sintiendo la tentación de abandonar, perseveraron en su propósito inicial. Sin embargo, según Kant, los tiros de la razón práctica —de la voluntad como razón— no van por ahí. En Kant, el término voluntad no es sinónimo de fuerza de voluntad… a pesar del aire de familia. La fuerza de voluntad sería, más bien, un rasgo del carácter, mientras que cualquier sujeto racional, sea cual sea su carácter, se encuentra, precisamente, sujeto al mandato de la voluntad —de la razón práctica—, el cual, como veremos, se caracteriza por su incondicionalidad. La voluntad, más allá de la fuerza de voluntad, es un querer querer. O por decirlo en kantiano, autonomía, una darse a uno mismo la ley, en definitiva, un mandarse que no admite excusas o condiciones. Pero esto lo explicaremos con calma más adelante.
- De ahí que Kant distinga entre el sujeto empírico y el trascendental. Y es que, si no fuese posible distinguirlos, la expresión darse a uno mismo carecería de sentido. Somos ambos sujetos —y quizá por eso esta distinción nos recuerde, aunque sin coincidir, a la que establecieron en su momento Platón y Descartes entre cuerpo y alma, cada uno a su modo. El sujeto empírico sería nuestro particular modo de ser —nuestra psicología o carácter—, siendo en buena medida el resultado de cómo reaccionamos, tanto intelectual como emotivamente, a los estímulos de nuestra circunstancia. El sujeto trascendental, en cambio, está por entero sujeto al dictado de la razón… con independencia del contexto histórico o cultural del que de hecho —empíricamente— forme parte. En realidad, es este hallarse sujeto. Podríamos decir que se encuentra por encima del sujeto empírico. Esto es, lo trasciende. Al fin y al cabo, no hay modo de comprender la subjetividad donde nos ahorramos la escisión que la constituye. Recordemos lo que hemos dicho tantas veces sobre el chimpancé, a saber, que, a diferencia de los humanos, no tiene cuerpo, sino que es cuerpo. Esta distinción entre el sujeto empírico y el trascendental corre paralela a la que media entre la apetencia o el deseo, por un lado, y el querer, por otro. Aun cuando a menudo no distingamos entre apetecer, desear y querer, no se trata exactamente de lo mismo.
máquinas autoconcientes
febrero 19, 2025 § Deja un comentario
La pregunta sobre si la IA podría llegar a la autoconciencia se presta a malentendidos… donde no tenemos en cuenta que la conciencia de sí tiene como base lo traumático. Una IA ¿podría temblar donde irrumpe el fantasma, esa figura de la alteridad? ¿Podría sentir la posibilidad de ser devorada? ¿Podría temer a un padre? ¿Sentirse culpable? Es verdad que cabría programarla para que pudiera simularlo. Incluso a la perfección. Pero sin cuerpo no es posible que experimente ningún trauma. Pues el origen de la conciencia es un disentir del propio cuerpo —ese no terminar de ser aquello con lo que nos identificamos. Y por vergüenza de sí. Puede haber máquinas que funcionen mal. Pero no taradas. Tampoco ningún simio tienen tara. Aunque algunos nazcan con defectos. La tara nos pertenece… hasta el punto de que somos los que son un problema para sí mismos —aquellos que deben resolverse. Así, una IA nunca podrá desarrollar una conciencia porque, sencillamente, en modo alguno tendrá que batallar con un inconsciente. O al menos, eso es lo que me atrevería a decir. Al fin y al cabo, no hay mente sin cuerpo.
Otro asunto es que, de darse la posibilidad de fabricar replicantes, no lográsemos, prácticamente, distinguirlos de los humanos. En el fondo, se trataría de la cuestión que planteó Leibniz sobre la identidad de los indiscernibles. Pero una cosa no quita la otra. El test de Turing, al centrarse en la conversación, quizá resulte insuficiente.
el ego de Kant (y 2)
febrero 17, 2025 § Deja un comentario
La idea de que no hay hechos morales, sino, en su lugar, una interpretación moral de los hechos —la tesis de que el bien y el mal no residen en la naturaleza de las cosas, sino que surgen de nuestra capacidad para ponernos en la piel del semejante—, se apoya en la suposición de que una inteligencia netamente superior —una inteligencia extraterrestre— que no pudiera identificarse con nosotros, tampoco vería el mal en, pongamos por caso, las duchas de Auschwitz.
Sin embargo, con respecto a lo anterior, podríamos plantear la siguiente objeción: si hablamos de una inteligencia, aunque netamente superior, entonces es imposible que no llegara identificarse con nosotros, aunque solo fuese hasta cierto punto. Por consiguiente, podría empatizar con los gaseados y, por consiguiente, podría creer estar viendo la encarnación del Mal en los lager… al igual que nosotros creemos verlo en los combates sin piedad entre chimpancés. Aun así, también podría vernos como despreciables, como ratas, como la tara que no puede soportar para sí mismo y que necesita externalizar. Pues la identificación posee dos lados, uno de los cuales no es, precisamente, agradable.
Por tanto, el experimento mental de una inteligencia inconmensurablemente superior no sirve como argumento para demostrar que no hay ni bien ni mal en la naturaleza de las cosas. El único argumento sería que una descripción científica del mundo no contempla ni el bien, ni el mal. Tan solo reacciones. Pero aquí cabría preguntarse si el sentido de lo real se decide exclusivamente en relación con los hechos a los que apunta dicha descripción. Sin embargo, este es otro asunto.
Kant no regó fuera de tiesto cuando se propuso fundamentar racionalmente nuestro sentido del deber moral. Pues si la razón careciese de poder motivador —si lo único que nos impulsara fuesen las emociones más o menos elementales—, entonces nunca podríamos liberarnos del poder de las apariencias. Y aquí hay que tener en cuenta que las apariencias, por lo que decíamos antes, tanto nos mueven a abrazar al que sufre como a abrir la espita de las cámaras de gas.
Sin embargo, dicho fundamento obliga a reconocer el carácter impracticable del otro en cuanto tal. La alteridad del semejante impone un respeto innegociable. Y ello al margen de la experiencia. De hecho, sensiblemente no cabe ningún respeto. A lo sumo, un trato amable. Pues el carácter absolutamente otro del semejante solo es accesible a la inteligencia. Es lo que tiene que haya cuerpos de por medio.
para despertar del sueño dogmático: una de Hume
febrero 13, 2025 § Deja un comentario
Ni el bien, ni el mal están presentes en cuanto nos rodea. Es decir, no hay hechos que sean buenos o malos, desde una óptica moral, sino en cualquier caso sucesos, acciones, gestos… que nos parecen buenos o malos. Una inteligencia extraterrestre que no pudiera identificarse con nuestra especie vería nuestras guerras como un mirmecólogo observa el combate entre las hormigas rojas y las negras: cuestión de supervivencia. Que el lobo se coma a la oveja no es algo injusto de por sí… aun cuando la escena pudiera resultarnos desagradable. Como tampoco es injusto que la oveja se alimente de hierba. Es lo que hay, sin más. De hecho, la vida avanza devorándose a sí misma. Y tiene que seguir siendo así… para que, precisamente, continue habiendo vida.
Es verdad que, de manera espontánea, condenamos el asesinato del inocente. Pero solo porque emocionalmente nos perturba. Y nos perturba porque, en el fondo, nos identificamos con la víctima. Ahora bien, de lo anterior se desprende que las distinciones morales no obedecen a razones que se impongan universalmente. En realidad, los motivos de dichas distinciones no andan tan lejos de aquellos por los que nos sentimos inclinados hacia lo que nos gusta o repudiamos lo que nos disgusta. Así, condenar el crimen sería, en definitiva, como hacerle ascos a una paella saturada de kétchup. Al fin y al cabo, la diferencia entre censurar el crimen y rechazar la paella con kétchup sería una diferencia de grado o intensidad, en modo alguno de naturaleza.
el ego de Kant —o vámonos arriba
febrero 12, 2025 § Deja un comentario
Según Kant, la raíz del imperativo moral —el hacer lo debido con el único interés de hacer lo debido— es el sentimiento de respeto. Pues, al fin y al cabo, hacer lo debido por puro sentido del deber equivale a un por ti. Que el otro no sirva como medio de nuestros intereses particulares. El otro es, sencillamente, un fin en sí mismo.
Sin embargo, a pesar de la palabra elegida —sentimiento— no estamos ante una asunto sentimental. Aquí el temor o la admiración no juegan ningún papel. De hecho, Kant apunta a una especie de oxímoron, es decir, a un sentimiento racional. ¿Cómo puede ser racional un sentimiento? ¿Acaso la razón no se ejerce fríamente?
La expresión se aclara, no obstante, si tenemos en cuenta que respeto significa, estrictamente, preservar la distancia de la alteridad. Así, lo que viene a decirnos Kant es que, si lo pensamos bien, esta distancia es infranqueable. Y digo si lo pensamos bien porque el reconocimiento del carácter otro de aquellos con quienes tratamos únicamente es accesible a la razón. Quiero decir que, dicho carácter, solo puede ser pensado. Pues la realidad del yo es la de un continuo diferir de sí mismo —en concreto, del cuerpo, el carácter… con el que se identifica. Y por esta razón el yo siempre se encontrará más allá de sí mismo. Por eso decimos que el yo es invisible… y, por extensión, intratable. En cualquier caso, trataremos con su cuerpo, pero nunca con el yo como tal —el yo que hay detrás. De hecho, en sí mismo, el yo no es nadie sin su cuerpo y, en definitiva, sin su modo de ser o carácter. Pero llega a ser real en el momento —un momento, de hecho, avergonzante— en el que la conciencia se enfrenta al propio cuerpo… como si fuera el de otro (y por eso mismo el cuerpo deviene propio). Hay yo porque, al fin y al cabo, el cuerpo es problemático. No hay cuerpo humano sin tara. Por eso, los chimpancés no tienen cuerpo. Son cuerpo.
Pues bien, si hemos entendido lo anterior, habremos entendido que debemos respetar al otro… porque no podemos hacer otra cosa que respetarlo. Y es que el yo en cuanto tal es un inútil. En tanto que siempre se encuentra, como tal, más allá de su corporalidad, no es posible utilizarlo. Y no porque sea, precisamente, una cosa que permanezca oculta tras el ropaje de la personalidad. En sí mismo —esto es, al margen de su relación con el cuerpo o el carácter con el que se identifica—, no es nadie. O mejor dicho, es no siendo nadie en sí. Es un continuo diferir de sí mismo. Así, el yo se dice a sí mismo: soy el no ser por entero lo que soy. De hecho, en esto consiste su profundidad —su densidad.
Con todo, aquí podríamos preguntarnos cómo es posible que debamos respetar al otro… si no cabe otra opción —si no podemos hacer otra cosa que respetarlo. Ciertamente, decimos que debemos, pongamos por caso, compadecernos del que sufre. Pero al decirlo damos por sentado que podemos no hacerlo. No es este, sin embargo, el sentido de la palabra deber cuando nos decimos que debemos respetar al otro. Aquí, ciertamente, no podemos no hacerlo. El otro —conviene insistir en ello— es un inútil. Pero no podemos no hacerlo… porque el deber de respetarlo va con su yo. Serían como las dos caras de una misma moneda. Al igual que con el agua va el que sacie nuestra sed. Ahora bien, si en ningún caso podemos hacer otra cosa, ¿por qué hablamos de un deber moral?
La respuesta es porque, precisamente, el yo en cuanto tal no es nadie. No solo somos yo, sino un yo con cuerpo. Sin cuerpo no hay yo. Así, por un lado —el lado racional— sabemos que la distancia que nos separa del otro yo es infranqueable —y que, por eso mismo, no podemos hacer otra cosa que mantenernos a distancia, es decir, respetarlo. Pero, en tanto que también tenemos un cuerpo, estamos condicionados —enormemente condicionados— por sus inclinaciones. El cuerpo, por decirlo en breve, va a su bola. Y los cuerpos siempre se servirán de otros cuerpos para satisfacer sus necesidades. Los cuerpos solo saben de cuerpos. Tan solo un cuerpo puede satisfacer otro cuerpo. Traducción: porque también somos cuerpo podemos tratar al otro como si solo fuera un cuerpo. Tan solo hace falta que nos dejemos llevar. Ahora bien, cuando nos dejamos llevar por el cuerpo —cuando tratamos al otro como un medio y no como un fin en sí mismo— no estamos a la altura, como quien dice, de lo que el otro exige por lo que es. Es como si no tuviéramos en cuenta lo que debemos —o deberíamos— tener en cuenta. De ahí el carácter racional del sentimiento de respeto.
empirismo, racionalismo… y Platón
febrero 1, 2025 § Deja un comentario
El contraste entre la filosofía griega y la moderna tiene que ver con la cuestión que se plantea en torno a la noción de realidad, a saber, si esta se identifica con la mera exterioridad o con el mundo, en definitiva, si tan solo lo absoluto es real —y lo absoluto es sin darse como tal— o si no hay más realidad que la del mundo… tal y como aparece, sea a la sensibilidad o a la razón.
El lema de Berkeley esse est percipi es un buen punto de partida para ver por dónde van los tiros del pensamiento moderno. Pues lo que sostiene Berkeley es que no podemos asegurar que haya un mundo en sí que esté por debajo o más allá de nuestras representaciones del mundo. Estas representaciones, las cuales son el resultado del trabajo que realiza nuestra mente con las impresiones recibidas, son, efectivamente, del mundo. Ahora bien, esto es así únicamente porque lo que hay es el resultado de operaciones mentales, las cuáles suceden espontáneamente. Si nuestra mente funcionase de otro modo, no es que el mundo nos pareciese distinto —esto es lo que daría por sentado el sentido común—, sino que sería distinto, es decir, otro mundo. Toda idea que no sea simple —toda idea que no sea una impresión— es, en definitiva, un constructo mental —y, por eso mismo, un supuesto de la mente, algo puesto por ella. Que ciertas ideas nos parezcan innatas —como, por ejemplo, la idea de sustancia o la de unidad— tiene que ver con el hecho de que no somos conscientes del proceso de construcción.
Sin embargo, el empirismo no puede negar la exterioridad como tal. Pues somos pasivos con respecto a las impresiones. O dicho de otro modo: estas son recibidas o dadas y, por eso mismo, podemos decir que vienen de afuera. Ahora bien, esa exterioridad no es el en sí del mundo —no es el mundo como tal. No hay otro mundo —otra “realidad”— que la construida por nuestra mente. La pura exterioridad no es nada en particular. Y por eso mismo, nada.
En cambio, según el racionalismo, los enunciados de la matemática describen adecuadamente el en sí del mundo. La sensibilidad sigue siendo incierta. Es decir, con el ver y el tocar no es posible trascender el horizonte de lo que nos parece, en definitiva, la perspectiva. Un color es una longitud de onda… al margen de cómo llegamos a percibirlo. En este sentido, el racionalismo legitima la cosmovisión científica, aquella según la cual —y por emplear las palabras de Galileo— Dios escribe en el libro de la naturaleza con el lenguaje de la matemática. La sospecha escéptica no afectaría a la razón como fuente del saber o criterio de certeza… porque, aunque en un momento dado pongamos en suspenso la pretensión de verdad de los enunciados de la matemática, la razón, simplemente sometida a las normas que constituyen su validez, es capaz de alcanzar la exterioridad —esto es, de demostrar que hay un afuera, un más allá de las representaciones mentales, aquel al que estas representaciones, precisamente, apuntan.
Veamos como procede la demostración. En principio, podría suceder que en el afuera “el gato estuviera vivo y muerto” —y que, siendo lo anterior inconcebible, y por eso mismo, siendo imposible, la razón fuese incapaz de garantizar hasta el final su pretensión de dar en el clavo de lo verdadero… entendiendo por verdad la adecuación entre lo pensado o dicho y los hechos del mundo. No obstante, si solo puedo estar seguro de mi existencia mientras pienso, entonces necesariamente hay un más allá del limite que supone dicho mientras, aunque ignore en qué consiste. El cogito y la exterioridad serían las dos caras de una misma moneda.
Sin embargo, que la exterioridad sea la propia de un mundo —y en concreto, del mundo que corresponde a una descripción matemática del mundo— es lo que aún faltaría por demostrar. Descartes solo pudo demostrarlo recurriendo a la bondad de Dios. Pero este argumento es, de hecho, un ejercicio de retórica. Pues cojea de algunos pies. Por ejemplo, no resulta evidente que la bondad de Dios quedase en suspenso si este hubiese querido limitar el alcance de la razón. La pregunta es, por tanto, ¿qué hay detrás de dicha retórica? ¿Cómo pasar de la exterioridad —de un puro afuera— al mundo sin apelar a un Dios que dejaría atrás su perfección si quisiera engañarnos?
Este paso, me atrevería a decir, solo puede darse desde el lado de la mera exterioridad. Al fin y al cabo, es cuestión de caer en la cuenta de que esta es, por defecto, contradictoria. Realmente, en el puro afuera, el gato está vivo y muerto. Pues, la exterioridad en cuanto tal, es decir, en tanto que indeterminada, incluye tanto el ser —hay el haber— como el no-ser —la pura exterioridad no es nada en concreto… y por eso mismo es no siendo nada. De ahí que la exterioridad en cuanto tal incluya todos los mundos posibles. Todas las posibilidades se dan al mismo tiempo, esto es, mientras aún no hay tiempo y, por eso mismo, nada.
Platón, como sabemos, se enfrentó a la cuestión de por qué había mundo y no tan solo idea. Dejando a un lado la solución imaginativa —el mundo es el resultado de un acto creador por parte de un demiurgo—, lo cierto es que, si lo pensamos bien, el ser, al margen de su aparecer, es no siendo nada. La contradicción es, por tanto, inherente al ser —a un puro haber. Por eso mismo, el puro haber no puede existir como puro haber. Tan solo puede hacerse presente negando su eternidad, en definitiva, su pureza —y por eso mismo, solo puede hacerse presente como el haber del mundo. En definitiva, dándose como aquello que no termina de ser.
Platón lo expresó a través del término participación. Y es que si las cosas que podemos ver y tocar están sometidas al tiempo —y en consecuencia, son siempre hasta cierto punto o nunca por entero— es porque, en definitiva, son, es decir, porque participan de la contradicción inherente al puro haber.
Nadie dijo que el clavo de lo verdadero —de lo que en verdad acontece en cuanto pasa— fuese fácil de clavar. Y menos, de aceptar.
esse est percipi (y 2)
enero 31, 2025 § Deja un comentario
Según el empirismo, el mundo es el resultado de las operaciones que realiza nuestra mente con las impresiones recibidas. Esta pasividad de fondo sería el índice de una exterioridad… con respecto a la cual no hay nada que saber. Pues, propiamente, no es nada en particular. Por consiguiente, no es que haya algo que permanezca incognoscible, más allá de nuestras representaciones mentales, sino que, siendo la idea de algo ahí —en definitiva, la idea de sustancia— un constructo mental, ni siquiera podemos afirmar que haya, precisamente, sustancias , algo que, estando por debajo, sostenga las sensaciones que, espontáneamente, le atribuimos. O dicho de otro modo, no es que nuestra mente deforme lo que el mundo es en sí mismo, esto es, al margen de cómo lo captamos o se nos muestra, sino que el mundo es el resultado de lo que la mente hace con la materia prima de las impresiones. No hay, por tanto, un mundo en sí. El mundo en sí es nuestra suposición. Y si ni siquiera podemos asegurar que haya un mundo en sí, no hay, estrictamente, un saber, teniendo en cuenta que la certeza es la marca del saber. El horizonte del conocimiento es, en cualquier caso, la creencia. El empirismo termina cayendo, inevitablemente, en el escepticismo.
Ahora bien, el empirismo es incapaz de pensar la exterioridad como tal. Al identificar realidad y mundo, lo cual es, ciertamente, de sentido común, no puede comprender la pura exterioridad —el puro haber— como la realidad de lo absoluto, el carácter absolutamente otro de lo real. Esta incapacidad es, de hecho, un producto lateral de la operación cartesiana que sitúa al cogito en el centro del saber y, en última instancia, un efecto de entender la certeza como el sello de lo verdadero. Así, a partir de Descartes, el punto de partida del acceso a lo verdadero ya no será un encontrarse expuestos a la desmesura de la exterioridad en cuanto tal, sino la necesidad de garantizar la verdad de nuestras representaciones del mundo. Dicho de otro modo, donde el sujeto ocupa el lugar de la alteridad extrema de un puro haber, lo verdadero —el acontecimiento de cuanto es— ya no podrá pensarse desde el lado de dicha alteridad.
O al menos, no podrá pensarse hasta Hegel. Pero Hegel fue una seta. A pesar de su influencia, ese malentendido. De hecho, difícilmente comprendemos la operación hegeliana si no caemos en la cuenta de que esta fue análoga a la que realizó en su momento el cuarto evangelista.
esse est percipi
enero 27, 2025 § Deja un comentario
La sentencia de Berkeley —esse est percipi— suele dar pie a malentendidos. Pues por lo común se entiende como si nos dijera que no hay nada que no se manifieste, de un modo u otro, a los sentidos. Pero el significado de la sentencia va más allá. Y es que, como sabemos, para el empirismo no hay idea —incluyendo la idea de sustancia o cosa— que no sea el resultado de una construcción mental sobre la base de sensaciones. Por tanto, no es que nuestra manera de percibir cuanto es deforme en cierta medida “la realidad” —no es que nuestra mente sea como una espejo cóncavo—, sino que no hay realidad más allá de la imágenes que se forman en nuestra mente. Esto es, no hay una realidad en sí que subsista por debajo de nuestras supuestas representaciones mentales de la misma. De ahí que si nuestro modo de integrar las impresiones que recibimos del exterior fuese muy distinto —por ejemplo, si fuésemos incapaces de asociar formas y sonidos—, no es que el mundo nos pareciese muy diferente, sino que sería muy diferente.
En cualquier caso, este es el resultado de partir de la sospecha y no del asombro. Y es que donde la pregunta inicial es aquella que se interroga sobre las condiciones de la certeza, si la hubiese, el final del trayecto será inevitablemente un yo incapaz de asegurar la verdad de sus afirmaciones acerca del mundo. Otro gallo cantaría si la pregunta fundamental fuese por qué hay algo en vez de nada. Al fin y al cabo, los presupuestos de la interrogación inevitablemente forman parte de la respuesta. Y la sospecha solo puede ejercerse como método donde la conciencia de sí se sitúa en el centro del mundo, ocupando el lugar de la alteridad propia de lo real.
Probablemente, se trate de un malentendido.
megacasting 2
diciembre 19, 2024 § 3 comentarios
Si el cogito se encuentra limitado por el mientras de su actividad mental, entonces automáticamente, como quien dice, hay lo que se halla fuera del límite: lo in-finito, literalmente, lo no-finito, la negación de lo finito, en definitiva, del yo. La pura exterioridad sería, por consiguiente, lo otro en absoluto. Sin embargo, también podríamos decirlo, en principio, a la inversa: desde el lado de lo absoluto, el yo sería su negación —su límite. Ahora bien, ¿cómo lo infinito puede admitir la limitación siendo, precisamente, infinito?
la quinta cuestión
noviembre 30, 2024 § Deja un comentario
¿Podemos decir que hay alma si esta no es observable —y mucho menos medible? Hoy en día, no parece que podamos afirmar como quien no quiere la cosa que existe algo así como un espectro interior que sobrevive a la muerte del cuerpo. Sin embargo, lo cierto es que la conciencia de sí no termina de coincidir con el cuerpo —ni siquiera con el carácter— con el que, por otro lado, se identifica. De hecho, si podemos decir que somos alguien y no solo algo es porque el yo difiere continuamente de sus rasgos. Así, y a diferencia del chimpancé, no somos cuerpo, sino que tenemos cuerpo (y por eso mismo, podemos relacionarnos con nuestro cuerpo e incluso transformarlo). Por otro lado, nunca tenemos suficiente con lo que satisface al cuerpo. En lo más íntimo, ¿acaso no aspiramos a lo que ningún mundo puede ofrecernos? Como si, en definitiva, no perteneciéramos al mundo. De ahí que nunca terminemos de encontrarnos en donde estamos. El lenguaje sobre el alma pretende, en definitiva, dar cuenta de esta inquietud. Que no podamos ver el alma no es un argumento para negar que haya alma. De hecho, hay materia, aunque, como tal, nunca llegaremos a verla. En cualquier caso, vemos su hacerse presente en las cosas que podemos ver y tocar.