suspensión de la incredulidad
abril 24, 2021 § 3 comentarios
Cuando uno está dispuesto a ver una nueva entrega de los superhéroes de Marvel o un nuevo episodio de Mickey y Goofy pone en suspenso su incredulidad. ¿Un tío verde y hecho de piedra destrozando edificios a puñetazos? ¿Una rata que habla? ¿Va en serio? Sí, pero solo en las películas. Y es que no podríamos tomarnos en serio a quien fuera por la ciudad disfrazado de murciélago con la intención de liberarla de los malos. Más bien, provocaría nuestra carcajada. Aunque si fuera capaz de volar —o, como decíamos, de destrozar edificios a puñetazos— antes nos preguntaríamos si acaso es un extraterrestre. Simplemente, estaríamos ante un dato que nos obligaría a revisar cuanto sabemos acerca del mundo (y de paso, los relatos sobre la lucha entre el bien y el mal). De hecho, la Modernidad traduce la esperanza en el Mesías —o en el deus ex machina de las tragedias griegas— en las fantasías de Marvel, las cuales, como toda fantasía, no deja de ser una proyección… de lo que quisiéramos para nosotros. Así, lo que fue una esperanza —un motivo de fe— quedó relegado al territorio de la sci-fi. Como si la antigua exposición a los poderes que nos sobrepasan fuera material para los guionistas con imaginación. Con las películas de la factoria Marvel —y también con las de terror— revivimos esos sentimientos que fueron silenciados con la crítica ilustrada a la superstición. Ya se sabe que el agua de un torrente termina yendo por donde puede. De ahí que hoy podamos decir ánalogamente que para creer tengamos que poner en suspenso nuestra incredulidad. Como en las pelis.
Ahora bien, esto es así donde el creer es lo que uno siente como verdadero —que hay Dios como puedan haber dioses; que ese Dios se interesa por nosotros, mejor dicho, por mí, etc. Dificilmente, donde el creer arraiga en esas historias —humanas, demasiado humanas— de quienes, sin Dios, dan un paso hacia Dios, mejor dicho, hacia el Dios que no es nadie sin el fiat del hombre. Son estas historias las que nos obligan a reconstruir, precisamente, el discurso más espontáneo sobre Dios, una reconstrucción que, sin embargo, religiosamente no estamos dispuestos a admitir. Al menos, mientras sigamos pendientes de un Dios que, siendo ya el que es, puede prescindir del hombre.
Dos jóvenes coreanos recalan en nuestras tierras para disfutar del asueto veraniego. Ambos quieren conocer nuestra forma de ver la vida. Kim se aloja en la celda de la casa de huéspedes de un monasterio. Sang se instala en una pequeña casa rural, donde convive con una familia.
En las tertulias que siguen a las cenas ambos charlan sobre la vida con sus anfitriones, Kim con los monjes del monasterio y Sang con los miembros de la familia. La religión cristiana forma parte de la conversación, los dos quieren comprender el éxito que ha tenido históricamente en Occidente.
Cuando Kim vuelve a casa sus padres le preguntan por su experiencia. Las palabras de su hijo, pronunciadas con indiferencia, se les antojan oscuras, pertenecientes a otro mundo. Les habla de un Dios único formado por tres personas, de un profeta que nació en Palestina hace dos mil años que era medio hombre y medio Dios y de una reunión semanal en un templo donde los fieles comen la carne y beben la sangre de aquel que, aseguran, resucitó de entre los muertos. La madre de Kim enarca las cejas, no comprende nada. El padre comenta que hace unos años leyó un libro sobre mitología griega que le recuerda este discurso, a base de dioses medio humanos que comían niños y muertos que volvían a la vida.
A la vuelta de Corea Sang reúne a los suyos excitado y les explica que ha vivido una experiencia transformadora. Dice haber convivido con una familia apasionante, ilusionada, esforzada. Según refiere Sang, todos ellos se desvivían día a día por hacerle sentir feliz en su hogar. El padre participaba en las actividades de varias ONGs de forma desinteresada y la madre colaboraba intensamente en las acciones caritativas de la iglesia de su pueblo. Los padres se desvivían por sus hijos y estos ayudaban en casa con una sonrisa omnipresente en su cara. La palabra que mejor caracterizaba aquel hogar era el cariño. La familia rezaba junta en casa y a continuación comentaban la vivencia personal que cada uno tenía de su religión. Le dijeron que eran cristianos. Le explicaron que su fe proclamaba un objetivo único para todos los hombres: el amor.
Kim no volvió a hablar del tema con su familia.
La madre de Sang se sentía inquieta, a la vez que ilusionada. Sabía que un cambio importante se había operado en el alma de su hijo.
Conseguir no ver contradicción entre doctrina y verdadera obra de amor al prójimo. Tiempo al tiempo para ver la lógica natural que se da entre ellas.
Saludos.
Apreciado Iñaki. El texto no persigue buscar el encaje entre doctrina y práctica del cristianismo sino precisamente lo contrario: separar ambas.
Jesús convenció a los que le seguían en sus explicaciones mediante las parábolas a los hombres sencillos, las que invitan a cambiar sus vidas. En las palabras del sermón de la montaña no hay referencias teológicas.
El hombre ha pervertido el mensaje de Jesús a lo largo de los siglos para su propio beneficio. Arrianos, nestorianos, montanistas, gnósticos, maniqueos, iconoclastas, calvinistas y un larguísimo etcétera se han peleado entre ellos para tener razón en asuntos bizantinos. Todo ello ha sido fruto del ego del hombre y el resultado ha sido la discordia y la sangre. Miles y miles de muertes.Todavía hoy es imposible hallar un punto de encuentro entre las distintas confesiones cristianas por temas tan peregrinos como el primado del Papa o el sacerdocio de la mujer. ¿Cuándo dejaremos de pelearnos por cuestiones doctrinarias?
El hombre ha caído una otra vez en el mismo error. Pobre Jesús.
Dios mío.