la tercera cuestión

noviembre 29, 2024 § Deja un comentario

Platón se pregunta por la naturaleza de lo real. ¿De qué hablamos cuando hablamos de lo real? La respuesta más inmediata es que lo real es lo que podemos ver y tocar. Y en cierto modo es así. Pues lo real es, por definición, lo que, estando ahí, aparece —se muestra, se hace presente… bajo un aspecto u otro. De hecho, el aspecto o forma de lo real es lo que podemos ver y tocar, es decir, lo que es accesible a nuestra sensibilidad.

Ahora bien, si lo real es lo que aparece de diferentes modos ¿qué es en sí mismo lo que aparece de un modo u otro? Por ejemplo, ¿qué es lo que aparece en un cuerpo bello en tanto que bello? ¿Es algo? Mejor ¿puede serlo?

En principio, lo que aparece o se hace presente en los cuerpos bellos la belleza. Vemos la belleza en los cuerpos que la encarnan o representan. Sin embargo, la belleza de los cuerpos bellos siempre se muestra relativamente, esto es, hasta cierto punto o medida. Ningún cuerpo bello es por entero bello. Al menos porque, en tanto que sometido al tiempo, va dejando de ser lo que en un momento dado parece ser, es decir, bello. Y lo que no termina de ser, propiamente, no es. Con todo, es innegable que hay belleza. ¿Qué sería, por tanto, la belleza en cuanto tal o en sí misma, es decir, al margen de su hacerse presente en los cuerpos bellos? Estrictamente, nada en concreto. Pues la belleza se concreta, precisamente, en los cuerpos bellos. No obstante, hay belleza… en tanto que se hace, de hecho, presente. ¿Cómo entender, por tanto, que haya belleza —que la belleza sea real— si, en sí misma, no es nada en concreto?

Como sabemos, la tesis de Platón es que el ser —lo real—, y con independencia de su mostrarse a una sensibilidad, es idea… y, por extensión, ideal —pues la idea es la norma, el paradigma de lo sensible… lo que nos permite ver o, cuando menos, tantear en qué medida un cuerpo es, por ejemplo, bello. La realidad de lo real —su en sí— es la realidad de lo abstracto. Pero ¿lo abstracto no es siempre el resultado de un proceso de abstracción —de un extraer mentalmente los rasgos comunes a una serie de cosas? ¿Cómo Platón puede decirnos que lo abstracto es real y no solo un contenido mental? Esto es, ¿qué razones pone encima de la mesa para demostrar que lo abstracto está ahí, fuera de nuestra mente?

Es evidente que lo que tienen en común las diferentes cosas es que son —que están ahí. Sin embargo, el ahí en cuanto tal —el que sean o estén ahí, al margen de que sean, además, un árbol, un hipopótamo, una piedra…— no es nada. Si se nos hiciera presente el ahí como tal —el ser absoluto, es decir, ab-suelto de lo concreto o particular— , no veríamos nada. Únicamente experimentaríamos la oscuridad y el silencio más impenetrables, en definitiva, la presencia de un simple afuera. O por decirlo de otro modo, la presencia de una ausencia. Sin embargo, la nada no es. El puro ahí —el ser puro o absoluto— no puede ser, no puede hacerse presente como tal. Por eso mismo, tiene que haber algo. Este tiene que haber algo es el envés del puro haber —de su no ser nada en sí mismo. De ahí que Platón diga que ser y deber ser —al fin y al cabo, el bien— sean, en definitiva, lo mismo. El puro haber —o ser— es no siendo nada y, por eso mismo, es negándose a sí mismo, como quien dice, como puro haber o ser. Ahora bien, las cosas se encuentran sometidas al tiempo —a un no ser por entero—… porque el puro haber —el ser en su carácter otro o absoluto— permanece como lo que es continuamente dejado atrás en su hacerse presente como el haber de las cosas.

De ahí que Platón afirme que hay un hiato entre lo real —el haber en cuanto tal— y su manifestación sensible —entre el mundo sensible, el de las cosas que podemos ver y tocar, y el mundo real, el de la idea, tan solo accesible a la razón. La realidad del haber en cuanto tal es la de lo abstracto. Y abs-tracto significa lo que queda liberado del trato. Por eso, lo real en sí es invisible —y, por eso mismo, intratable. Pero es. Aunque no sea nada en concreto.

primero: megacasting

noviembre 7, 2024 § Deja un comentario

El hombre y la mujer son lo que deben ser. Su naturaleza es inseparable de aquello que deberían llevar a cabo, precisamente, como humanos. Su humanidad va de la mano de una exigencia, en cierto sentido, moral. Así, el gen —lo que nos viene de fábrica y, por tanto, no cabe modificar sin dejar de ser lo que somos— posee un carácter normativo. Es decir, la mujer, por ejemplo, está programada genéticamente para ser madre y, por eso mismo, debe serlo. Otro asunto es que pueda serlo. Ahora bien, que una mujer no pudiera quedarse embarazada no niega la predisposición natural a engendrar que caracteriza a la mujer. Hablaríamos, propiamente, de una anomalía. La maternidad es, por tanto, el horizonte vital de la mujer, aquello que realiza su naturaleza o modo de ser.

Es verdad que, culturalmente, podríamos decidir manipular el gen femenino para suprimir esta tendencia natural… con el propósito de eliminar de un plumazo las servidumbres del embarazo y la crianza, de tal modo que, a partir de un momento dado, los hijos se tuviesen en un laboratorio. Sin embargo, el precio que pagaríamos de hacerlo sería el de la modificación de la naturaleza de la mujer. Es como si le añadiésemos un átomo de oxígeno al agua: que pasaría a ser otra cosa, en concreto, agua oxigenada.

Pregunta: ¿estás de acuerdo? ¿Por qué? Obviamente, has de tener en cuenta los argumentos de quienes opinarían lo contrario.

Platón o vámonos arriba: un ejercicio de lógica

noviembre 1, 2024 § Deja un comentario

  1. Se trata de comprender que nos está diciendo Platón cuando distingue entre dos mundos a la hora de enfrentarse a la pregunta sobre lo real, a saber, de qué hablamos cuando hablamos propiamente de lo real , esto es, en su carácter otro o absoluto.
  2. En principio, lo real es lo que es. Las cosas son, están ahí. Y por eso decimos que son reales. Ahora bien, nada es que no aparezca o se haga presente. La pregunta es, por tanto, qué es lo que aparece en lo que aparece como algo determinado, esto es, como cosa o ente. Con todo, no es fácil comprender el alcance de la pregunta. El árbol, la mesa, el hipopótamo… aparecen como árbol, mesa, hipopótamo. Y por eso podríamos decir que lo que aparece es, precisamente, aquello que los caracteriza como tales, a saber, su esencia. Así, cada árbol, mesa, hipopótamo… serían casos particulares de la idea de árbol, mesa, hipopótamo. Al igual que la belleza aparece en los cuerpos bellos. O la justicia, en las decisiones o leyes justas. Ahora bien, llegados a este punto conviene tener en cuenta que por idea Platón no entiende el concepto al que llegamos por abstracción tras constatar lo que tienen en común una serie de cosas semejantes. En cierto sentido, la idea existe independientemente de cuanto pueda representarla. Para entender mejor esto último, hay que poseer, como Platón, una mentalidad matemática, por decirlo así. Por ejemplo, podríamos dibujar la Torre Eiffel desde múltiples puntos de vista. Pero ningún dibujo, siendo de la Torre Eiffel, sería de la Torre Eiffel, esto es, de la torre Eiffel en sí o en cuanto tal. Propiamente, el dibujo de la Torre Eiffel al margen de cualquier perspectiva sería el plano de la Torre Eiffel y, en definitiva, el conjunto de las fórmulas matemáticas que hay detrás. Otro ejemplo: hay lo que se conoce como la proporción áurea. Pero nunca la veremos como tal. Siempre en aquello que la encarna, pongamos por caso, La Gioconda de Leonardo da Vinci. En cuanto tal, solo puede ser pensada.
  3. Sin embargo, el árbol, la mesa, el hipopótamo… antes que árbol, mesa, o hipopótamo son algo ahí (y que sean en primer lugar algo ahí es, precisamente, cuanto tienen en común). La pregunta por lo que aparece en cuanto aparece bajo tal o cual aspecto equivale a la pregunta por la consistencia del algo ahí… con independencia de cómo se nos muestra o aparece. ¿En que consiste, al fin y al cabo, que algo sea?
      1. La pregunta refleja, en el fondo, el orden jerárquico de las ideas. Un hipopótamo, por ejemplo, es un animal —y no, un mineral. La idea de hipopótamo se encontraría, así, por debajo de la idea de animal, oponiéndose esta última a la de mineral o, en general, a la de lo que no es un animal. Así, al igual que nos preguntamos por la consistencia del modo de ser del hipopótamo —¿en qué consiste ser un hipopótamo?— podemos preguntarnos por la consistencia de ser un animal. Sin embargo, lo cierto es que lo que tienen en común las cosas que son es, precisamente, que son. De ahí que la pregunta última o definitiva sea en qué consiste que algo sea o esté ahí. Es decir, en qué consiste, al fin y al cabo, el ahí en cuanto tal, al margen de un particular modo de ser ahí.
  4. Nada es que no se muestre a través de una serie de rasgos o características (y las implicaciones últimas de esta aparente obviedad las veremos más adelante). Todo cuando es posee una forma. Así, el árbol, la mesa, el hipopótamo… son lo que son debido a su forma —técnicamente, diríamos debido a que ejemplifican una esencia o modo de ser… el cual se expresa lingüísticamente como concepto. El primer Platón —el de los manuales de filosofía— dirá que el árbol, la mesa, el hipopótamo son lo que son porque participan de la idea de árbol, mesa, hipopótamo. Y solo participan porque el árbol, la mesa, el hipopótamo… en tanto que se encuentran sometidos al tiempo van dejando de ser lo que, en un momento dado, muestran ser. Pues cuanto no termina de ser, propiamente hablando, no es. Es como si su particular modo de ser les hubiera sido prestado. Pero ¿prestado a qué? A un algo ahí —y esta es, precisamente, la cuestión: cuál es la consistencia del mero ahí de algo, al margen de la forma o aspecto que nos muestra… si es que posee alguna consistencia. Pues nada es sin forma.
  5. Espontáneamente, hoy en día diríamos que lo que aparece en cualquier caso es la materia. De acuerdo. Pero, qué sería la materia en cuanto tal, es decir, al margen de su aparecer como árbol, mesa, hipopótamo… Esto es, al margen de su darse o hacerse presente en lo concreto. Un físico, actualmente, respondería a la pregunta escribiendo una fórmula en un papel. Ahora bien, la fórmula —la realidad de la materia como tal— posee una naturaleza abstracta: no es nada en particular —y porque no es nada en particular, dicha fórmula sostiene todo cuanto es. Esto es lo que Platón pretendía decirnos al afirmar que lo real es idea (y aquí hay que tener presente, una vez más, que por idea no se refería principalmente a la idea que nos hacemos o tenemos en mente). Por eso mismo, lo real, en cuanto tal, solo puede ser pensado… y pensado como lo que pertenecería a otro mundo, como quien dice, un mundo al que solo cabe acceder a través de la razón. En consecuencia, hablamos de un mundo meramente inteligible: la materia, en cuanto tal, no es visible o palpable. En cualquier caso, lo captado por nuestros sentidos son los diferentes modos de ser de la materia. La materia no pertenece al mundo de cuanto se encuentra ahí, al mundo denominado sensible (y no porque tenga sentimientos, obviamente). Más bien, lo trasciende. Con todo, aquí conviene tener en mente que Platón no habla propiamente de la materia, sino de lo real, del puro ser-ahí de algo —y por extensión del puro ser-otro.
  6. Para comprender mejor lo que quiso decirnos Platón —incluso más allá del Platón escolar— sustituyamos ser por haber. El haber es siempre el haber de las cosas. El haber en cuanto tal —el puro haber, el simple ahíno es nada. De aparecer, aparecería como la oscuridad y el silencio más absolutos. Esto es, como nada ahí —como un simple afuera sin forma o aspecto. Sin embargo, que hablemos de la nada ahí ya significa que no es simplemente nada. Pues se haría presente como un puro ahí. Es como si dijéramos que la nada es su negación de sí. El simple afuera —una pura exterioridad— sería, en este sentido el resultado de dicha negación. La nada se exterioriza como puro haber o afuera. En tanto que el puro haber no es nada, tan solo hay el haber de las cosas. Aristóteles, discípulo de Platón, cogerá este testigo. De hecho, su pensamiento fue un seguir estirando el hilo del último Platón.
      1. Porque la nada es no siendo nada, el puro ahí se revelaría como la negación de la nada. Y esto sería, literalmente, lo primero o absoluto: el acto —aunque se trataría de un acto sin sujeto agente— por el que la nada se niega a sí misma… por decirlo así. Y si este acto es lo primero o absoluto, la nada de un puro haber es lo continuamente dejado atrás en favor del haber de las cosas —en favor del mundo. No hay haber que no sea el de las cosas que podemos ver y tocar. Antes decíamos que nada es que no se muestre sin forma. Pues bien, esto equivale a decir que la nada se muestra o revela en su contrario, el mundo que nos ha tocado en suerte. Sin embargo, comprender esto último supone comprender que en su revelarse, la nada se oculta o retrocede más allá de lo visible. Si hay algo en vez de nada es porque, en definitiva, lo que hay no es nada.
      1. Ciertamente, nada hay que sea por entero —o que termine de ser— lo que, en un momento dado, parece ser. Todo se encuentra sometido al tiempo. Sin embargo, por eso mismo, las cosas son. Es decir, porque representan —participan de— lo absolutamente real… que, como puro haber, es continuamente negado o dejado atrás en favor del mundo —del haber de las cosas. De ahí el doble sentido de la apariencia, un doble sentido que deberíamos entender como las dos caras de una misma moneda. Por un lado, en las apariencias aparece lo real. Pero, por otro, las apariencias son ilusorias. Que ambas acepciones de la palabra apariencia vayan de la mano significa que las apariencias son ilusorias… porque son reales. O porque son reales… son ilusorias. En este sentido, podríamos decir que lo que hizo Platón fue pensar a Parménides hasta el final. Y lo que esto significa es en la dirección de Heráclito.
  7. La idea de un puro haber —la idea de Ser— es, por tanto, lo absoluto. Y absoluto significa, literalmente, lo ab-suelto o separado, soltado de, en definitiva, lo que no es en relación con o relativamente a . Y por eso mismo, es no siendo. Pues solo es o existe cuanto aparece. Ahora bien, nada aparece si no es en relación con un receptor —y por tanto, relativamente o desde una punto de vista. Por eso mismo, lo absolutamente otro —un puro haber— desaparece como tal en su aparecer como algo ahí —en definitiva, como el haber de las cosas. En este sentido, podríamos decir que hay lo absoluto —lo real como tal, esto es, en su carácter enteramente otro—, aunque su haber sea el de una negación de sí. El haber o tiene lugar siempre como el haber de las cosas —y por tanto, dando un paso atrás como puro haber—, o no tiene ningún lugar. Y decimos dando un paso atrás como puro haber porque el haber de las cosas es relativo. Todo cuanto existe se encuentra sometido al tiempo y, por esta razón, nada de cuanto cabe ver y tocar es por entero lo que parece.
  8. De ahí el hiato que, según Platón, separa el mundo real del aparente. En el mundo real —el mundo de la idea— no hay nada. Y lo que esto significa es que la idea es la negación de la nada —y por eso mismo, todo. Sin embargo, nuestro mundo es “real” —si las cosas están, ciertamente, ahí— porque el mundo real, lo absoluto es no siendo nada. Ahora bien, esto implica, a su vez, que lo absoluto, en tanto que absuelto, no admite la predicación o representación. Nada podemos decir de lo absoluto como tal… salvo lo que cabe decir con respecto a la idea de lo absoluto. Pues lo absoluto es absuelto, precisamente, de todo juicio. Y quien dice juicio dice afirmar algo sobre algo. Pues decir es, en definitiva, juzgar. Esto es así porque en el mundo todo es mezcla. No hay gesto, belleza, decisión… que sean químicamente puros. En cuanto es hay restos de no-ser —y esto es, en definitiva, el tiempo. Es lo que tiene que el haber sea, precisamente, negándose a sí mismo como puro haber. De esta negación de sí del haber, como quien dice, participa cuanto existe.
  9. Sin embargo, necesitamos juzgar, opinar, decir que cuanto nos traemos entre manos es tal y como lo decimos… para hacernos un mapa mental que nos permita orientarnos en medio de la complejidad. Pero lo cierto es que, pongamos por caso, no hay amor sin desamor, esto es, sin celos. O decisión justa que no pueda verse desde cierta óptica como injusta. O belleza, sin tara. Sin embargo, difícilmente podríamos orientarnos o tratar con cuanto nos rodea si no resolviéramos su ambigüedad mediante el decir que juzga antes de tiempo, esto es, mediante la opinión. Pues esta no admite la ambivalencia. En realidad, corta por lo sano… y mal. Así, fácilmente decimos que nuestra madre nos ama sin reservas, pues preferimos que sea así, evitando levantar la alfombra para ver que también ama el vínculo que mantiene con nosotros. Ambos aspectos del amor están presentes en el amor de una madre. La cuestión es en qué proporción. Pues cada madre ama a su modo. Y la proporción no es algo que podamos determinar con precisión. Al menos, porque el peso de cada aspecto del amor materno dependerá del momento o la circunstancia . En el fondo, la ignorancia socrática —el solo sé que no sé nada— es el resultado de un haber aprendido a vivir en la verdad. Esto es, irónicamente, en una especie de estado de suspensión. Como si todo, al fin y al cabo, fuese un como si. O por decirlo de otro modo, el como si lo es todo. El escepticismo socrático nunca fue un mero escepticismo, el cual se limita a constatar la imposibilidad de estar en lo cierto, sino el resultado, precisamente, del saber. Que no haya algo así como la verdad —que nada de cuanto existe sea por entero lo que parece— es porque hay la verdad —porque, en definitiva, lo verdadero del haber —su tener lugar o acontecer— es su negación de sí.
  10. Platón identificó la idea de Ser —de un puro haber— con la idea de Bien. La razón no es fácil de entender, aun cuando sea simple. El puro haber no es nada en concreto… y, por eso mismo, tiene que haber lo concreto. Ahora bien, lo difícil es comprender este por eso mismo. Pues hay que tener presente que el envés de la negación de sí del puro haber es un deber ser en el haber del mundo. Todo, por tanto, se encuentra bajo la exigencia de permanecer en lo que es. Y esto porque es. Así, por ejemplo, ningún cuerpo bello termina de ser bello… porque, en definitiva, debería serlo por entero. O por decirlo en general, que nada termine de ser o permanecer en lo que es —que todo se encuentre sujeto al paso tiempo y, por tanto, a su descomposición— presupone que siempredebería ser o permanecer. Y decir deber ser equivale a decir bien. De ahí que experimentemos la erosión del paso de los días como lo que no debería ser. En su negación de sí, la nada quiere ser, como quien dice, algo. Y esto es bueno: que haya algo en vez de nada.

      1. Difícilmente reconoceremos como madre a quien no se muestre como una buena madre. Ser madre va de la mano con tener que ser una buena madre. De lo contrario, hablaríamos de una simple progenitora o de un vientre de alquiler. Quien quiere ser médico —y no limitarse a ejercer de médico— quiere ser un buen médico. Ser significa ser por entero, esto es, integridad. Bien y ser se revelarían, por tanto, dos caras de una misma moneda. Otro asunto es que podamos determinar —que no podemos— hasta qué punto una buena madre es una buena madre.
      1. Sin embargo, y esto quizá nos conduciría más allá de Platón, el ser —el fondo permanente de un puro haber— se da o hace presente bajo la condición de su desaparición como tal. El haber en cuanto tal es dejando atrás su carácter absoluto o de puro haber. Por consiguiente, si ser y deber ser —el Bien— van de la mano, la concreción del Bien va con su no del todo. Y de ahí que lo que tiene que ser sea que lo que tiene que ser no termine de ser. Al fin y al cabo, el haber de las cosas participa del haber. Pero, por eso mismo, también de su negación de sí. O por decirlo a la manera de Heráclito, si todo fuese luz, no habría luz. Traducción: si no hubiese más que el puro haber, no habría el haber.

Ignacio, el sofista: un megacasting

octubre 24, 2024 Comentarios desactivados en Ignacio, el sofista: un megacasting

El bien o el mal no existen —dice, el sofista. En su lugar, lo que nos parece bueno o malo, moralmente hablando. Y es que con respecto a lo político-moral, no podemos ir más allá de lo que nos parece. No hay hechos morales —o leyes de hecho justas—, sino interpretaciones morales de los hechos. En el fondo, nuestras disputas sobre los asuntos político-morales serían equivalentes a nuestras discusiones sobre gustos o preferencias… aunque presupongamos lo contrario, a saber, que una de las opciones en juego tiene que ser la correcta. El aborto o es un crimen, o un derecho de la mujer.

El sofista sabe, sin embargo, que cada una de las alternativas puede presentarse como si fuera la correcta. Y tiene que presentar una de ellas como tal… si quiere convencer a quien quiere convencer. Pues, la mayoría no admite las medias tintas: o una cosa, u otra. O crimen, o derecho. La mayoría necesita opinar. Al menos, porque la opinión facilita, al simplificar, un mapa con el que orientarse en las complejidades de la existencia. Pero, por otro lado, el sofista también sabe que si puede presentar cada una de las alternativas como si fuera la correcta es porque, en los asuntos humanos, todo es mezcla: no hay amor que sea químicamente puro o decisión justa que no pueda verse, cambiando de perspectiva, como injusta. Como decía Heráclito, si todo fuese luz… no habría, precisamente, luz. (Y, dicho sea de paso, aquí la pregunta sería por qué esto es así.)

Para Platón, sin embargo, que no haya amor químicamente puro o decisión indiscutiblemente justa no niega que haya amor o justicia. Al contrario. Hay amor o justicia porque el amor o la justicia se manifiestan o hacen presentes en los gestos, siempre ambiguos, del amor o las decisiones más o menos justas. Nada es que no se haga, de algún modo, presente. Ahora bien, lo que se hace presente en cualquier caso se hace presente dejando atrás su carácter puro o absoluto, en definitiva, abstracto. Esto es, junto con su envés —junto con la otra cara de la moneda. El amor o la justicia —o la belleza— no pueden aparecer o concretarse sin asumir en parte aquello que los niega, precisamente, como amor o justicia.

Paralelamente, y según Platón, si decimos que el amor o la justicia no terminan de ser lo que, en un momento dado, nos parece que son —esto es, amor y justicia— es porque… creemos que el amor y la justicia en concreto —y por eso mismo, siempre hasta cierto punto o medida— tendrían que serlo por entero, sin mezcla. Nada de cuanto es se encuentra al margen de lo que debe o debería ser, es decir, al margen del Bien. En este sentido, ser madre, por ejemplo, va con el tener que ser una buena madre. Si en modo alguno lo fuese, no sería una madre, sino un vientre de alquiler, una simple progenitora, en definitiva, una pseudo-madre. Todo cuanto es aquí y ahora posee, por consiguiente, una carga moral, como quien dice.”

La pregunta es doble: qué le diría el sofista a Platón; y qué crees que le diría, a continuación, Platón al sofista (teniendo en cuenta, obviamente, lo dicho en los párrafos dedicados a Platón).

apuntes sobre la naturaleza humana

octubre 10, 2024 § Deja un comentario

apuntes

notas sobre el saber y lo verdadero

mayo 5, 2024 § Deja un comentario

La cuestión: ¿QUÉ PODEMOS SABER?

PARTE I

  1. ¿Qué entendemos por saber? Un estar en lo cierto. Ahora bien, el estar lo cierto no significa:
    a) simplemente decir la verdad. Uno puede decir la verdad sin saber que está diciendo la verdad. Un loro puede decir algo verdadero —por ejemplo, que la nieve es blanca— pero no saberlo. No hay saber sin consciencia de un estar diciendo la verdad o, mejor dicho, en lo cierto. El saber es un saber que se sabe.
    b) dar por cierto. Un dar por cierto es un dar por descontado. Al dar por cierto algo no nos interrogamos sobre su verdad. De hecho, la damos por supuesta. Y la damos por supuesta, precisamente, como algo obvio y que, por eso mismo, no ponemos en cuestión. Cuanto consideramos obvio es, así, lo que obviamos. La reflexión —el pensar— comienza donde nos atrevemos a interrogarnos sobre lo obvio.

    NB 1: Al interrogarnos sobre lo obvio nos adentramos en el territorio de lo insensato —de lo que difícilmente admitirá el sentido común… pues el sentido común reposa sobre lo que se considera obvio. Esto es así no solo en lo que respecta a la filosofía. Las teorías científicas, sin ir más lejos, tienen muy poco de sentido común. ¿El gato está vivo y muerto antes de que abramos la tapa —esto es, antes de que haya algo que ver y, por extensión, mundo? ¿El espacio es algo así como un chicle? ¿No es un contenedor? El tiempo ¿es relativo?

    NB 2: De lo anterior se desprende que difícilmente podremos incorporar —literalmente, hacer cuerpo, interiorizar— los resultados del pensar radical, aquel que apunta a lo que las apariencias ocultan, en definitiva, a lo real. El pensar tan solo obedece a los dictados de la razón. Pero el cuerpo —la sensibilidad— tiene otros dictados. Seguiremos viendo gatos…que estarán vivos o muertos, pero nunca vivos y muertos, tal y como sugiere el experimento mental de Erwin Schrödinger. El espacio nos seguirá pareciendo un contenedor… aun cuando sepamos que en realidad no lo es. Así, podemos decir que el espacio no es un contenedor. Pero siempre se nos mostrará o aparecerá como un contenedor lleno de cosas.
    NB 3: De ahí que medie una distancia entre lo que nos parece que es y lo que es. A lo que es más allá o por debajo de las apariencias llegamos a través de la razón… si es que llegamos. Pues podríamos decir que lo que es también aparece de algún modo, el modo que se ajusta, precisamente, a las exigencias de la razón. Pero de esto nos ocuparemos más adelante.
  2. Si el saber es un estar en lo cierto y no simplemente un dar por cierto, entonces la certeza —la imposibilidad absoluta de dudar— es el sello, la marca del saber. Si cabe la duda, por muy insensata que sea, no hay saber, sino en cualquier caso creencia, suposición, conjetura… aun cuando, espontáneamente, la podamos dar por cierta. El escepticismo defiende que no podemos ir más allá de la creencia. Esto es, que no hay propiamente saber. Para el escéptico, nunca podremos asegurar hasta el final la verdad de lo que decimos acerca de cuanto nos rodea. A lo sumo, un dar por cierto. Es decir, un como si fuera cierto.
  3. Ahora bien, ¿sobre qué es posible dudar —o no dudar? Sobre la verdad de lo que decimos acerca de lo que sucede. La noción de verdad que aquí se presupone es la que se entiende como correspondencia o adecuación entre la representación mental o el significado de lo que decimos acerca de lo que hay y, precisamente, lo que hay. Así supongamos que decimos que hay un tanque en el platanar. Al decirlo, siempre y cuando entendamos lo que se dice, espontáneamente nos hacemos una idea —una representación mental— de cómo sería la escena si nuestra afirmación fuese verdadera. Por tanto, una vez lleguemos a comprobar que, efectivamente, hay un tanque en el platanar, podremos decir que es verdad que hay un tanque en el platanar. Hasta aquí nada que nos sorprenda.
  4. La noción de verdad como correspondencia o adecuación exige, por consiguiente, la mediación de un criterio, por lo común, el ver y el tocar. Y es que de manera espontánea recurrimos a la sensibilidad para garantizar la verdad de nuestras afirmaciones. Sin embargo, y entrando ya en el territorio de la reflexión radical, ¿acaso no sería posible que estuviéramos bajo los efectos de una alucinación? Quien ha experimentado con el LSD, por ejemplo, no duda de que lo que ve, toca, oye… esté ahí. La sensación es que lo visto es incluso más real que lo que ve habitualmente. De hecho, si permaneciésemos dentro de la alucinación y recordásemos nuestra vida anterior, probablemente llegaríamos a la conclusión de que la verdadera realidad es la que muestra la alucinación y no la que creemos recordar, cada vez más vagamente. En consecuencia, la sensibilidad no puede servirnos como criterio de certeza. Ni siquiera puede asegurar que lo que sucede, si es que hay algo que suceda, sea tal y como lo vemos.

    NB 4: Sin embargo, que nosotros digamos como quien no quiere la cosa que aquel que padece los efectos de, por ejemplo, el LSD sufre una alucinación no deja de basarse en un prejuicio. Esto es, damos por sentado que lo que ve está solo en su mente. Antiguamente las visiones de quienes alucinaban se entendían de otro modo. Pues los antiguos —o también los denominados pueblos primitivos— al dar por sentado que había otro mundo o dimensión, hubieran dado por descontado que dichas visiones eran, efectivamente, visiones de ese otro mundo o dimensión. La sustancia alucinógena simplemente era algo así como la llave de acceso o la puerta que permitía el paso. Cuanto damos por sentado como hecho —en nuestro caso que se trate de una alucinación— siempre se establece desde el presupuesto de una determinada cosmovisión o idea de la totalidad. Aquí la pregunta es si hay presupuestos —y un presupuesto es un prejuicio— más acertados que otros. Esto es, si acaso los antiguos estuvieron equivocados al creer que el visionario había cruzado el límite que nos separa de un más allá. De esta cuestión nos ocuparemos, sin embargo, más adelante, en el último apunte.
  5. Ahora bien, la sensibilidad no es el único criterio. También recurrimos a la razón a la hora de de afirmar la verdad de lo que decimos. Por ejemplo, Newton no llegó a su teoría de la gravedad simplemente abriedo los ojos, sino a través de una compleja, pero bellísima, demostración geométrica. Aunque, ciertamente, tuvo en cuenta los datos de la observación, que la fuerza por la que caen los frutos de sus árboles sea la misma por la que los planetas se mantienen en sus órbitas no es algo que Newton constatase a través del ver y el tocar. Si la razón se nos presenta como el criterio definitivo de verdad es porque los enunciados de la lógica o la matemática, acaso la principal expresión de la racionalidad, siguen siendo válidos incluso bajo los efectos de una alucinación. Es inevitable —en la jerga, necesario a priori, esto es, con anterioridad a la experiencia— que, por ejemplo, A>C, si A>B y B>C, hablemos de árboles o de orcos. No podemos concebir un mundo, sea o no delirante, en el que no rijan los principios de la lógica. No hay un mundo que sea irracional. En cualquier caso, será inverosímil, pero no estrictamente irracional.
  6. No obstante, aún podemos dudar de la fiabilidad de la razón. Y es que, a pesar de que el mundo sea inevitablemente racional, la pura exterioridad puede no ajustarse a los esquemas de la razón. Evidentemente, esta objeción se basa en una distinción problemática, la que media entre el mundo y una pura exterioridad. Aquí el experimento mental de Erwin Schrödinger nos viene como anillo al dedo. Como sabemos, el gato está vivo y muerto antes de que abramos la tapa, esto es, antes de que se precipite un mundo con la observación. Pero que el gato esté vivo y muerto es inconcebible y, por extensión, imposible. Sencillamente, no podemos hacernos una idea —una representación mental— de una contradicción. Sin embargo, según la mecánica cuántica, hay contradicción… antes de que, al abrir la tapa, emerja el mundo (y aquí vamos dejar a un lado lo extraño que resulta decir que el mundo tal y como lo vemos no es independiente de la actividad de quien pretende conocer el mundo). La moraleja es que la razón solo nos permite comprender lo que encaja dentro de sus esquemas, siendo el principal el de no contradicción —no es posible A y No-A. Pero si admitimos el experimento mental de Schrödinger, lo imposible —la contradicción— es anterior a la serie de posibilidades que constituye el mundo tal y como lo vemos. La pura exterioridad —el afuera anterior al mundo— no puede comprenderse racionalmente. Es lo imposible —y aquí subrayamos el es. Sobre esto último, más adelante, cuando nos ocupemos de la segunda acepción de la palabra verdad.

    NB 5: Alguien podría objetar que Schrödinger concluyó lo que concluyó a través, precisamente, de la razón. Y sin duda fue así. Sin embargo, esto no constituye una genuina objeción. Más bien, nos obliga a admitir que el ejercicio radical de la razón conduce a reconocer sus límites. Como si dicho ejercicio nos obligase, en definitiva, a admitir la realidad de lo irracional-imposible. O siendo más precisos, el fondo mismo de cuanto es como un sin sentido.
  7. Llegados a este punto podríamos darle a la razón al escéptico: no cabe estrictamente ningún saber, sino a lo sumo la creencia, el dar por descontado. Sin embargo, no puedo negar que existo mientras dudo. El hecho de poner en duda mi existencia… mientras estoy pensando, más bien la confirma.Pienso, luego existo que decía Descartes. Pensar es pensarme. Y pensarme como lo que confiere unidad al flujo de mis representaciones. Ciertamente, no estoy absolutamente seguro de que el mundo sea tal y como lo veo. O de que el afuera como tal se ajuste a las exigencias de la razón. Pero no puedo dudar de que soy mientras sea consciente de algo, aunque mi representación de ese algo sea incierta o falsa. No sé si tengo el cuerpo que creo tener. Pero que existo como el soporte de mis pensamientos. La pregunta es si, a partir de esta certeza, es posible asegurar un saber acerca del mundo. Pero la respuesta la dejaremos para otro momento.

PARTE II

  1. La distinción que hacíamos a propósito del experimento mental de Schrödinger, a saber, la que se establece entre la pura exterioridad y el mundo —o los mundos posibles— apunta directamente a la segunda acepción del término verdad, aquella que distingue, precisamente, entre lo que acontece y cuanto pasa. Así, lo verdadero sería lo que tiene lugar en lo que pasa o sucede. Es la noción que manejan, por ejemplo, los amantes cuando se preguntan qué hay de verdadero en lo suyo… más allá de tomar unas pizzas juntos —qué hay de permanente o sólido; qué representa o significa que sigan tomando unas pizzas juntos. En este sentido, lo verdadero —lo que en verdad tiene lugar o acontece— remite a lo que, de algún modo, se encuentra por encima o por debajo de lo que simplemente sucede. Aquí la cuestión esde qué modo —aunque también qué significa este por encima o por debajo… si es que hay algo por encima o por debajo.
  2. Sea cual sea la respuesta, no parece que, con respecto a la segunda acepción de la palabra verdad, quepa hablar de adecuación entre nuestras representaciones mentales y los hechos. Pues lo que se revela o acontece en la relación que mantienen, por ejemplo, quienes se aman de verdad no es, estrictamente hablando, algo determinado o en concreto. Nunca vemos —ni veremos— el amor como tal, esto es, comopuro amor, sino más bien como las cosas que les pasan a quienes se aman. Y esas cosas son siempre una mezcla de amor y desamor, aunque los elementos de la mezcla no pesen por igual según sea el momento o la circunstancia. Es decir, el amor que tiene lugar entre quienes se aman es siempre amor hasta cierto punto. Y ello, precisamente, porque se hace presente el amor… en el mejor de los casos. Dicho de otro modo, el amor como tal se da como lo que no puede darse como tal, sino siempre en cierto modo o medida. Es lo que tiene que se haga concreto, palpable, existente. El amor puro no es aún nada en concreto. En realidad, nada es o aparece sin tara.

    NB 6: Quizá lo veamos más claramente con otro ejemplo. Nunca vemos la belleza como tal o absoluta, sino siempre cuerpos más o menos bellos. Sin embargo, si lo real es lo que aparece o se muestra, entonces lo real de los cuerpos bellos en tanto que bellos es la belleza… aunque esta siempre aparezca —y tenga que aparecer— hasta cierto punto o medida, nunca por entero. La belleza realmente real o absoluta —lo que se hace presente en los cuerpo bellos— es por su negación de sí o paso atrás. En general, podríamos decir que lo real aparece —se manifiesta— perdiendo por el camino su carácter absoluto u otro. Y nada es que no se manifieste. Ahora bien, esto no significa, volviendo a nuestro ejemplo, que la belleza absoluta exista antes de su paso atrás. La belleza absoluta es su desaparición en su hacerse presente como cuerpo bello. El carácter absoluto u otro de lo real se da en lo relativo. Esto es, en relación con una determinada sensibilidad o manera de ver. De ahí que digamos que lo real en su carácter absoluto, en cierta manera, trasciende las cosas en las que se manifiesta o hace presente. Y las trasciende retrocediendo hasta la nada en concreto. La desaparición de lo real en sí —de lo real en su carácter otro o absoluto— es la condición del mundo. Esto es, como sabemos, Platón.

    NB 7: Por eso mismo —porque lo real como tal solo se hace presente relativamente— siempre será posible discutir o poner en duda cualquier representación de lo real.
  3. Para entender mejor de que se trata hemos de partir, por consiguiente, de la noción de realidad. Así, lo real es, por defecto, eso otro que se hace presente —se manifiesta, aparece, revela…— bajo un determinado aspecto. Esto es, de un modo particular. Ahora bien ¿qué es eso otro en cuanto tal —es decir, en cuanto absolutamente otro o en sí mismo? ¿En qué consiste, en definitiva, el carácter otro de lo real, su en sí? Decimos: en el hecho de encontrarse fuera de nuestra mente. De acuerdo. Pero lo que se encuentra fuera de nuestra mente no es lo real en cuanto absolutamente otro, sino las cosas de este mundo. Esto es, aquello con lo que topamos es el modo en que lo real se hace presente. Ahora bien, este hacerse presente de lo real es, por eso mismo, siempre relativo a nuestra manera de ver. Al fin y al cabo, no vemos nada si no es como perspectiva. En general, la perspectiva no solo hace referencia a un punto de vista paerticular, sino también, y quizá principalmente, a nuestros esquemas mentales o perceptivos. Si nuestra mente procesase la información de diferente manera, el mundo sería muy distinto.
    NB 8: Con el siguiente ejemplo puede que lo entendamos mejor. Si vemos el aula es porque hay aula. De lo contrario, no veríamos ningún aula. Pero el aula siempre la vemos desde cierta óptica —y por eso mismo, nuestros dibujos del aula serán inevitablemente diferentes. Ahora bien, si son dibujos del aula es porque hay aula. Sin embargo, nunca veremos el aula como tal o en sí misma, esto es, al margen de su hacerse presente a una determinada sensibilidad o manera de ver. El aula como tal o en sí misma solo puede ser pensada. De ahí que Platón dijera que tan solo la idea es absolutamente real. O mejor dicho, que lo real como absoluto es idea —y aquí por idea no hemos de entender un contenido mental. Pero este es otro asunto.

    NB 9: aquí podríamos objetar, teniendo en cuenta lo dicho en la PARTE I, que el haber del aula es lo que damos por cierto —y que, por consiguiente, cabe la posibilidad de que en verdad no haya el aula que creemos ver. De acuerdo. Sin embargo, aunque la visión del aula sea una ilusión, lo cierto es que el afuera como tal —la exterioridad, el puro haber— no puede ser una ilusión, es decir, el contenido de una alucinación. Nunca vemos el afuera como tal. Siempre vemos, incluso cuando alucinamos, cosas, hechos, mundos. Ahora bien, porque el afuera como tal no admite ninguna representación —y solo podemos dudar de la adecuación de nuestras representaciones del mundo— no cabe poner en duda el afuera. El afuera como tal —lo real en sí— es el presupuesto de cualquier aparecer o fenómeno. Sin embargo, este presupuesto no tiene que ver con la pretensión de conocer el mundo, sino con la realidad de cuanto es. Y es que hay el afuera —la exterioridad, el puro haber—… en tanto que, al menos, estoy absolutamente seguro de que existo mientras pienso, aun cuando no sepa, en un primer momento, si hay o no un mundo que se corresponda, más o menos, con mis representaciones del mundo. La razón es la siguiente: el mientras del estoy seguro de que existo mientras pienso constituye un límite de mi propia existencia. Sencillamente, no puedo afirmar que exista más allá de mi actividad mental. Pues soy el soporte de mi pensamiento. Mi existencia se encuentra limitada, precisamente, por el pensar. Y si esto es así —que lo es—, entonces hay un más allá de mi existencia —no digo otro mundo, sino un puro o simple afuera. Al fin y al cabo, todo límite distingue entre un dentro y un afuera —entre un más acá y un más allá del límite.
  4. Hay, por tanto, una escisión entre el carácter otro o absoluto de lo real y su manifestación sensible como algo en concreto. Ahora bien, tan solo vemos las apariencias, los modos en los que se manifiesta lo real. No vemos —ni vamos a poder ver— lo real en sí, esto es, lo real con anterioridad a su mostrarse —en nuestros términos, lo real en su carácter absolutamente otro. Pues lo real en sí no es nada en concreto. O mejor dicho, es no siendo nada. Literalmente. La aparición de lo real —los diferentes modos de lo real, cuanto podemos ver y tocar— es siempre relativa a nuestros esquemas mentales, las lentes con las que vemos lo que vemos… y que no nos podemos quitar sin quedarnos ciegos. Y es que lo real en su carácter absoluto u otro no puede darse o hacerse presente como tal. De aparecer como tal, no siendo nada en concreto, el mundo llegaría a su final. De ahí que no haya más que apariencia. Tan solo es lo que se muestra como algo en concreto. Y lo que se muestra en lo concreto no es nada, estrictamente hablando, la negación de la nada. Hay mundo porque lo absolutamente real es la negación de sí de lo real absoluto.
  5. Así, no hay más que apariencia porque lo real en su carácter otro o absoluto trasciende el mundo. Ahora bien, lo trasciende, como decíamos, no siendo nada en concreto. Es decir, negándose como nada. Por encima del mundo o más allá hay lo real no siendo nada —lo real negándose a sí mismo como absoluto en su aparecer. De hecho, lo absoluto deviene, precisamente, ab-soluto —y aquí hay que tener presente que originariamente absoluto significa absuelto del juicio o separado— en la negación de sí, esto es, en su tener que desaparecer donde aparece.

    NB 10: En el fondo, estamos distinguiendo entre un puro haber y el haber de las cosas, es decir, el mundo. Hay cosas. Ahora bien, lo que tienen en común las diferentes cosas es que son —que se encuentran ahí. Y precisamente por eso, en principio tiene sentido decir que hay el ahí —el haber como tal, el puro haber, el afuera. Sin embargo, el puro haber no es sin el haber de las cosas. Pues el haber como tal solo se hace presente —y nada es, recordémoslo, que no se haga presente— como haber de las cosas. De hacerse presente como tal, se mostraría como una oscuridad y silencio absolutos. Esto es, como la nada siendo. Y esto, como decíamos, supondría algo así como el fin del mundo. Al menos, porque el mundo es la nada siendo… nada.
  6. Si lo real se hace presente relativamente —esto es, en relación con un modo de ver o sensibilidad—, entonces no puede haber hechos químicamente puros, como quien dice. Toda visión es un ver como. No hay visión de lo que hay que no incluya un cierto saber. Así, ninguno de nosotros pondría en duda que hay, pongamos por caso, dinero. Sin embargo, los aborígenes del Mato Grosso, no pueden ver dinero al ver un billete de cien euros, sino un trozo de papel al que nosotros le damos una importancia que en sí mismo no tiene. Y no pueden verlo porque en su mundo no se utiliza ningún medio de cambio. O al menos, vamos a suponerlo. En cambio, nosotros no vemos primero un trozo de papel, sino que ya de entrada vemos dinero. La interpretación —un cierto saber— va con la visión. Ver es, en cualquier caso, un ver como. ¿Se equivocan los aborígenes? No me atrevería a decirlo. Tampoco nos equivocamos nosotros. En cualquier caso, tanto el aborigen como nosotros veremos, cuando menos, que hay algo ahí. Y el saber que incorpora esta visión de mínimos o elemental es, precisamente, el de que está ahí, en el afuera.

nietzscheanas 63

abril 17, 2024 § Deja un comentario

¿Qué le podríamos decir a Nietzsche? Pues que quizá sí que la moral cristiana —la proclamación de la igualdad entre los hombres— fue provocada por el resentimiento, la envidia del sacerdote hacia la existencia noble. Pero que la pregunta no es si el resentimiento fue el impulso inicial, sino si, a pesar de ello, es o no verdad que somos iguales. Que no hay inicios puros es algo que ya podemos dar por descontado. Einstein podría haber dado con sus ecuaciones en un estado de ebriedad. Sin embargo, no quedan refutadas por ello. De hecho, caeríamos en la falacia ad hominem si terminásemos rechazando la teoría de la relatividad porque hubiéramos descubierto que Einstein fue un alcohólico.

Otro asunto es el de la falsa conciencia, que no podamos incorporar —reconocer como propios— los motivos que, en definitiva, nos impulsan y sostienen. Ahora bien, esto tiene que ver con nosotros, no con el clavo que hay que clavar. La obra de Nietzsche podría perfectamente entenderse como una orgullosa reacción al poder sacerdotal de la época. Y no por eso juzgamos su genealogía como irrelevante.

Con todo, Nietzsche probablemente nos hubiese dicho que no hay manera de contrastar si somos efectivamente iguales. Que nuestra objeción presupone que hay algo así como la verdad. De ahí que la pregunta sea en qué sentido cabe decir que es verdad que no hay diferencia, salvo la aparente, entre el noble y el esclavo. Al fin y al cabo, cómo es posible afirmar como verdadera la escisión de la que se ocupa la metafísica, a saber, la que media entre lo real en cuanto tal y su manifestación sensible. Pero de esta cuestión nos ocuparemos en otro post.

una de Kant (y 5)

marzo 26, 2024 § Deja un comentario

Todos aspiramos a la felicidad. Sin embargo, y teniendo en cuenta que esta no es enteramente indisociable de la satisfacción, el cumplimiento del deber moral —el hacer lo debido con el único interés de hacerlo— no parece que haga muy buenas migas con la dicha personal. De hecho, se trata de una constatación. Pues de hecho, el cumplimiento del deber por puro sentido del deber implica, en muchas ocasiones, sufrimiento. Y no solo el nuestro. El rigor moral tiene como horizonte la felicidad, pero no la garantiza. De ahí que Kant se refiera a Dios como el postulado de la razón práctica: tiene que haber un Dios que asegure que la integridad moral tendrá un final feliz, por así decirlo.

Ahora bien, quizá convenga subrayar que no estamos ante una necesidad psicológica, sino ante la creencia que inevitablemente va con el mandato de la razón práctica. Sería contradictorio —y la razón no puede aceptar la contradicción— creer que somos los que están sujetos a un mandato que hace inviable la felicidad. Y lo sería porque la felicidad es, en gran medida, la realización de nuestra naturaleza —y esta es, ciertamente, racional. Así, el postulado de la razón práctica de hecho añadiría la esperanza de que Dios finalmente hiciese posible también la satisfacción. Aunque no solo. Pues también Dios tendría que hacer posible la disolución de la ambigüedad en la que nos movemos, aquella por la que no terminamos de saber hasta qué punto nuestro único interés es el de hacer lo debido por hacer lo debido.

Ahora bien, llegados a este punto, resulta difícil evitar la sensación de que esto está muy cerca de la creencia cristiana en la transfiguración de la carne —o en terminología kantiana, del sujeto empírico. Sin embargo, Kant no lo hubiera negado. Pues su más íntima intención siempre fue la de demostrar la racionalidad del cristianismo. Otro asunto es que Kant lo haya demostrado. Pues el Dios de Kant no termina de casar con aquel que aún no es nadie sin su cuerpo. Pero este, como decía, es otro asunto.

una de Kant (4)

marzo 26, 2024 § Deja un comentario

Kant distingue entre dos tipos de imperativos prácticos: el hipotético y el categórico. Tan solo este último es estrictamente moral. Según el primero, la obligación depende de un interés o condición particular: si no quiero ir a la cárcel, entonces no debo robar; si pretendo que mis amigos me acepten, entonces no debo mentirles; si quiero sentirme bien conmigo mismo, entonces debo colaborar en la campaña de Caritas. Resulta evidente que, en estos casos, el propósito de la obediencia —la intención de cumplir con el precepto moral, seamos o no conscientes de ello— es conseguir una recompensa o evitar las consecuencias más desagradables. Aunque hagamos lo correcto, no lo hacemos por hacer lo correcto, sino por un motivo al margen. Ciertamente, actuaremos conforme a la máxima moral —Kant dirá que la acción será legal—, pero en modo alguno seremos moralmente íntegros. En este sentido, cuando nos movemos bajo imperativos hipotéticos somos rehenes de nuestro deseo o temor. Y aquí, obviamente, no hay propiamente libertad, sino heteronomía, dependencia de lo que se nos impone como exigencia desde fuera. Quizá pueda haber sensación de libertad. Pero que uno se sienta libre no significa que lo sea.

Para Kant, la verdadera libertad solo se da en relación con el imperativo categórico o incondicional. Pues, como decía, donde hacemos lo debido —o lo que sea— por un motivo particular no hacemos mucho más que dejarnos llevar por nuestras pasiones, al fin y al cabo, reaccionar como simios. La buena voluntad —la determinación de la voluntad, el ejercicio de la autonomía— consiste, precisamente, en hacer lo debido con el único propósito de hacer lo debido. Desde la óptica moral, hacer lo que manda el precepto —cumplir con la máxima— no basta: la intención ha de ser pura. Moralmente hablando, tan solo es buena la buena voluntad. Y la buena voluntad, teniendo en cuenta que la voluntad manda, se expresa a través del imperativo categórico.

El imperativo categórico —haz lo debido con el único interés de hacer lo debido— admite diferentes fórmulas, cada una de las cuales pretende aclarar qué significa esto de que el único interés sea el de hacer lo debido. De entre las diferentes fórmulas destacaré dos. La primera dice: actúa solo según aquella máxima por la cual puedas querer, que al mismo tiempo, se convierta en ley universal. Con esta formulación, Kant pretende darnos a entender que la buena voluntad no es compatible con cualquier máxima. No se trata, por tanto, de adoptar la máxima que se nos ocurra y obedecerla hasta el final. Como decía, el darse a uno mismo la ley no consiste en elegir la máxima que más nos convenga. Aquella que representa un interés particular no puede convertirse, precisamente en tanto que expresión de un interés particular, en ley universal. Es posible que en un momento dado nos interese mentir. Pero si todo el mundo se viera obligado a mentir —si el mentir fuese ley universal— la mentira dejaría de ser una posibilidad. Para que sea posible mentir, hemos de dar por sentado que lo obligatorio es decir la verdad.

Por otro lado, la segunda fórmula que vamos a considerar dice lo siguiente: obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio. Esto es, el horizonte de la buena voluntad es el respeto al otro (y a uno mismo). Aquí la pregunta es si acaso el respeto es algo más que un sentimiento provocado por la admiración o el temor que el otro nos inspira. Pues, si no fuera más que un afecto que dependiera de quién nos infunde o no respeto, entonces difícilmente podríamos seguir hablando de racionalidad. Al menos, porque el sentirse afectado por algo o alguien en concreto no posee, a diferencia de los mandatos de la razón, un alcance universal. Es obvio que para Kant el sentimiento de respeto es algo más que un afecto particular. De hecho, Kant se refiere a dicho sentimiento como racional. O de otro modo, como el sentimiento exigido por la razón a la que nos encontramos sujetos… en tanto que somos, precisamente, este hallarnos sujetos a los imperativos de la razón.

¿En qué sentido, por tanto, el respeto es un sentimiento racional? ¿Acaso la expresión sentimiento racional no es un oxímoron? En relación con este asunto, no es que Kant sea muy explícito. A la hora de responder a esta pregunta, tendremos que ir tanteando, un poco por nuestra cuenta y riesgo.

La idea de fondo es que, por definición, el respeto preserva la distancia de la alteridad. El yo del otro es, literalmente, intocable. Podemos utilizar su cuerpo. Pero el yo, en tanto que difiere continuamente del cuerpo con el que se identifica, siempre se encuentra más allá, por decirlo de algún modo… aun cuando de hecho no sea nadie al margen de su cuerpo. Este más allá, sin embargo, no es objeto de percepción sensible. No es posible ver o tocar al yo que se encuentra sin encontrarse “más allá” de sí mismo. Tan solo cabe reconocerlo a través de la razón, en definitiva, del decir que da por sentado. La realidad del yo va, por consiguiente, con la necesidad —la obligación— de respetarlo. Tenemos que respetarlo, es decir, no podemos hacer otra cosa. Ahora bien, lo cierto es que en tanto que sujetos empíricos , por emplear la terminología de Kant, solo tratamos con cuerpos. Y los cuerpos se utilizan entre sí. De ahí que el sujeto trascendental, al estar obligado porque quiere a respetar la alteridad del yo, tenga que obligar al sujeto empírico a respetar el cuerpo de ese yo que es no siendo nadie sin su cuerpo, en definitiva, a tratarlo como un fin en sí mismo y no como medio de un interés particular. En esto consiste el obligarse a uno mismo, el ejercicio de la libertad. Como decía, la libertad entendida como autonomía presupone la escisión entre el sujeto empírico y el trascendental. La voluntad —la razón práctica— manda, precisamente, querer. Y tan solo queremos en verdad donde nos obligamos a hacer lo debido sin otro interés que el de hacer lo debido. Es decir, por respeto al otro. A modo de ejemplo, imaginemos que estamos dando de comer a quienes no tienen el pan de cada día. Y supongamos que uno de ellos nos preguntase por qué lo hacemos. Si nuestra respuesta fuese para sentirme bien conmigo mismo estaríamos fuera de juego, aun cuando hiciéramos lo correcto. La única respuesta moralmente válida sería porque quiero, esto es, por ti.

Otro asunto es que, aunque sepamos a qué estamos moralmente obligados, nunca terminaremos de saber hasta qué punto hacemos lo debido por hacer lo debido. Es lo que tiene que la escisión entre el sujeto empírico y el trascendental se dé en el seno de cada uno de nosotros.

una de Kant (3)

marzo 26, 2024 § Deja un comentario

Cuando decimos de alguien que tiene voluntad damos a entender que no tira la toalla ante la primera dificultad —ni ante la segunda—, en definitiva, que que persevera en lo que se propone sin que le pueda el desánimo. O dicho de otro modo, que es capaz de obligarse a sí mismo. El chimpancé se limita a reaccionar —y por eso mismo carece de fuerza de voluntad. Ciertamente, puede insistir en alcanzar ese plátano que se le ha puesto muy cuesta arriba. Pero en ningún caso se atará al mástil. De hecho, lo más probable es lo deje estar una vez se canse. Sin embargo, a diferencia del chimpancé, nosotros podemos persistir. Y digo podemos porque en muchas ocasiones abandonamos como el chimpancé. Otro asunto es que el esfuerzo merezca la pena. Pues de lo contrario, se trataría, más bien, del empecinamiento o la obsesión, algo así como el lado oscuro de la voluntad. Al fin y al cabo, la voluntad es un querer de verdad —y por extensión, un decirse a uno mismodebo porque quiero. Y no es posible querer de verdad cualquier cosa. Hay que tener esto presente. Pues los tiros de la ética kantiana irán por ahí.

Kant comienza su Fundamentación de la metafísica de las costumbres diciendo que, desde un punto de vista moral, tan solo es buena la buena voluntad, lo cual, como sabemos, equivale a decir que solo vale, moralmente hablando, hacer lo debido por puro sentido del deber. Sin embargo, esta tesis, por poco que nos detengamos a pensarla, resulta un tanto sorprendente. Pues ¿acaso el bien no consiste en hacer el bien? ¿Qué significa puro sentido del deber? Más aún: quién siguiese la instrucción de Kant al pie de la letra ¿no actuaría como un autómata moral? Las consecuencias de cumplir con nuestro deber ¿en modo alguno han de tenerse en cuenta? ¿Es que no acusaríamos de irresponsable a quien provocase un desastre por decir la verdad, pongamos por caso, solo por decir la verdad? ¿Qué razones apoyan, por tanto, la tesis de Kant?

El punto de partida de la argumentación kantiana es simple: nadie juzga como moralmente íntegro a quien se limita a cumplir con el precepto moral —Kant dirá con la máxima— con la única intención de obtener un determinado beneficio o evitar un perjuicio. Así, se sobrentiende que quien, por ejemplo, no roba solo por miedo a ir a la cárcel, podría perfectamente apropiarse indebidamente de lo que no le pertenece… si pudiera asegurar que su acto quedaría impune. En el fondo, se trata de la cuestión que enfrentó a Trasímaco con Sócrates en en el segundo libro de La República, a saber, si es posible amar la justicia por ella misma —o más bien solo llegamos a ser justos por temor a las consecuencias o por deseo de recompensa. La posición de Trasímaco recuerda a la que, siglos después, defenderá Nietzsche: el genuino poder es invisible. De ahí que si perdiéramos la vergüenza —si no hubiese quien nos mirase— hasta podríamos gozar bailando sobre un montón de cadáveres. Sin embargo, Kant sostendrá que, incluso en el caso de perder la vergüenza —esto es, si nos convirtiéramos en invisibles—, seguiríamos estando sujetos al imperativo de la razón y, por eso mismo, no dejaríamos de distinguir nítidamente entre lo que está bien y lo que está mal, moralmente hablando. Pues lo que manda la razón es, precisamente, hacer lo debido por hacer lo debido, al fin y al cabo, cumplir con la máxima moral con buena voluntad.

Ahora bien, esto es así, no porque de la razón se dedujeran directamente las máximas de la moral, sino porque, teniendo en cuenta que, en el territorio de lo práctico, razón significa voluntad, lo que manda la voluntad es, precisamente, querer. O por decirlo de otro modo, la voluntad es voluntad de tener voluntad, en definitiva, voluntad de ejercer la libertad. Sin embargo, para comprender esto último hay que tener presente que, para Kant, la libertad no es un hacer lo que a uno le venga en gana o, siendo menos elementales, la posibilidad de llevar a cabo nuestro deseo. Pues tanto las ganas como el deseo, por muy satisfactoria que resulte su realización, son, en términos de Kant, heterónomos, es decir, se nos imponen desde fuera. Según Kant, la genuina libertad es autonomía, literalmente, un darse uno mismo la ley, lo cual no significa, conviene subrayarlo, darse a uno mismo la máxima. La ley —el mandato racional— es el imperativo incondicional al que estamos sujetos, precisamente, como sujetos racionales. Tan solo somos libres donde nos obligamos a nosotros mismos a hacer lo debido, moralmente hablando, al margen de cuáles puedan ser las consecuencias de hacer lo debido. O por decirlo de otro modo, únicamente hay libertad donde uno se obliga a sí mismo a actuar conforme a la máxima sin otro propósito que el de actuar conforme a ella. Por ejemplo, decir la verdad por decirla o ser fiel al amigo con el único motivo de serle fiel. Sin embargo, ¿por qué la autonomía se da únicamente en relación con la máxima moral? No podríamos decir lo mismo —a saber, que obedecemos el mandato de la voluntad—, con respecto a una instrucción técnica, por ejemplo, aquella que nos indica cómo debemos clavar un clavo para que quede bien fijado en la pared? Vayamos por partes.

una de Kant (2)

marzo 16, 2024 § Deja un comentario

Como decía al principio del post anterior, no entenderemos la pregunta por la razón práctica si la leemos como si Kant se interrogara sobre qué deberes morales se desprenden de la física matemática, por así decirlo —y en último término, del principio de identidad. Pues resulta evidente que de la física matemática no podemos derivar ningún precepto moral. La razón posee, así, dos dimensiones, la teórica y la práctica. Conforme a la primera se da la intelección del mundo, en definitiva, la actividad científica. La segunda, en cambio, constituye nuestro sentido del deber moral. Estas dos dimensiones permanecen separadas, una separación que, dicho sea de paso, corre paralelamente a la escisión del sujeto. Así, y empleando el rotulador grueso, tendríamos por un lado al sujeto que entiende cómo funciona el mundo y, por otro, al que se encuentra sujeto al mandato moral. En consecuencia, aquello a lo que apunta la palabra razón cuando Kant distingue entre razón teórica y razón práctica, no puede ser exactamente lo mismo.

No obstante, si Kant emplea la misma palabra es porque Kant quiere destacar lo común en ambos casos, a saber, el carácter coercitivo de la razón. La razón manda —y manda incondicionalmente, es decir, categóricamente— tanto en el ámbito teórico como en el práctico. Como seres sujetos a la razón, no tenemos más remedio que asentir a los resultados de su ejercicio. Pues somos aquellos que se encuentran sujetos al imperativo racional —y de ahí que seamos, precisamente, sujetos. La razón no exige lo que nos exige desde fuera —en palabras de Kant, heterónomamente. Ahora bien, este encontrarnos sujetos a nosotros mismos implica comprendernos desde la escisión entre lo empírico y lo trascendental, por emplear la terminología de Kant. De hecho, se trata de una escisión que recuerda —y digo recuerda porque las coordenadas en las que se inscribe no sean las mismas— a la división platónica entre cuerpo y alma.

En cualquier caso, la separación entre ambas razones implica que de cómo sea el mundo —y la razón, en su determinación físico-matemática, da cuenta de la estructura del mundo— no se desprende que debamos, por ejemplo, respetar la vida de nuestro semejante. No es posible pasar del ser al deber moral. Del que nos resulte satisfactorio ceder a tal o cual inclinación no se deduce que tengamos que seguirla. Que no me guste que me escupan no implica, lógicamente hablando, que no deba escupir a nadie. Algo parecido decía Hume al sostener que en la naturaleza de las cosas no hay ni bien ni mal —o también Nietzsche un siglo más tarde, a saber, que no hay hechos morales, sino en cualquier caso una lectura moral de los hechos. Y digo algo parecido, que no igual, porque Kant, a pesar de separar el ámbito del conocimiento teórico del de la obligación práctica, no entenderá el bien moral como una interpretación moral de los hechos. Ni de lejos. Pues el imperativo moral, como veremos, se muestra como el faktum —el hecho— de la razón práctica. En este sentido, el hecho es no poder evitar, como veremos, hallarnos bajo el imperativo de hacer lo debido por hacer lo debido. Y ello porque, como decía, somos los que nos encontramos, precisamente, sujetos al imperativo de la razón.

Pues bien, desde su lado práctico, la razón es sinónimo de voluntad. Y quien dice voluntad dice querer. La voluntad es, en el fondo, un mandarse a uno mismo —estricta autonomía. Sin embargo, aquí no vale cualquier mandato —cualquier propósito o intención. No vale, por ejemplo, obligarnos a nosotros mismos a hacer un buen curso… con el fin de agradar a nuestros padres. Pues, se entiende que, en ese caso, no haríamos lo debido si nuestra intención no fuese la de agradar a nuestros padres. Tan solo vale aquel mandarse que se concreta como buena voluntad. Y no hay buena voluntad —nada queremos en verdad— donde cumplimos con nuestro deber por motivos ajenos al cumplimiento mismo del deber.

En tanto que sujetos racionales, somos quienes necesariamente —Kant dirá a priori— se obligan a sí mismos a querer. Nuestra libertad consiste, precisamente, en el obligarse a uno mismo a querer , un obligarse que es, sin embargo, anterior a su concreción como actos de voluntad. Al fin y al cabo, la verdadera libertad es un querer-querer.

Con todo, para comprender cuanto acabo de decir, habrá que ir con un poco más de calma.

una de Kant (1)

marzo 15, 2024 § 1 comentario

No entendemos lo que Kant quiso decirnos con razón práctica mientras sigamos entendiendo la razón desde el lado del pensar. La pregunta a la que se enfrenta Kant es si la razón nos obliga en el campo del deber moral —y de ser así, cuál es esta obligación. Dicho de otro modo, Kant se preguntará acerca de si hay una justificación del deber moral, y no tan solo una explicación. Si únicamente hubiese una explicación, entonces que creamos, pongamos por caso, que debemos compadecernos del que sufre dependería, como sostuvo Hume, del hecho de que nos sintamos emocionalmente inclinados a ello —aunque también de la educación que nos empujara a seguir esta inclinación. Esto es, si tan solo hubiese una explicación, el deber moral no poseería el carácter incondicional que, por otro lado, presuponemos que tiene. Y digo presuponemos porque espontáneamente damos por sentado que no es lo mismo creer que no tenemos que comer con la boca abierta que creer que no debemos patear abuelas. Y damos por sentado que no es lo mismo porque, al fin y al cabo, nos decimos unos a otros que no debemos patear abuelas… porque no debemos hacerlo. Punto. Esto es, en ningún caso —y no porque, por ejemplo, nos resulte desagradable como sucede en el caso de comer con la boca abierta, ya que, de ser así, entonces la obligación de masticar con la boca cerrada solo nos obligaría si nos resultase, efectivamente, desagradable.

Ahora bien, que creamos que no es lo mismo no significa que no sea lo mismo. Y podría serlo, aun cuando admitiésemos que hay una diferencia de grado entre ambas obligaciones. Aquí la cuestión es, por tanto, si lo que damos por sentado, a saber el carácter incondicional de la obligación propiamente moral, se asienta sobre la razón o si, en definitiva, no es más que una creencia que, por conveniente, esta de hecho asentada en el territorio de las buenas costumbres… aunque como si fuese algo más que una buena costumbre. Si se asentara sobre la razón, la obligación moral tendría una alcance universal, esto es, nos obligaría al margen de cómo hubiésemos sido educados o de cuáles fueran nuestras emociones. Incluso el psicópata estaría forzado a admitir aquello a lo que está moralmente obligado . Si lo segundo, entonces el mandato moral sería relativo a las circunstancias —y por eso mismo, estaríamos tan solo ante una creencia o suposición —ante un nos parece que—… que únicamente nos obligaría si formamos parte del contexto que la produce (y, de paso, nos produce, al menos en gran medida). Como sabemos, Hume defendió esto último.

Hume y Platón —y de paso, unas dosis de Descartes (1)

marzo 8, 2024 § Deja un comentario

La cuestión par excellence de la filosofía es de qué hablamos cuando hablamos de lo que hay. El asunto en modo alguno resulta trivial. Quiero decir que no cabe resolver la cuestión diciendo simplemente que lo que hay son, precisamente, cosas… aun cuando en cierto sentido sea así. Y es que, como veremos, hay cosas porque no solo hay cosas… aun cuando lo que hay más allá de las cosas no sea, literalmente, nada en particular. En definitiva, la cuestión es cómo cabe pensar el haber del haber de las cosas.

De hecho, es el mismo lenguaje el que nos da la pista de la dificultad… siempre y cuando la referencia a lo real se diga como un decir algo de algo (y es que el asunto sería probablemente muy distinto si no dijéramos el árbol es verde, pongamos por caso, sino el verde verdea en el árbol, esto es, si el lenguaje no pivotara en torno al sujeto). Obviamente, el problema apunta, precisamente, al de algo. Y es que la pregunta es, precisamente, qué es ese algo del que decimos que es así o asá… al margen de la atribución. Es decir, de qué hablamos cuado hablamos de ese algo en cuanto tal o en sí mismo. La cuesta comienza a empinarse cuando caemos en la cuenta de que, al margen de la atribución, el algo como tal no puede ofrecerse, por defecto, como algo en particularo determinado. Y esto está muy cerca de decir que no es nada. Al margen del haber de las cosas, no hay nada (y acaso baste con tomarse esta afirmación al pie de la letra para, cuando menos, intuir su alcance). De otro modo, en sí mismo o como tal, el algo —la sustancia, en términos de Hume, aunque no solo de Hume— no aparece o se hace presente a una sensibilidad. No percibimos —ni cabe percibir— el algo en cuanto tal. La pregunta es si, con todo, podemos pensarlo —y pensarlo en los términos de un haber.

Estamos, obviamente, en un territorio más allá de la física —en el territorio de la metafísica. La cuestión será, por tanto, si ese algo es real o simplemente una ficción de la mente, un trampantojo lingüístico. De hecho, y en gran medida, podríamos decir que la operación de la Modernidad consiste en desmontar las pretensiones de la metafísica —y de paso, la pretensión creyente. El metafísico, dirá el moderno, se inventa el problema. Al menos, porque con respecto al algo en cuanto tal —con respecto al lo que hay más allá del ente— no hay nada de lo que hablar… precisamente, porque no hay nada que ver. Y, como dirá Wittgenstein, de lo que no se puede hablar, más vale guardar silencio.

Hume defenderá, como sabemos, que la idea de sustancia es un constructo mental —una ficción útil—, el resultado de integrar sensaciones de diferente orden. Si nuestra mente funcionara de otro modo —por ejemplo, si fuese incapaz de integrar el tacto y la visión— el mundo sería muy distinto. En cambio, Platón —la Antigüedad, en general— pensará de otro modo la escisión que implica la atribución de una serie de rasgos a un algo. Y la pensará de otro modo porque, para Platón, el punto de partida del pensar es el haber de las cosas y no nuestra representación de las cosas que hay. Es decir, la cuestión no será, como lo fue para Descartes y los que le siguieron, hasta qué punto cabe asegurar, sin ningún genero de duda, la verdad de nuestras representaciones del mundo, sino en qué consiste que haya algo y no más bien nada. En la Antigüedad, la actitud fundamental que sostuvo la actividad del pensar no fue la de la sospecha, sino la del asombro… a pesar de que la sospecha de algún modo también estuvo ahí desde el principio. Pues el asombro, tarde o temprano, nos obliga a poner en suspenso las pretensiones de verdad de lo que se dice , esto es, de la opinión. Al menos, porque la opinión —un hablar por hablar— solo es posible una vez hemos dejado atrás el motivo del asombro. Las opiniones cambian. No, lo que provoca nuestro estupor. O mejor, extrañeza. Y es que acaso sea la posibilidad de caer en la extrañeza, esa mezcla de fascinación y pasmo, lo que hace de nosotros, a diferencia de los simios, unos extraños.

Seguiremos en un próximo post.

Cherteston, enorme

enero 7, 2024 § Deja un comentario

(…) la filosofía o es eterna o no es filosofía. La costumbre moderna de decir: «Ésta es mi opinión, aunque puedo estar equivocado», es completamente irracional. Si admito que puedo estar equivocado, es que no es mi opinión. La costumbre moderna de decir: «Todo el mundo tiene su propia filosofía; ésta es la mía y la que me conviene», es una costumbre que sólo revela debilidad mental. Una filosofía cósmica no se construye para que se adapte al cosmos. Nadie puede poseer una filosofía privada más de lo que puede poseer un sol privado o una luna privada.

GK Chesterton

prudencia política

noviembre 30, 2023 § Deja un comentario

No es fácil ser prudente, en el sentido clásico de la palabra —cortar el atún por dónde hay que cortarlo, sin pasarse, ni quedarse corto. El horizonte de la existencia es un no terminar de saber. Por eso el sabio es sabio: porque sabe que con respecto al tener que juzgar la situación no hay recetas que valgan. Al menos, porque el punto justo —el equilibrio— entre dos extremos depende de variables que no acabamos de controlar. Quien se guía por las recetas es sencillamente un insensato, alguien que cree tener claro de que van los asuntos más densos. Un bocazas.

Se trata, en definitiva, de un saber práctico —de un saber anclado en la experiencia… la cual, para no quedarse simplemente en lo sensacional, exige una cierta inquietud por lo que en verdad tiene lugar y no simplemente pasa. Hablamos del saber de quien sabe, pongamos por caso, tocar el violín —y no simplemente lo rasga. El virtuoso del violín tiene un completo dominio de su instrumento. Es capaz de extraer su potencia. En manos del virtuoso, el violín da de sí lo que puede dar de sí. Sin embargo, ese dominio lo ejerce sin saber conscientemente cómo es capaz de mover los dedos tan ágilmente… en el momento de interpretar un capriccio de Paganini. Paralelamente, el virtuoso de sí mismo alcanza un completo dominio de sí… sin aplicar directamente ninguna instrucción. Y ello en nombre de lo que importa, al fin y al cabo, del bien. Está en juego la libertad: que no te pueda lo que no vale la pena —en el caso del virtuoso del violín, el poder interpretar cualquier partitura.

Platón, como es sabido, entiende la cuestión acerca de la justicia política en los términos de la justicia moral. Y viceversa. Por aquello de la analogía estructural entre las diferentes clases de hombres y las dimensiones del alma. Así, la pregunta sobre cómo ser justos con los demás es el envés de la que se interroga sobre cómo ser justo con un mismo —cómo llevar a cabo una vida buena, una vida ajustada al bien. O, por decirlo de otro modo, qué voz —que inclinación—, de las que habitan dentro de nosotros, debe gobernar, guiar, orientar nuestra existencia. Pues no es lo mismo dejarse llevar por lo elemental que por lo mejor que hay en nosotros mismos, la aspiración al bien. Al fin y al cabo, quien quiere ser médico, perseverará en su intento de llegar a ser un buen médico (y no solo se limitará a curar lo que cualquier médico puede curar, siguiendo los protocolos habituales).

Ahora bien, con respecto a cómo lograr una vida buena o justa no vale una respuesta de manual —una definición formal del bien o de lo justo. Pues una respuesta de manual no deja de ser trivialmente verdadera o tautológica: nadie podrá racionalmente negarla, sin caer en contradicción. Pues es cómo decir que lo justo es darle a cada uno lo que se merece. Obvio. Ninguna definición formal nos dirá cómo actuar —qué decidir— en cada momento o situación. De ahí que , en las situaciones particulares, lo habitual sea que nos dejemos llevar por la sensibilidad común, la opinión —lo que se dice, se hace…—, el impulso. En cambio, lo excepcional es guiarse por la prudencia, la sabiduría, el sopesar. Al fin y al cabo, en los asuntos humanos, todo es mezcla: no hay sentimiento químicamente puro. Aquí la claridad de quien tiene una opinión es signo de estupidez. La ignorancia siempre fue prepotente.

Con todo, el hecho es que no todos poseen la sabiduría de quien sabe determinar qué hay que hacer según la circunstancia… porque es capaz de verlo —como el virtuoso del violín ve cómo hay que interpretar una partita de Bach. ¿Es el momento de condenar o de perdonar? ¿El de dejar a la mujer con la que vives o de permanecerle fiel? ¿El de apagar el fuego de la sartén? No hay, como decíamos, recetas que valgan. Las fronteras de lo que se halla entre dos extremos son difusas, desplazables, densas. Esta es, de hecho, la moraleja de la paradoja sorites. Es evidente que, a menos que sigamos siendo unos niños, no sirve como criterio el me gusta o no me gusta. Quien se guía por este criterio sigue sin saber de qué va el juego.

Sin embargo, porque no todos somos sabios o prudentes, Platón ofrece, al problema moral del saber qué hacer en cada momento, una solución política: dejémonos guiar —gobernar— por el sabio. Pero, quien sabe leer entre líneas, fácilmente admitirá que la propuesta de Platón no es, estrictamente, una solución. Pues la mayoría, precisamente, prefiere apedrear al sabio. Esta es, de facto, la ley de gravedad de lo político. No hay manera de racionalizar la política —el juego del ejercicio del poder. La utopia no es un ideal al que podamos aproximarnos. Es un imposible. Y esto es lo mismo que decir que en el ámbito de lo político gana la violencia. Pues el ámbito en el que se decide cómo vivirán los hombres, quién muere y quien vive —y aquí quizá convenga señalar que, socialmente, uno muere o está de más cuando se ve obligado a vivir como un perro. Y gana la violencia aunque sea de forma encubierta o amable, esto es, como si no la hubiese. De hecho, el encubrimiento es lo común de la vida en común.

de la plata y la ganga: una breve introducción al platonismo

noviembre 24, 2023 § Deja un comentario

¿Qué es el amor de una madre? Pues, en principio, lo que debe ser: ternura, entrega, sacrificio… Sin embargo, cuando nos preguntamos qué hay en el abrazo de una madre, por poco lúcidos que seamos, caeremos en la cuenta de que no solo se manifiesta el amor al hijo. También el amor al vínculo con el hijo. No es exactamente lo mismo. Pues el amor al vínculo tiende a destruir al hijo. La cuestión es qué pesa más en ese abrazo. Pues las proporciones de la mezcla varían según sea el caso.

Con todo, podríamos preguntarnos si podría haber un amor al hijo que no suponga un amor al vínculo con el hijo. Y la respuesta es que no. El amor de una madre solo puede presentarse —llegar al presente— dejando atrás su carácter absoluto o incondicional, esto es, sin tara. En definitiva, el amor de una madre solo puede realizarse a través de su contrario, renunciando a la pureza. El amor puro no es nada en concreto —o dicho de otro modo, es no siendo nada en concreto. El amor puro tiene que negarse a sí mismo, como quien dice, para llegar a ser, precisamente, amor. Por tanto, no hay Amor, con mayúscula, para el hijo. Para el hijo tan solo el amor realizado. Es lo que tiene que el Amor —o el Bien, la Justicia, la Belleza…— solo sea siendo el amor que debe ser.

El Amor es, por consiguiente, idea. Pero no porque sea una quimera, sino porque su realidad solo puede ser pensada como lo que tuvo que desaparecer para que pudiera hacerse presente. Y sin embargo, porque el Amor es lo que debe llegar a ser, en el amor particular de una madre subsiste la exigencia de ser solo amor. Aunque, de hecho, no pueda darse en absoluto.

palabras que los nuestros ignoran

noviembre 17, 2023 § Deja un comentario

No es una anécdota. Es un problema social de primer orden. Y las escuelas —mejor dicho, sus direcciones, incluyendo, sobre todo, las de la administración—, como si oyeran llover. De momento, se dedican a matar al mensajero. Quien crea que la enseñanza mejorará procurando que los chicos desarrollen tropecientas competencias y treballant en equip fuma demasiado. La mayoría de nuestros jóvenes, sencillamente, no sabe leer. Así, tal cual. De ahí que sea incapaz de resumir un artículo de El periódico. La diferencia entre los que saben leer y los que no se acentúa cada vez más —por no decir que ya es abismal. Y se acentúa porque la escuela no sabe —ni quiere— ponerle remedio a este asunto (y digo ni quiere porque no parece que nadie esté por cogerle los cuernos a este toro). Es lo que hay, se nos repite. Vale. Sin embargo, el efecto colateral es que un profesor que pretenda tomarse en serio la enseñanza queda fuera de juego. Forma parte de un equipo cuyo entrenador ha tirado la toalla. Aunque diga lo contrario.

Inevitablemente, no hay alternativa: o nos dedicamos a los que saben leer —y a los que no, ya les pondremos un cinco—; o nos dedicamos a los que encuentran muy costoso leer cuatro o cinco páginas seguidas —y dejamos tirados en la cuneta a los que quieren y pueden aprender. Aun cuando siempre habrá quien, harto de humo, apelará a la tautología: hemos de estimular a los “mejores”, mientras procuramos “levantar” a los que se quedan atrás. Esto sobre el papel está muy bien. De hecho, es irrefutable. Pero dadas las condiciones actuales no es posible. Es como pretender edificar un rascacielos sobre terreno pantanoso.

Llama la atención que una pedagogía cuyo horizonte es la inclusión social haya terminado de facto siendo más selectiva —más elitista— que la tradicional. Mucho más. Con todo, era de prever… una vez comenzábamos a constatar que, de hecho, el proyecto se llevaba a cabo bajando el listón: en la ESO no hacer nada sale gratis (o casi). Por no hablar de que a los disruptivos —a los que bloquean, literalmente, la clase— no puedes ni siquiera sancionarlos: tienes que comprenderlos, hacerles ver, en definitiva, amarlos. No exagero: esta es la instrucción —la orden que viene de arriba. Ciertamente, no se trata de vigilar y castigar. Pero primero el respeto y luego, si se tercia, el amor. Y no hay respeto —autoridad— sin unas pocas dosis de temor. Donde las riendas las lleva el maestro, todo fluye (y para quien está en las trincheras es obvio que esto, precisamente, es lo que piden los alumnos, incluso los disruptivos… o principalmente estos). Lo dicho: fumadores. En cualquier caso, si el lenguaje es la munición de la inteligencia, pues ya nos podemos imaginar qué nos viene encima: una generación de idiotas. Eso sí, la mar de felices con sus tiktok. Y diría que el mundo laboral comienza a notarlo. Por suerte, la IA ya compensará este desaguisado cultural.

Estas son algunas de las palabras que desconocen buena parte de nuestros bachilleres —anotadas durante los últimos días:

gélido

inherente

acecho

coerción

inserto

sustancial

integrar

enguany

supresión

consumado

desasosiego

implícito

concepción

desarraigo

… y una última, aunque sea para nota: estulticia.

cuerpo y alma —o del haber y lo sagrado

noviembre 11, 2023 § Deja un comentario

La mujer que tienes ante ti —el hombre, incluso el árbol, la piedra, el ácaro…— es un milagro. Y lo es porque desde el horizonte de la nada —de un haber que en sí mismo es no siendo nada en concreto y, por tanto, haciéndose presente a la inteligencia como lo que desaparece del campo de visión—, todo es acontecimiento. Y quien dice acontecimiento dice sagrado. Pues la mujer que aparece ante ti como si fuera, literalmente, un revelación es intocable. Y no porque, de hecho, no puedas tocarla, sino porque su carácter milagroso o excepcional retrocede al tocarla. Tocar es, en cualquier caso, profanar.

Sin embargo, el mundo nos obliga al trato —a la profanación. El cuerpo de esa mujer —de ese hombre, del árbol, la piedra…— tiene que ser tratado. Esto es,utilizado. Y ya sabemos que el destino de lo útil es lo inútil —el container. Así, la verdad permanece oculta tras el tratamiento —la aparición, tras las apariencias. La escisión entre lo que contempla el alma y lo que necesita un cuerpo se impone, por consiguiente, como un dato. No hablamos de una opinión entre otras, sino de lo que la razón, tarde o temprano, debe admitir. Es por ello que Platón decía que el territorio del alma es el de la verdad —el mundo verdadero. Y que, por eso mismo, el cuerpo es una cárcel. Pues en la cárcel las ventanas son muy estrechas. Por no hablar del cielo abierto.

(Al fin y al cabo, estamos apuntando a la sensibilidad religiosa. Pues el asunto principal de la religión es cómo permanecer conectados a la revelación en medio de un mundo que solo admite el (con)trato.)

hiatus: de Platón y la sofística (y 3)

noviembre 2, 2023 § Deja un comentario

Cuanto hemos dicho de la belleza, podríamos también decirlo de lo justo o el bien. Y, en definitiva, del haber —el ser— en general. De hecho, que podamos decirlo tampoco es anecdótico. Pues no es posible pensar el haber en cuanto tal sin tener en cuenta lo que debe ser. Esto es, lo bello, justo, el bien… Al fin y al cabo, como veremos, ser y deber ser son dos caras de una misma moneda.

Es evidente que no cabe decir que, como tal, el haber sea en el mismo sentido en que decimos que las cosas son. Nada es que no aparezca. Cuanto es real se hace presente de un modo u otro —y por eso mismo, siempre relativamente, esto es, en relación con un punto de vista. Ahora bien, lo cierto es que, como dijimos, el haber en cuanto tal —el puro haber— no se hace sensiblemente presente, esto es, no admite un punto de vista. El puro haber —el ahí en cuanto tal— no se puede ver ni tocar. Pues de hacerse presente se haría presente como nada. El puro haber es oscuridad y silencio… absolutos. Al fin y al cabo, existir significa haber sido arrancado de la nada. De ahí que la nada se revele como el fondo inescrutable de la existencia. E inescrutable porque en la nada no hay nada que escrutar. Es lo que nos distingue de los bonobos. Estos no existen, son. Tan solo el hombre se encuentra a sí mismo como el que se halla expuesto a la nada —a la oscuridad y silencio de un puro haber. La nada es la imposible posibilidad del mundo. Es imposible porque no se trata de una posibilidad del mundo. Más bien, su posibilidad, de realizarse, implicaría el fin del mundo. Y es posible porque, al proceder de la nada de un puto haber —estrictamente de su negación—, el mundo es lo que es bajo la amenaza de una completa aniquilación.

Todo esto tiene bastante de obvio… si se piensa bien. Y aquí hay que tener en cuenta que lo obvio es lo que tiene que ser obviado… si queremos evitar la parálisis que provoca la reflexión. De ahí que una vida reflexionada, aquella que cuestiona precisamente lo obviado, no puede evitar vivir en un cierto estado de suspensión. Como se supone que vive un dios: en el aire, esto es, en suspenso.

Si hay cosas es porque, en definitiva, hay el haber, aunque en sí mismo, no sea nada en particular… ni pueda serlo. En cierto sentido, podríamos decir que el haber como tal se hace presente como lo que tiene que desaparecer o dar un paso atrás para que haya mundo. De ahí que el mundo sea aparente, en el doble sentido de la palabra. O dicho de otro modo, todo cuanto es o hay se encuentra sometido al tiempo —y por eso mismo, a la desaparición— porque participa del puro haber, por decirlo a la platónica, esto es: porque el haber se realiza en el haber de las cosas; porque el haber de las cosas representa o encarna el haber en cuanto tal. Así, el puro haber, el haber en cuanto tal, es no siendo, es decir, no mostrándose como tal, sino como el haber de las cosas. El haber de las cosas sería la forma del haber —el modo del haber…, un modo sin el cual no hay ningún haber. Por consiguiente, las cosas son no terminado de ser lo que parecen o muestran ser… precisamente porque son. Porque las cosas participan del haber en cuanto tal —y en tanto que pertenece al haber en cuanto tal el revelarse como lo que tiene que desaparecer en cuanto tal para que haya aparición—, nada es o hay que no tenga como horizonte la desaparición, en definitiva, el no-ser.

Por eso, todo cuanto es incluye dentro de sí a su contrario. Nada se nos da en una estado químicamente puro. No hay, por ejemplo, amor sin celos. No hay entrega o sacrificio-por-el-otro que no vaya con la necesidad de tenerlo. La cuestión es en qué medida se dan lo uno y su contrario —qué ingrediente pesa más. Y esta es una cuestión decisiva… si de lo que se trata es de la felicidad, esto es, del saber vivir. Al menos, porque la felicidad dependerá de que sepamos ver, precisamente, qué pesa más, en definitiva, de que sepamos calibrar —discernir, juzgar, sopesar— la situación. Por tanto, nos equivocamos donde creemos que nuestra felicidad depende de topar con lo que no tiene tara —donde creemos, en definitiva, que nuestra felicidad dependerá de que se realicen nuestras fantasías. Toda fantasía es evasión —un encerrarse en un mundo virtual. De ahí que Sócrates dijera que la infelicidad —el daño que provocas y, por eso mismo, te provocas— es, en el fondo, ignorancia. No supimos de qué iba el juego. Los bonobos tampoco lo saben. La diferencia entre ellos y nosotros es que nosotros podemos saberlo.

En el fondo, Platón interpretará dialécticamente la sentencia de Parmenides. La nada, ciertamente, no es. Y el puro haber no es nada —pues tan solo es lo particular o concreto, cuanto muestra una forma. Ahora bien, si esto es así —que lo es—, entonces hay mundo porque la nada no es. Dicho de otro modo: porque el haber del puro haber incluye en su seno la negación de su carácter absoluto o incondicional. Hay mundo porque lo absoluto es la negación de lo absoluto. O por decirlo con otras palabras, lo absoluto posee un carácter doblemente negativo: la nada no es. Y sabemos que una doble negación equivale a una afirmación. El fundamento del mundo es la nada negándose a sí misma. De otro modo: lo que es se hace presente de una forma u otra (y aquí no decimos nada que no sepamos por defecto). Sin embargo, este lo que —el haber en cuanto tal— es la nada siendo no nada de un puro haber. Y esto es lo que cuesta de ver. De hecho, es lo que no cabe ver en nuestro trato con las cosas.

Paralelamente, hay mundo —hay el haber de las cosas— porque el envés de la negación de sí es untiene que haber algo. De ahí que ser y deber ser —esto es, el Bien— vayan de la mano. Y de ahí también que Platón dijera que la idea de Bien está más allá del ente —de cuanto posee entidad. El hiato entre el puro haber y el haber de las cosas —que lo real en sí trascienda el ámbito de lo sensible— se salva, por tanto, por el movimiento negativo de la nada hacia lo otro de sí. La nada es no siendo… nada. El fundamento del mundo —de las cosas— no es una cosa, sino un deber ser, en definitiva, el Bien como exigencia de ser por entero lo que no acaba de ser por entero.

Quizá no sea casual que quienes aceptan el reto de la reflexión —quienes andan en busca de la verdad— no terminen de adaptarse al mundo. Pues la reflexión exige un distanciarse del mundo. Al menos, de vez en cuando. Y quien se distancia de las apariencias fácilmente queda fuera de juego. Pues una vez lo anterior es interiorizado por la conciencia, el mundo —la vida que nos ha tocado en suerte—, al menos hasta el punto en que esto es posible, se revele como ficción, una ficción de la que, sin embargo, no podemos escapar. Pues no hay mundo verdadero —o más verdadero que este—, aunque haya verdad. Porque la verdad no es para nosotros —para nosotros tan solo las cosas que la expresan, esto es, la verdad a medias o hasta cierto punto—, no hay mundo más verdadero que el que nos ha tocado en suerte. Y es que lo que siempre tiene lugar frente a lo que simplemente pasa —el haber en cuanto tal— es no siendo nada en concreto. De ahí que la ironía del filósofo sea el único modo de tomarse en serio la existencia: como el buen actor que asume seriamente su papel… sabiendo que solo tenemos papeles que representar. La sinceridad no pasa por desprenderse de la máscara —pues de hacerlo no veríamos a nadie—, sino por no tomarse demasiado en serio a uno mismo. Y ello en nombre de lo que importa.

De hecho, la raíz de la libertad interior entendida como dominio de sí —de un estar por encima de lo que te sucede y carece de importancia… aunque te parezca lo contrario— es la conciencia de que, en el fondo, el mundo es lo que es debido a la exigencia que se halla incrustada en la nada del puro haber, aquella por la que cuanto cabe ver y tocar se encuentra sometido al principio del deber ser por entero lo que no acaba de ser… ni puede acabar de ser. De hecho, para sobrevivir a la catástrofe —al hundimiento del sentido de tot plegat—, hay que tener la musculatura, en definitiva mental, de un dios. Al menos, porque la cuestión de la libertad es, en definitiva, la cuestión del poder: que no te pueda lo que te sucede y carece de importancia… Y aquí es donde podemos equivocarnos, creyendo que se trata de un poder hacer impunemente cuanto uno desea —del poder de la invisibilidad: nadie te ve, nadie te juzga. Sin embargo, este poder tiene los pies de barro. Como viera Platón, como mujeres y hombres no podemos modificar lo que sucede —o solo circunstancialmente—: no somos dioses. Únicamente podemos estar por encima (y quien dice por encima, dice en el aire o en suspenso). Y esto ya es mucho. Acaso lo único que nos acerca a un dios.

todo Platón en una sola frase

noviembre 2, 2023 § Deja un comentario

Hay verdad, pero no para nosotros. Para nosotros la verdad realizada.

más allá de

octubre 26, 2023 § Deja un comentario

En tanto que mujeres y hombres, no podemos dejar de preguntarnos qué hay más allá de lo que nos parece que es. Ciertamente, todo se nos muestra o aparece. Nada es que no se haga de algún modo presente. Y por tanto no da la impresión de que podamos responder a la pregunta por lo real más allá de su revelarse a la sensibilidad o a la razón. Sin embargo, la razón es al menos capaz, en su uso dialéctico, de caer en la cuenta de que lo que trasciende el aparecer —en definitiva, lo que, en definitiva, aparece en cualquier aparecer— no pueda dársenos, precisamente, en los términos de un aparecer, sino en los de una falta fundamental. Y no es lo mismo encara la existencia dando por sentado que no hay más que cuanto podemos ver y tocar que sabiendo —y a menudo, a través de mucho sufrimiento— que si no hay más que cuanto podemos ver y tocar es porque hay un más.

Es verdad que podemos pasar del asunto y vivir como si no estuviéramos expuestos a este exceso —y a lo que se desprende de él. Pero en ese caso cuanto hacemos o dejamos de hacer sería indistinguible del movimiento de las bolas de billar. Aunque estas se desplacen alegremente por la mesa… lo cual, si lo pensamos bien, tampoco es que esté de más.

hiatus: de Platón y la sofística (2)

octubre 24, 2023 § Deja un comentario

El haber de lo que vemos y tocamos es lo que siempre damos por descontado en el ver y el tocar. Esto es, el presupuesto fundamental de la experiencia es que las cosas que percibimos son, están ahí. Con respecto al hecho de estar-ahí, la rosa y el cerdo son lo mismo. Las diferentes cosas que hay tienen en común el hecho de que son. De momento, todo muy obvio.

¿Cabe preguntarse, sin embargo, por el haber en cuanto tal? ¿En qué consiste ser al margen de los diferentes modos de ser? Ciertamente, hay el haber. Sin embargo, el haber en cuanto tal, es decir, con independencia de su hacerse presente en el haber de las cosas, no es nada en concreto. Basta con imaginar que, de repente, desapareciese el mundo. ¿Acaso, de seguir existiendo, no estaríamos expuestos a la oscuridad y el silencio más absolutos —a un ahí sin forma? Si tan solo es lo que se hace presente bajo un aspecto u otro, entonces el haber en cuanto tal —y porque es en cuanto tal, es decir, al margen de su hacerse presente— estrictamente hablando no es. Sin embargo, es innegable que hay cosas. ¿Cómo entender, por tanto, que haya cosas y, a la vez, que no haya el haber en cuanto tal? ¿Es posible que haya cosas porque, precisamente, no hay el haber en cuanto tal —porque este no se hace presente a una sensibilidad? ¿Cómo entender, al fin y al cabo, este porqué? Vamos a enfrentarnos a estas preguntas a través de la idea de belleza, a la cual Platón recurre con frecuencia… lo que no es casual, como veremos.

Hay cuerpos bellos —cuerpos que vemos o reconocemos como tales. ¿Qué es lo real de un cuerpo bello en tanto que bello? Si lo real es, por defecto, lo que se hace presente bajo un determinado aspecto, entonces lo que se hace presente en un cuerpo bello en tanto que bello es, precisamente, la belleza. Ahora bien, lo cierto es que este hacerse presente es siempre relativo a un punto de vista o momento dado. Un cuerpo bello nunca es absoluta o incondicionalmente bello, esto es, bello desde cualquier óptica o sensibilidad. En ningún caso, un cuerpo bello será bello por entero. Tan solo hasta cierto punto o medida. Ahora bien, si únicamente es lo que permanece invariablemente por debajo del cambio, entonces ningún cuerpo bello termina de serlo en verdad Y lo que no termina de ser en verdad, estrictamente hablando no es. Hablando en propiedad, ningún cuerpo bello es bello, sino que se nos muestra como si lo fuera.

Así, cuando decimos de un cuerpo que es bello, en el fondo lo que decimos es que en ese cuerpo aparece la belleza —la muestra, revela o representa. Platón dirá que el cuerpo bello participa de la belleza como tal. De ahí el carácter ambivalente de las apariencias. Por un lado, el aparecer es, en cualquier caso, el aparecer de lo real: la belleza aparece o se hace presente en los cuerpos bellos. Y por eso podemos decir, aunque solo hasta cierto punto, que un cuerpo bello es, precisamente, bello. Pero por otro, la belleza nunca aparece de manera incondicional, sino siempre como copia imperfecta (la expresión es de Platón) —como el eco o reflejo de una belleza absoluta. Es como si la belleza solo pudiera manifestarse dejando atrás su carácter absoluto o sin resquicio. El mundo aparente, por tanto, es aparente en un doble sentido. Es aparente porque en él aparece o se muestra lo que es en verdad. Pero también es aparente —y aquí por aparente entendemos ilusorio— porque en el aparecer de lo que es en verdad, no aparece como tal lo que, al fin y al cabo, aparece o se revela. No es casual que la palabra revelación posea una doble acepción. Por un lado, apunta al descubrir. Como quien aparta un velo. Pero por otro, significa volver a velar. Podríamos decir que la belleza como tal desaparece o da un paso atrás en su aparecer como cuerpo bello.

En consecuencia, hay belleza. Pues de lo contrario no podríamos reconocerla en los cuerpos más o menos bellos. Pero la belleza en cuanto tal no es visible —no se hace presente a una sensibilidad. La belleza en cuanto tal o absoluta tan solo puede ser pensada… como la condición de los cuerpos bellos. En este sentido, la belleza es idea. Ahora bien, se trata de una condición que no es solo formal, como creyeron los sofistas, sino también —y sobre todo— real . Hay belleza y no solo una definición formal de belleza—y por eso mismo, vacía de contenido. Sin embargo, que haya belleza y no solo una definición formal de belleza nos obliga racionalmente a admitir un hiato entre lo absolutamente real y su hacerse presente en lo sensible. En este sentido, Platón dirá que lo real trasciende el ámbito de cuanto podemos ver y tocar. Y no puede dejar de hacerlo. Como sabemos, la manera de expresar el carácter trascendente de lo real será por medio de la imagen de los dos mundos.

Sin embargo, llegados a este punto alguien podría preguntarse por qué hay cosas y no tan solo idea. La respuesta, de haber entendido lo anterior, es inmediata: nada es real que no se haga presente de un modo u otro; sin embargo, el hacerse presente de lo real va con la pérdida de su carácter absoluto… o realmente real, por decirlo así. Así, la belleza, pongamos por caso, solo puede mostrarse o hacerse presente relativamente, esto es, en relación con un punto de vista o manera de ver. Por eso un cuerpo bello solo es aparentemente bello —y aquí hay que tener en cuenta el doble sentido de la palabra apariencia.

Es verdad Platón en el Timeo responde a la cuestión contando una historia: el mundo que habitamos fue creado por una divinidad artesana —un demiurgo— como copia del mundo real y sobre la base de una materia prima que se resiste a adoptar la forma de la idea —y de ahí que las cosas sean copias imperfectas de la idea. Sin embargo, el Platón de la madurez —el de El Sofista— ofrecerá una explicación más racional, la que hemos desarrollado aquí: lo real —es decir, el lo que de lo que aparece— solo puede hacerse presente dejando atrás su carácter absoluto o incondicional. Hay cuerpos bellos porque hay belleza. Pero el haber de la belleza en cuanto tal es lo que tuvo que desaparecer en su hacerse presente como cuerpo bello. Es como si el darse de la belleza fuera con su negación de sí. O por decirlo a la manera de Heráclito: el sí va con el no —la aparición con la desaparición del carácter absoluto de lo que aparece.

esto de la verdad

octubre 23, 2023 § 2 comentarios

No es posible decidir sobre la verdad desde nuestro lado. Desde nuestro lado no cabe ir más allá de lo que nos parece que es. Y aquí es cierto aquello de tans caps, tans barrets. Donde no hay amor a la verdad, prevalece el griterío, la cacofonía, el ruido y la furia. En definitiva, la demagogia. Twitter.

El único modo de acercarse a lo que en verdad tiene lugar más allá de lo que nos parece que sucede es a través de la razón. Pues únicamente la razón nos permite situarnos del lado de lo real o, como suele decirse, trascender las apariencias. Y las trasciende en tanto que en el ejercicio de la razón no hay algo así como un punto de vista. Literalmente. La razón no ve nada, sino que deduce lo que en verdad tiene lugar a partir de la idea misma de lo real, la cual no podemos obviar o pasar por alto. Pues solo sobre su base cabe la experiencia. La razón únicamente atiende a lo necesario. Aunque lo necesario sea que lo necesario tiene que desaparecer para que haya mundo. O aunque el resultado del implacable ejercicio de la razón sea, precisamente, el reconocimiento de una irracionalidad de fondo.

Sea como sea, la única forma de situarse del lado de lo real es partir de la idea misma de lo real para ver lo que se desprende necesariamente de ella. En modo alguno fue una boutade que Sócrates, ese campeón de la racionalidad, terminase admitiendo, frente a la prepotencia de quien cree saber, que lo único que sabía era que no sabía nada. Y es que lo que no vamos a comprender fácilmente, estando situados del lado de lo real, es el paso de la idea de lo real a la existencia de lo particular. No en vano, en el Timeo, Platón se verá obligado a poner un demiurgo de por medio para garantizar el paso… lo cual, sin embargo, supone claudicar frente a la historia, esto es, frente al mito. A menos que la idea de lo real-absoluto incluya en su seno la negación de lo absoluto. Esto es, que lo primero sea el negarse a sí mismo, por así decirlo, de lo absoluto. Y esto fue lo que acaso comprendió el último Platón en su intento de fundamentar la ignorancia socrática.

hiatus: de Platón y la sofística (1)

octubre 21, 2023 § Deja un comentario

Hay un hiato entre el sentido y su realización. No hay justicia, belleza, amor o bien… que se realicen a la perfección. Siempre, hasta cierto punto o medida. Esto es, no sin ciertas dosis de su contrario. De ahí que siempre quepa discutir el carácter justo de una decisión justa. Esto es sencillamente así. Y no tiene que ver con nuestra falta de pericia o habilidad. Tiene que ver con la estructura misma del hacerse presente de lo real.

Un sofista —y nosotros mismos, espontáneamente— diría que, porque no podemos superar la perspectiva, no hay justicia, belleza, amor o bien…, sino diferentes opiniones sobre lo justo, la belleza, el amor, el bien… Ciertamente, los diferentes pareceres con respecto a lo justo, lo bello, el amor, el bien… se apoyan sobre sus definiciones formales. Estas definiciones son lógicamente incontestables. Pues negar, por ejemplo, que la justicia consista en darle a cada uno lo que se merece sería, de hecho, irracional. Pero precisamente porque estas definiciones son incontestables desde la óptica de la razón, no significan nada en concreto. Es como cuando decimos que está lloviendo… o no. Nadie podrá negarlo, sin caer en contradicción. Pero al igual que nadie podrá hacerse una idea de qué tiempo está haciendo. Así, de la definición de lo justo no se desprende qué se merece cada uno. La concreción de lo justo dependerá, en cualquier caso, de la sensibilidad —de lo que por lo común nos parezca justo. Ahora bien, con respecto a lo que nos parece… siempre cabe cambiar de punto de vista. En lo relativo a los asuntos de la polis no podemos ir, por consiguiente, más allá de lo que nos parece que es.

Con todo, que discutamos sobre lo justo o bueno —que, en estos casos, la discusión tenga sentido— presupone lógicamente que tiene que haber una solución, es decir, que cabe demostrar que un punto de vista es el correcto. En definitiva, que es posible determinar que el aborto, pongamos por caso, es un crimen —o lo contrario. El sofista sabe que esto no es posible. Pero también sabe que aquellos a los que seduce su retórica no lo saben (o cuando menos, discuten como si lo ignorasen). Y es que si puede seducir a quienes lo escuchan es porque estos dan por descontado que tiene que haber un opinión verdadera. El sofista, en el fondo, no deja de ser un prestidigitador.

Platón hilará más fino. La tesis de fondo será que si hay justicia —o belleza, o bien…— es, precisamente, porque no la hay. Ahora bien, esto nos obliga a preguntarnos de qué hablamos cuando hablamos del haber. Y quien dice haber, dice ser. El punto de partida es que hay cosas. Sin embargo el que haya cosas —el haber al margen de su hacerse presente como el haber de las cosas— no se hace presente como tal. Pues de hacerlo —de percibir un puro haber— nada se nos haría presente. Esto es, lo que se nos haría presente es la nada, la oscuridad y el silencio más absolutos ahí.

paráfrasis de Heráclito

septiembre 29, 2023 § Deja un comentario

Por decirlo en breve, un mundo en el que no hubiese mal —ni tampoco pudiera haberlo— no sería bueno De hecho, de habitar ese mundo, aunque fuese como espectros puros, no podríamos evitar la sensación de irrealidad. Si el todo fuese el todo, no habría el todo. Para que haya lo que hay, el puro haber —estricta oscuridad y silencio— tiene que desaparecer en el haber de las cosas. Sin embargo, lo que no aparece —lo que no se hace presente de algún modo— propiamente no es. El puro haber no es nada —y aquí conviene tener en cuenta que una doble negación equivale a una afirmación. Y por eso mismo —porque la nada no es— hay mundo. El mundo es, al fin y al cabo, el resultado de la negación de la nada —de la voluntad de no ser nada. Al principio, hubo el hágase —y un hágase por el cual lo absoluto se dirige, en la negación de sí, hacia lo otro de sí. El único absoluto es el absoluto que es no siendo nada.

En cierto sentido, podríamos entender el pensamiento dialéctico de Heráclito como una prolongación del de Parménides. Como si Heráclito se limitase a estirar el chicle. Ahora bien, al estirarlo hasta rozar la contradicción, el chicle termina por romperse. Ciertamente, decir lo real equivale a decir lo Uno —o eterno, ilimitado, etc. Pero lo real aparece en lo diverso —y por eso mismo lo real no aparece como tal. No vemos el todo-uno… como tampoco lo eterno o ilimitado. De ahí que lo real en sí solo pueda ser pensado. Hasta aquí Parménides.

Sin embargo, porque no hay realidad que no se haga presente, de un modo u otro, lo real en sí propiamente no es. O mejor dicho: es no siendo nada. La condición del mundo es la desaparición o paso atrás de lo real en sí o absoluto. Lo real se hace presente dejando como tal —esto es, en tanto que Uno, eterno, etc— de estar presente. Y aquí comienza Heráclito. Lo real se muestra en aquello que, de algún modo, lo niega. El modo del haber traiciona el haber… al hacerlo presente. Todo es, por consiguiente, tiempo, el paso del ser al no ser —y viceversa. No es casual que Heráclito eligiese la imagen del fuego para referirse al arjé. Pues el fuego avanza consumiendo —negando— aquello que lo hace posible.

la reflexión y la hierba

septiembre 25, 2023 § Deja un comentario

Sócrates fue condenado por impiedad, esto es, por no dar el debido culto a los dioses. También por corromper a la juventud. Ambas acusaciones tienen sentido. Al menos, porque, como dijera Hegel, donde irrumpe la reflexión no vuelve a crecer la hierba. Aunque también podría haber dicho que la hierba que crece es otra. En cualquier caso, no parece que los resultados de la reflexión contribuyan a una mayor cohesión social o política. De hecho, esta cohesión depende de que hayan temas que no se tocan —temas tabú. Y para el filósofo —para quien es su inquietud por lo verdadero, por lo que en verdad tiene lugar en todo cuanto pasa— no hay tema tabú. Como tampoco hay creencia que no sea interrogada. El filósofo, en el fondo, se atreve a cuestionar lo que se da por descontado. Y no como pasatiempo, sino porque lo que está en juego es, precisamente, la libertad —al fin y al cabo, un estar por encima de lo que sucede y no importa. Dicho de otro modo, lo que está en juego es precisamente la individualidad, el no quedar disuelto por lo impersonal: por lo que se dice, se hace, se espera… Y es que nadie llega a ser dueño de sí mismo sin tomar una cierta distancia con respecto a lo que cree, siente, desea… “espontáneamente”. Ahora bien, debido a esa distancia interior, el resultado de la reflexión no va a ser un saber más cosas , sino un saber paradójico. Y es que lo que sabe quien sabe de lo que habla es que nunca terminamos de saber de lo que hablamos cuando empleamos, sobre todo, grandes palabras. Platón se limitará a justificar esta ignorancia. Pues no tiene que ver con una falta de habilidad —Sócrates no es que fuera un incapaz— , sino con el carácter absoluto de la realidad propiamente dicha. Y aquí hay que tener en cuenta que absoluto significa, literalmente, ab-suelto, esto es, lo sin juicio, lo que queda sin decir. Pero este es otro asunto.

una papelera no siempre es una papelera: una introducción a Sócrates

septiembre 2, 2023 § Deja un comentario

Por lo común, sabemos de lo que estamos hablando mientras no nos lo preguntemos. Pues al preguntárnoslo abandonamos el marco pragmático en el que el lenguaje deviene significativo. Esto es, nos situamos en la grada, fuera de la escena. Por ejemplo, una papelera. En principio, creemos saber lo que es una papelera. Esto es, cuando, estando en la calle o en una oficina, queremos echar un papel sabemos dónde echarlo (y dónde no deberíamos hacerlo). Si alguien echara un papel desechable sobre la mesa, habiéndole dicho que lo echase a la papelera —y suponiendo que no trata de provocarnos—, fácilmente deduciríamos que ignora lo que es una papelera. Hasta podemos admitir que, en un determinado contexto, una caja de cartón o una bolsa de plástico colocadas en una esquina podrían hacer de papelera, al menos provisionalmente. Pues, grosso modo, una papelera es aquello que usamos para echar los papeles que nos sobran. El significado de la palabra papelera no puede disociarse del uso que le damos.

Con todo, el que algo sea —o pueda servir como— papelera no está exento de supuestos, incluso normativos. Al menos porque no diríamos que sirviese como papelera una secretaria a la que le echáramos a los pies los papeles sobrantes para que, tras recogerlos, los llevase al contenedor de reciclaje. Por eso, el uso de la palabra tiene que apuntar a una definición que nos permita distinguir entre los usos admitidos y los que no.

Ahora bien, y esto es lo interesante, difícilmente podremos llegar a precisar dicha definición más allá de lo que ya sabemos de antemano… aunque sin terminarlo de saber: una papelera es esa cosa que nos sirve para tirar los papeles sucios (y no, pongamos por caso, restos de comida). Y no lo terminamos de saber porque el uso de la palabra papelera es inevitablemente borroso. Por consiguiente, siempre cabe la posibilidad de algo que, ajustándose a su borrosa “definición”, no encaje en el uso habitual de la palabra papelera. De este problema ya se dio cuenta Sócrates en su momento, aunque a propósito de aquellas palabras cargadas de fuertes resonancias morales.

Tampoco podemos sortear la dificultad añadiendo condiciones necesarias o sine qua non. Al fin y al cabo, las condiciones necesarias, si no pretenden ser arbitrarias, son las que especifican el uso habitual de la palabra papelera… con lo cual no habríamos ido más allá de lo que ya sabemos de entrada. O lo que es lo mismo, seguiríamos dentro de la circularidad de lo tautológico: una papelera es una papelera, esto es, aquello que nos sirve —y admitimos— como tal. De hecho, cuanto más esenciales —cuanto más reducidas sean dichas condiciones necesarias—, más abierta queda la definición. Y cuanto más numerosas —cuanto mayor es su poder delimitador—, más arbitraría o artificial.

Así, teniendo en cuenta la primacía del uso a la hora de establecer el significado de las palabras —o al menos, de la mayoría—, lo que solemos tener en mente —como viera Aristóteles— es el prototipo, el dibujo que haríamos si se nos pidiera que representásemos una papelera. En definitiva, una forma. Ahora bien, esta forma no puede ser llevada a concepto sin que la forma sea, precisamente, abandonada. La forma, en tanto que prototipo, es simplemente un grafo. Y el grafo, aunque apunte maneras, no lo dice todo. Pues supongamos que el grafo en cuestión —la papelera que dibujamos cuando nos piden que dibujemos una papelera— tuviese una boca circular. ¿Rechazaríamos una papelera cuya boca fuese cuadrada? Es obvio que no. El grafo de una papelera prototípica inevitablemente deja fuera unas cuantas papeleras. Sin embargo, porque las deja fuera —porque su forma es una determinada—, en principio, tiene que haber un concepto que nos permita ir más allá del grafo a la hora de admitir lo que es una papelera. Es decir, un concepto que reúna los diferentes usos. Con todo, ninguna reflexión llegará a precisarlo… más allá de lo establecido por el uso habitual. Por consiguiente, tiene que haber un concepto. Pero no parece que lo haya. Esto es, ningún concepto aparece o se muestra al entendimiento… como la papelera se muestra a la sensibilidad.

Más aún: una papelera en apariencia —esto es, conforme al grafo— que, debido a un diseño deficiente, no pudiéramos usar como tal ¿sería una papelera? Difícilmente la admitiéramos como tal. En cualquier caso, sería una papelera de juguete. Por tanto, si el uso decide el significado no podemos decir en qué consiste que algo sea una papelera sin tener en cuenta la diferencia entre una buena papelera —lo que esta debe ser— y una que no termina de servir como tal. Como decíamos antes, el grafo —el prototipo, la forma— no basta para establecer el significado.

Este fue, como decíamos antes, el asunto del que se ocupó Sócrates…, un asunto que Sócrates entendió, contra todo sentido común, como el problema existencial par excellence. Pues si el saber es, en definitiva, un saber cómo operar con la cosa en cuestión, aun cuando sea un saber incierto —ningún ciempiés sabría como responder a la pregunta acerca de cómo es capaz de coordinar sus cien pies—, no parece que podamos saber qué hacer con nosotros mismos, mientras no sepamos en qué consiste el bien moral, la justicia, la piedad… en definitiva, una vida buena. Y no da la impresión de que lo sepamos donde coexisten, precisamente, diferentes usos, a menudo incompatibles, de dichas palabras, cosa que no sucede con palabras como papelera, martillo, espada

Si la vida buena —en definitiva, la felicidad— es la vida de quien saber vivir, la pregunta es, por tanto, en qué consiste el saber de quien sabe vivir. Así, al igual que decimos del buen herrero que es bueno porque sabe cómo forjar el hierro —porque domina la forja, porque la forja no le puede—, deberíamos decir de alguien que es feliz porque sabe serlo. En definitiva, porque es un buen hombre, en el sentido de que sabe extraer las máximas posibilidades de la existencia humana. A un buen hombre, la vida no le pasa por encima, esto es, no se limita a reaccionar como si fuera una bestia o una bola de billar. Y no le pasa por encima porque es capaz de ejercer un dominio de sí en nombre de lo que debe ser o en verdad importa —en nombre de las exigencias del alma, por decirlo a la platónica. Nadie logra ejercer dicho dominio de sí mientras se halle sepultado por la disputa de las opiniones sobre lo bueno o justo. De ahí que no comprendamos el intento de Sócrates por lograr una definición de aquellas palabras que confieren una orientación a la existencia hasta que no admitamos que lo está en juego es, precisamente, el saber vivir, en definitiva, la libertad interior, un estar por encima de lo que nos sucede y en verdad no importa.

Ahora bien, lo paradójico del asunto es que ese saber se revelará, en el fondo, como un no saber. Es decir, la reflexión inevitablemente tendrá que fracasar en su intento por alcanzar un saber basado en la definición. Y aquí el buen hombre —el que sabe vivir— coincide con el ciempiés. El único modo de transmitir este saber es, como en el caso del aprendiz a herrero, poniéndose al lado de quien sabe, mientras se ejercita en la búsqueda del bien o la justicia, esto es, mientras se dedica a la crítica, lógicamente implacable, de lo que cultural o políticamente damos por bueno o justo. Aquí saber vivir va de la mano con el perseguir o amar la verdad, en el sentido de preguntarse por lo que en verdad tiene lugar y no simplemente pasa. No obstante, si cabe la crítica es porque tenemos en mente, aunque sea de algún modo, lo que debe ser el bien o lo justo. Como el herrero tiene en mente lo que debe ser una buena espada. Y lo que esto significa es que, para nosotros, tan solo el no es eso, no es eso —o mejor dicho, un no acaba de serlo. Pues en el presente, nada termina de ser lo que debe ser.

Platón simplemente se preguntará por el fundamento ontológico de la ignorancia socrática —esto es, qué tiene que ver esta ignorancia con la naturaleza del haber en cuanto tal. Pero este es otro tema.

nietzscheanas 62

mayo 13, 2023 § Deja un comentario

Estrictamente, no hay yo en el übermensch —en el que es capaz de bailar tanto sobre un campo de amapolas como sobre una pira de gaseados. Por defecto, un yo —la conciencia de sí— difiere de sí mismo, es decir, nunca termina de reconocerse en el cuerpo con el que, por otro lado, se identifica. Y el übermensch es su danza, al fin y al cabo, un estado de embriaguez. Quizá podríamos decir, siendo más honestos con Nietzsche, que el übermensch difiere de la nada que abraza y que, como tal, soporta el brillo de cuanto sucede —y difiere precisamente al ponerse a bailar. Porque no hay nada más allá, no hay nada que esperar que no sea el estribillo de la ilusión. Queda el reggaeton.

En cualquier caso, la inquietud socrática pertenece al culpable. Y no hay culpable que no tenga un Padre. De ello, se dio perfecta cuenta Nietzsche: somos quienes nos buscamos sin encontrarnos. Y aquí podríamos añadir que no nos encontramos porque nadie puede obedecer hasta el final al fantasma de su Padre. Hamlet sería la figura moderna de esta irreparable indecisión. Sin embargo, a Nietzsche probablemente se le pasó por alto que el Hijo solo llega a ocupar el lugar del Padre —y por eso mismo, a serle fiel— levantándolo de la muerte (y de ahí que acaso no comprendamos la resurrección mientras la sigamos viendo como el resultado de la intervención de un deus ex machina, y que, por eso mismo, tan solo afectó a un crucificado). Por no decir que a Nietzsche acaso también se le pasara por alto aquello que decían los griegos de los dioses: que envidiaban la mortalidad de los mortales. Y quien dice mortalidad, dice indigencia.

nietzscheanas 61

abril 22, 2023 § 2 comentarios

Estar por encima del Bien y el Mal significa estar por encima del juicio del Padre: nadie te dice quién eres… y no te importa. Pues no estás sujeto a la necesidad de saberlo —de responder a la pregunta sobre tu cotización. Eres un inocente —una bestia. No tienes vergüenza. Por tanto, tampoco envidia, rencor u odio hacia el superior.

Para el resto, el espectro de Dios. O en su defecto, el espejo. Pues el espejo es, para quien se imagina no depender de nadie, lo que sustituye a la figura paterna. Dime quién es la más bella. Sin embargo, el espejo nunca miente: la más bella siempre será otra. Este fallo es, precisamente, lo que, como mujeres y hombres, no podemos aceptar: queremos decidir por nosotros mismos lo que valemos. Ahora bien, esto no es posible donde la conciencia de sí arraiga en la vergüenza de sí. Una vez Adán le dio la espalda a Dios —una vez se convirtió en un sujeto— quedó sometido al juicio del Padre, sujeto a su dictamen. Ciertamente, el creyó que lo había dejado atrás. Pero solo tenía que haberse preguntado qué ídolo puso en su lugar —sobre qué reposaba su esperanza— para caer en la cuenta de su ilusión.

Según Nietzsche, el único modo de liberarse del Padre —de admitir su muerte hasta el final— es bailando: que nada te importe porque nada importa. Dioniso en vez del Crucificado. O mejor dicho: Dioniso porque Dios acabó colgando de una cruz. Pero ningún hombre o mujer puede decidir por sí mismo ponerse a bailar. La superación no es un nuevo horizonte moral. O naces del lado de Dioniso o sigues dependiendo del dictamen de un fantasma.

Sin embargo, cabe otra liberación: la que llevó a cabo Israel —aquella que consiste en posponer el juicio de Dios sine die. Y esto equivale a decir permaneciendo fiel a una vocación (y quien dice vocación dice invocación). Tú no importas: importa alcanzar lo que, sin embargo, jamás alcanzarás. Importa la obra. El centro está fuera de ti. Aquí el Padre no es quien te dice lo que vales —a lo sumo, lo que valdrás—, sino quien te arroja fuera de ti mismo en la dirección de la obra. Del juicio ya hablaremos, dice Yavhé. En nombre de un Dios que anda rozando la nada —un Dios sin presente, que no aparece como dios— esto es lo que hay que hacer: dar de beber al sediento o penetrar en el secreto de las Escrituras. En ambos casos, una tarea imposible (y es por ello que toda obra permanecerá inconclusa). Hay, ciertamente, variantes seculares: escribir el verso que nos obligue a callar —que no admita ninguna glosa—; o lograr la interpretación definitiva de las suites de Bach. Pero, sea como sea, lo cierto es que nadie sabe lo que quiere mientras no sepa cuál es la misión que le ha encomendado su Padre. De ahí que lo decisivo sea saber quién es nuestro verdadero Padre. Pues, de equivocarnos, probablemente vivamos en vano. Como reos de lo impersonal.

nietzscheanas 60

abril 16, 2023 § 1 comentario

¿Qué significa nihilismo? Sencillamente, que de la vida no cabe esperer nada nuevo —nada extraordinario, ninguna aparición. En cualquier caso, su farsa: la novedad, la noticia, el oropel. Ahora bien, donde no cabe nada extraordinario —nada que no pueda terminar encajado en el suceder de los días— la existencia deja de hallarse sub iudice. Ya no es posible distinguir, salvo espuriamente, entre lo condenado y lo salvado —entre lo que vale y lo que no. Pero esto equivale a decir que la vida se queda sin lenguaje. En su lugar, la retórica. Tras la muerte de Dios, ya no habrá más voces, sino trazos que remiten a otros trazos. En vez de Agustín, Derrida.

No es casual que Nietzsche escribiera aquello de que no nos libraremos de Dios hasta que no nos libremos de la gramática (y acaso esta sea una de sus sentencias más profundas). Y quien dice Dios, dice el Bien. Juicio y lenguaje van a la par. Decir es juzgar. Al menos, porque necesitamos decirnos que el abrazo de una madre, pongamos por caso, traduce el amor hacia el hijo, lo que, en principio, debería ser. Y necesitamos decírnoslo —tenemos que opinar— porque no podemos soportar la indecisión del mundo. La opinión proporciona una falsa claridad en tanto que no le da ninguna oportunidad a lo que también podría ser dicho. Ciertamente, al opinar sopesamos… dando por sentado que acertamos con la medida. Pero la balanza nunca permanece en equilibrio: lo que en un momento se nos muestra como amor, en otro se nos mostrará como su contrario. En el mundo, todo es indecisión, ambivalencia, oscilación. En el abrazo de una madre también hay amor hacia el vínculo con el hijo, unas dosis de egoísmo que no debieran estar ahí. En cuanto que nos traemos entre manos, no hay plata sin ganga.

Así, nos vemos obligados a juzgar, a picar como mineros. No obstante, la plata que obtendremos es solo brillo —únicamente doxa. Y no es lo mismo el brillo que la luz. En este mundo, el no es siempre el envés del , el polvo que es barrido bajo la alfombra cuando nos decimos que en el abrazo de una madre hay tan solo amor. Pero al igual que cuando creemos estar convencidos que dicho abrazo no es más que amor hacia el vínculo con el hijo (y aquí el polvo sería el más que). Todo decir es un hágase —un así sea, un amén. Sin embargo, nada de lo que decimos que es acaba de ser —nada termina de hacerse. Ciertamente, el lenguaje apunta por defecto a lo absoluto o sin tara. De hecho, este es su prejuicio fundamental. Pero, porque tan solo apunta, el lenguaje se convierte en un fraude cuando nos tomamos demasiado en serio el presente, la cópula, el es del esto es así—cuando nos apropiamos del hágase por el que hubo creación (y aquí conviene tener presente que la nada es el fondo, siempre latente, de lo creado). En definitiva, el lenguaje deviene una estafa cuando juzgamos antes de tiempo.

Puede que no sea secundario que en la Biblia la palabra arraigue en la promesa de Dios. La sospecha sobre el presente fue antes bíblica que nietzscheana. Para Israel, no hay propiamente lo que es. La realidad no subyace a las apariencias. En vez de lo profundo, un porvenir —en vez del es, un será. Una confianza insensata ocupa el lugar del saber: Dios dirá. Mientras tanto, el aún no es. El juicio —la palabra— solo pertenece a Dios. Sin embargo, Dios en-sí es el Dios que guarda (el) silencio. Aun cuando se trate de un silencio elocuente, el que se expresa, precisamente, en el puro haber o ab-soluto. El silencio de Dios abraza el mundo. Babel —la confusión de lenguas, la cháchara— fue el resultado de una apropiación indebida.

De ahí que Nietzsche quizá errara en las fechas. La des-aparición de Dios —en bíblico, su retroceso o paso atrás hacia un futuro imposible— sucedió, no en nuestros tiempos, sino una vez Adán quiso darle la espalda, en definitiva, dejar de ser un animal para ocupar el lugar de Dios. A partir de ese instante, el ídolo, la imagen, la representación sustituirán al otro en cuanto tal —el haber del mundo al puro haber. No hay mundo para el animal. A lo sumo, un estar en el haber. Las bestias no existen: son. La culpa —la enajenación— es el dorso de la existencia. La des-aparición de Dios —su muerte— van con el existir. Pues existir es vivir como arrancados. De algún modo, con el advenimiento de nuestros tiempos lo que perdimos de vista fue el asunto Dios. Sencillamente, ya no interesa. Sin embargo, este pasar del asunto no salió gratis. ¿El precio? Que la cópula deviniese una ficción (y el hablante que carece de ironía, un prestigitador que ignora su truco).

Nihilismo significa, por tanto, que gana lo ordinario, la eterna repetición del gris, de los medios tonos, de la ambivalencia. Si no lo vemos es porque la ilusión —el espejismo, el señuelo— nos impide verlo. Pero, como sabemos, la desilusión es el destino de la ilusión. El único modo de superar el nihilismo —de no quedar sepultado por la nada— es, según Nietzsche, bailando, sea sobre un campo de amapolas o sobre las fosas comunes de la historia. Nihilismo significa, por tanto, que no habrá reparación para las víctimas del pasado. La bendición no triunfará sobre la maldición. El ángel de la historia no vuelve su vista atrás con espanto. A lo sumo, se encoge de hombros.

A Nietzsche no puede negársele la lucidez. Por eso, difícilmente terminaremos de percibir el alcance de la fe bíblica de no tener en cuenta que bebe de esa misma perspicacia. Pues no hubo profeta que no fuese consciente de que una existencia alejada de Dios se asienta sobre la falsedad —ningún profeta que no temiese a Dios y, en consecuencia, la posibilidad de la aniquilación. Es verdad que en el profetismo hay mucha acusación. Así, hay desgracia porque no hacemos lo debido —porque no vivimos como hermanos. Pero, en el fondo, un profeta no podía ignorar que somos incapaces por nuestra cuenta y riesgo de cumplir con la voluntad de Dios. En realidad, lo extraordinario —la aparición que suprime la ambivalencia— bíblicamente siempre se ofrece como un increíble porvenir. Y ello en nombre de una vida dada, precisamente, como excepción —como gracia. Tertium non datur: o bien, nos ponemos a bailar; o bien, esperamos lo que en modo alguno puede reducirse a un ideal en el que quepa creer desde nuestro lado. El resto es trampantojo.

Nietzsche y Moisés

marzo 29, 2023 § 1 comentario

Desde la óptica de la eternidad, nada importa (o cuando menos, nada parece importar). Somos polvo y, por eso, nuestro narcisismo es una estúpida ilusión. Al fin y al cabo, desde dicha óptica, todos morimos a la vez. De ahí que quienes entraron en las cámaras de gas murieran al mismo tiempo que sus verdugos. Aun cuando no se lo pareciese, ni se lo pudiera parecer. Sin embargo, porque en el horizonte no hay nada —porque la nada prevalece—, la vida es una excepción o, si se prefiere, un milagro.

Nietzsche de algún modo lo vio. Y su solución fue, como sabemos, la del bailarín. Según su visión —pues Nietzsche no dejó de considerarse a sí mismo como un visionario— , superar el nihilismo pasaría por ser capaz de bailar incluso sobre la pira de cadáveres que deján atrás los genocidios de la historia. Celebrar la vida, en este sentido, consistiría en prescindir del juicio. No hay padre. Y por tanto, ni bien ni mal. Tan solo reacciones —lecturas morales de hechos en sí mismos indiferentes o neutros. Las hormigas rojas no son malas porque devoren a las negras. De hecho, la vida es esto: vida que se fagocita a sí misma. Que nos creamos mejores que las hormigas rojas será porque la creencia se limita a ocultar el rastro del depredador.

Israel, en cambio, lo entendió de otro modo. Pues si la vida es un milagro, entonces no es lo mismo dejarse llevar por la voluntad de poder que convertirse en rehén de los que, estando vivos, no cuentan para nadie (por no hablar de convertirse en rehén de los que murieron injustamente antes de tiempo). De ahí que, para Israel, don y juicio —bendición y Ley— vayan de la mano. Que hoy en día creamos que es posible agradecer la vida sin hallarnos sub iudice es un síntoma de lo lejos que estamos de comprender, en definitiva, un síntoma de nuestro infantilismo.

La pregunta por tanto es quién tiene razón, si Nietzsche o Moisés. Y aquí la respuesta dependerá de a qué razón apelemos. O mejor dicho, desde qué situación se ejerza la disciplina del pensar. Nietzsche se sitúa en la grada —y de ahí que su filosofía sea, en definitiva, un positivismo retóricamente eficaz. Esto es, nada del otro mundo. Desde las alturas, los hombres son, ciertamente, indistinguibles de las hormigas, sean rojas o negras. Es lo que tiene haber ocupado el lugar de un dios. Moisés, sin embargo, permanece en la escena de la larga travesía por el desierto. No es exactamente lo mismo que posicionarse en las gradas. Y no lo es porque lo que hay —el acontecimiento de cuanto es sobre el fondo de un silencio impenetrable— solo se revela en el escenario. Nietzsche, por así decirlo, huye de la nada —de hecho, la sobrevuela. Moisés, en cambio, se enfrenta a ella. Y quizá no sea casual que Israel tuviera la profunda convicción de que la experiencia de Dios implica un enfrentarse a Dios, a su nada —o, mejor dicho, a su aún-nadie. Aunque, como en el caso de Jacob, la contienda termine en tablas (y deba terminar así… para que Dios tenga, al menos, una oportunidad de llegar a ser el que es).

Kant, por un lado (y Dios, por otro)

marzo 18, 2023 § 1 comentario

Como sabemos, según Kant, Dios es el postulado de la razón práctica, esto es, de la voluntad que, en definitiva, nos caracteriza. En este sentido, Dios se encargaría de asegurar, finalmente, la conjunción de integridad moral y felicidad. Y es que no parece que, de hecho, vayan de la mano. De hecho, una fidelidad a ultranza tarde o temprano deviene oficio. Y todo oficio es gris. Tampoco es que los infieles —y esto significa en último término infieles a sí mismos— sean estrictamente felices. Pero pueden, cuando menos, suponerlo. Al menos, hasta cierto punto (y por lo común, con eso basta).

¿Qué nos dice, por tanto, Kant? Pues que nadie quiere nada en verdad si al mismo tiempo no cree que es posible llegar a la meta (y aquí conviene tener presente que no es lo mismo querer que desear). O por decirlo con otras palabras, que el ejercicio de la voluntad encontrará al final su satisfacción (y este final es inevitablemente transmundano; pues, como decíamos, de hecho, integridad y dicha no van a la par). En tanto que sujetos a la razón —en tanto que somos quienes se hallan sujetos al mandato de la voluntad—, el asunto de la felicidad no puede quedar únicamente en manos del sujeto empírico. Hablamos, por tanto, de una creencia necesaria y, por eso mismo, racional. Ahora bien, no es necesaria porque psicológicamente tengamos que decirnos que la fiesta terminará bien donde seguimos dependiendo de nuestros temores o ilusiones, sino porque va con el imperativo de la voluntad, al fin y al cabo, con el desempeño de la libertad. Así, que Kant apele a Dios no tiene tanto que ver con su piedad —que también—, sino con la convicción de que no está en nuestras manos el cumplimiento de nuestra esperanza. Al menos, porque, con respecto a esto del querer, cuanto más cerca, más lejos. Y esta convicción vale incluso para quienes no pueden admitir que haya un Dios que coincida con nuestras imágenes de Dios.

meditaciones cartesianas 21

diciembre 21, 2022 § Deja un comentario

Platón no se planteó la cuestión de la certeza —cómo cabe asegurar la verdad de nuestras representaciones de lo real— porque no pudo plantearla. Y no pudo porque daba por descontado que, de entrada, estamos en contacto con la manifestación de lo real —y no con contenidos mentales. Para el pensamiento de la Antigüedad la cuestión era qué realidad hay tras las apariencias, esto es, en qué consiste lo real al margen su hacerse presente a una sensibilidad (y por eso mismo, relativamente). Y ello porque en las apariencias, como decíamos, siempre aparece, precisamente, lo real. Así, la diferencia de la que parte el pensamiento pre-moderno es la que distingue entre lo real y su aparecer en lo sensible. No se discute que haya lo real. Al contrario: que hay lo real —que hay un ahí— es el punto de partida. Las sombras, por emplear una imagen platónica, son siempre sombras de. Ciertamente, en principio tendemos a tomarlas como lo real (y no como sombras de lo real). De este modo decimos, aunque equivocadamente, que las cosas son tal y como nos parece que son. Sin embargo, las apariencias son relativas a una sensibilidad o punto de vista. Y de ahí que podamos preguntarnois por lo real en su carácter otro o absoluto, es decir, con independencia de la sensibilidad. La convicción del filósofo de la Antigüedad —y de algún modo, también la del científico— es que el ver y el tocar apunta a una realidad que, en su carácter absoluto o en sí, solo es accesible a la razón. El presupuesto del pensamiento de la Antigüedad es, por consiguiente, el hecho de encontrarnos expuestos a la desmesura de lo real. De ahí la pregunta por lo real más allá de lo que nos parece real.

La cuestión que plantea Descartes es muy distinta, a pesar del aire de familia. Y lo es porque su presupuesto ya no es el de Platón. Así, que nos interroguemos sobre la posibilidad del saber —o dicho de otro modo, por la posibilidad de una afirmación sobre lo real de la que no quepa en absoluto dudar— da por supuesto que, de entrada, no estamos en contacto con el ahí, sino con representaciones mentales del ahí. Por tanto, cabe la posibilidad, aun cuando insensata para el sentido común, de que nuestras representaciones solo estén en nuestra mente, esto es, que solo sean secreciones de una mente solitaria, por así decirlo. De entrada, lo que hay no es el haber, sino la idea de un haber. Es posible, por consiguiente, que no haya ningún ahí —ninguna exterioridad—, sino únicamente el contenido mental acerca de un ahí. Es cierto que Descartes llegará a la conclusión de que la certeza de sí, en tanto que limitada por el mientras de la actividad mental, exige que haya un ahí, un afuera. Pues no hay límite que no limite con lo que queda, precisamente, más allá del límite. Ahora bien, lo que implica que Descartes entienda la cuestión de la certeza como la cuestión principal —y esto es lo que caracteriza un pensamiento como moderno— es que la realidad del ahí ha dejado de ser un punto de partida y, por extensión, el principio y fundamento del saber. A partir de Descartes, el punto de partida —el principio y fundamento— será la certeza de sí que se frevela como el envés de la actividad mental. Pues pensar es pensarse y pensarse como soporte del flujo de las representaciones. De hecho, la certeza del afuera —la certeza sobre la realidad de Dios como la realidad de lo ilimitado— es segunda en el orden del saber, aunque el cogito reconozca que, en el orden de lo real, antes tiene que haber el haber —el haber de Dios, según Descartes, como realidad infinita o ilimitada— para que el cogito pueda estar seguro de sí mismo mientras piensa. En cualquier caso, el cogito deviene la sustancia que soporta el ahí. Pues nada es real que no haya sido previamente asegurado como tal por la conciencia de sí.

tercera pregunta

noviembre 27, 2022 § Deja un comentario

Como sabemos, Platón distingue entre dos mundos: el de las cosas —el mundo que habitamos— y el de las ideas. El primero es aparente, mientras que solo el segundo es real, en el sentido estricto de la palabra. ¿A qué obedece esta distinción? ¿Por qué dice que la realidad de las cosas es aparente? ¿Por qué, en definitiva, Platón sostiene que tan solo la idea es real? En última instancia, la pregunta es a qué nos referimos cuando hablamos de lo real. De entrada, la respuesta es obvia: lo real es lo que podemos ver y tocar, cuanto se hace presente a una sensibilidad bajo un aspecto u otro. Que haya cosas no es algo que se ponga en duda.

Ahora bien, que no se ponga en duda el haber de las cosas —el que haya cosas— significa que lo que no se discute es, precisamente, lo que las diferentes cosas tienen en común, es decir, su haber, al fin y al cabo, el hecho de que estén-ahí. O por decirlo de otro modo, que las cosas tengan en común el hecho de que son o están-ahí significa que lo que hay más allá de las las cosas es el haber en cuanto tal. Sin embargo, ¿en qué consiste el haber en cuanto tal, esto es, al margen de su concretarse como el haber de las cosas? ¿En qué sentido el haber en cuanto tal se sitúa más allá de lo sensible? Esta es la pregunta que nos obligará a distinguir entre los dos mundos. Y es aquí donde el camino se pone cuesta arriba —como se nos dice en el texto que comentamos. Y que se ponga cuesta arriba no significa únicamente que cueste llegar a una respuesta, sino también que, una vez obtenida, difícilmente podremos habitar en su territorio. Pues, a pesar de que hay el haber, por decirlo así, no vemos el haber en cuanto tal —el puro haber o el haber absoluto—, sino que siempre lo damos por descontado en el haber de las cosas. De ahí que Platón diga que el haber como tal —el ser de Parménides— trascienda el horizonte de lo sensible. El haber como tal —el puro haber— es uno, eterno, etc.

El problema es, como acabamos de apuntar, que el puro haber no es nada en concreto —ni puede serlo. Por esta razón solo puede ser pensado —y es en este sentido, aunque no solo en este, que Platón dice que lo real en su carácter absoluto es idea: hay lo absoluto; hay lo abstracto o invisible. Y lo hay porque la invisibilidad del puro haber sostiene, por decirlo así, el haber de las cosas —el haber de lo visible. Y quien dice invisibilidad, dice imposible. Pues el haber absoluto solo puede hacerse presente en relación con una sensibilidad y, por eso mismo, relativamente… lo cual equivale a decir perdiendo durante el trayecto su carácter absoluto. El haber en sí mismo no es nada en concreto (y por eso mismo, es nada, una impenetrable oscuridad o silencio: la luz del Sol nos cegaría… si pretendiéramos verla directamente). El puro haber desaparece, por tanto, en su aparecer en lo concreto. Y por eso mismo es obviado o dado por descontado. Dicho de otro modo, el aparecer de lo real va con su desaparecer como puro haber (y aquí Platón conecta con Heráclito). Así, pongamos por caso, la belleza es lo que se hace presente en un cuerpo bello, lo real de ese cuerpo en tanto que bello (pues lo real es, por defecto, lo que se hace presente). Pero la belleza que se hace presente en un cuerpo bello en modo alguno le es inherente: no hay cuerpo bello que lo sea por entero, esto es, desde cualquier punto de vista o para siempre. La belleza es en su ocultarse al encarnarse en los cuerpos bellos. En términos de Platón, podríamos decir que los cuerpos bellos participan de una belleza que, en sí misma, trasciende lo sensible a la manera de un ideal o paradigma. De ahí que si decimos que los cuerpos bellos nunca terminan de ser bellos por entero es porque, de algún modo, se encuentran sometidos a la exigencia de serlo por entero. Ser y deber ser son las dos caras de lo mismo. Y quien dice deber ser dice Bien.

Hasta aquí la respuesta. Lo que sigue ya es para nota.

Ahora bien, no es que en un primer momento haya un puro haber y, luego, el haber de las cosas, sino que lo primero es la escisión entre el puro haber y el haber de las cosas. Llegados a este punto quizá convenga recordar que ab-soluto significa, originariamente, lo que es separado o absuelto, en nuestro caso, dejado atrás. Y por eso mismo, de lo que estamos hablando es, en definitiva, del tiempo. Pues que las cosas sean en apariencia significa que se encuentran sometidas al tiempo, a su tener que desaparecer. Así, el carácter ilusorio de cuanto cabe ver y tocar es el otro lado del hecho de que constituyen la expresión —el hacerse presente— de lo absoluto o realmente otro (y es que lo otro es, por defecto, lo que se encuentra más allá de cualquier forma o representación). El aparecer de lo real va con su desaparecer como absoluto. Las cosas son aparentes, por tanto, en un doble sentido. En primer lugar, que sean aparentes significa que en ellas aparece —se revela o muestra— lo real. Pero, y en segundo lugar, también significa que lo real solo puede aparecer en las cosas hasta cierto punto o en cierta medida. Ambos sentidos van a la par. Ciertamente, la razón solo comprende como real lo que permanece. Pero lo que permanece es que el ser o puro haber solo aparezca desapareciendo como absoluto (y este como significa que por eso mismo deviene lo absoluto). Así, porque son la entera expresión de lo real —porque la desaparición pertenece a la realidad de lo absoluto, a su hacerse presente—, las cosas no terminan de permanecer en lo que son. Sin embargo, será Aristóteles —y no Platón— quien desarrollará hasta sus últimas consecuencias la íntima conexión entre ser y tiempo.

ultra Pluto: un ejercicio de lógica dialéctica a propósito del Platón terminal

noviembre 11, 2022 § 1 comentario

1. ¿Hay el puro haber —el haber absoluto o como tal? Por supuesto. Literalmente. Y es que el haber como tal se revela al pensamiento como lo siempre supuesto —y por eso mismo obviado— en el haber de las cosas. Así, lo obviado —cuanto damos por hecho— es, por un lado, que hay cosas y, por otro, que lo que tienen en común es, precisamente, que son —que están fuera de nuestra mente como algo-otro-ahí. Esto que tienen en común es, precisamente, lo que denominamos puro haber —el haber en cuanto tal o absoluto. En este sentido, podemos decir que las cosas son los diferentes modos, formas o concreciones del puro haber.

2. Sin embargo, ¿qué es el haber como tal, esto es, el haber al margen de su hacerse presente como haber de las cosas? ¿En qué consiste la realidad del haber como tal? La pregunta no tiene sentido… si la entendemos como una pregunta por las características o rasgos del haber. Y no tiene sentido porque el puro haber no es nada en concreto. Ni puede serlo. Pues el haber como tal únicamente es o se hace presente —se hace aquí y ahora— en lo concreto, y por eso mismo retrocediendo, como quien dice, como puro haber. Y quien dice retrocediendo dice abstrayéndose (y en este sentido decimos que la realidad de lo absoluto es la realidad de lo abstracto o, en términos platónicos, de la idea).

3. Ahora bien, porque el haber en cuanto tal retrocede en su hacerse presente en lo concreto podemos darlo, precisamente, por hecho, esto es, como ya hecho o pasado por alto. Esto es, se revela al pensamiento como un pasado por des-contado —como un pasado en el que no hay nada que contar o indicar, un pasado inmemorial y, por extensión, increíble. No es casual que el mito de los orígenes, en tanto que apunta a un pasado anterior a los tiempos, recurra a imágenes imposibles… lo cual nos da a entender que no podemos fácilmente incorporar lo que en verdad tuvo lugar para que fuera posible lo que pasa, esto es, para que fuera posible lo visible, tangible, manifiesto. En definitiva, para que fuera posible un mundo. Dicho de otro modo, lo que tiene lugar como el fundamento o sostén de cuanto existe —lo que siempre acontece en lo que pasa— es el puro haber, lo real como absoluto o enteramente otro. Ahora bien, acontece como lo que siempre es dejado atrás —como lo que tiene que perderse de vista en su hacerse presente como el haber de lo concreto. No hay presente indicativo para el puro haber. De hecho, si tan solo hubiese el puro haber —si todo fuese un puro haber— no habría nada. Esto es, habría la nada. Pero la nada es imposible… mientras siga habiendo mundo. Su imposibilidad —su retroceso o negación de sí— es la condición del mundo. Hay mundo porque la nada —la nada del puro haber— dio un paso atrás, como quien dice. La imposibilidad del puro haber —el retroceso o negación del haber como tal— sostiene el mundo. Y lo sostiene como la eterna amenaza del mundo. Pues la nada del puro haber es… aunque sea no siendo. Hay más realidad —más eternidad— en la ausencia que en la presencia. Al menos, porque es debido al retroceso del haber en cuanto tal que hay lo presente.

4. Porque el haber como tal solo se hace presente en el haber de lo concreto, nada de cuanto cabe ver y tocar permanece en el presente (y por eso mismo, no termina de ser). Vamos a traducirlo: todo lo sensible se encuentra sometido al paso del tiempo —esto es, al pasado del haber como tal— porque la nada en concreto del puro haber se revela como el soporte invisible de lo visible. Nada acaba de ser lo que parece… porque el puro haber —el haber que se hace presente en las cosas que hay o son— tiene que pasar atrás y, por eso mismo, no es nada en concreto (y de ahí que devenga el haber de la nada). Todo cuanto hay en el mundo de lo sensible participa de la idea de lo real, en definitiva, de lo absolutamente real —dice Platón. Y porque lo real en sí es no siendo nada en concreto —esto es, siendo idea—, todo queda infectado de nada. Este quedar infectado es el tener que desaparecer de lo que cabe ver y tocar. Hay algo en vez de nada porque la nada —la nada del puro haber— retrocede; porque la nada es retrocediendo. Pero en su retroceso deja su huella en las cosas que hay. Las cosas son porque, en cierton sentido, no son; porque su haber —al fin y al cabo, que terminen desapareciendo— es el envés de un haber que es en la negación de sí mismo como haber uno, eterno, inmóvil…, negación por la que, sin embargo, el puro haber deviene absoluto. O por decirlo en breve, las cosas no son —no terminan de ser— porque son.

5. Así, desde esta óptica, lo primero no es el arjé de los pensadores de Mileto, esto es, una última cosa, sino el acto por el cual el haber se da en lo concreto… retrocediendo hacia un pasado memorial como haber en sí o en cuanto tal. Pues la desaparición de lo real en sí —su devenir como absoluto— va con el aparecer de lo sensible, de lo que cabe ver y tocar. Hay mundo —hay exterioridad, hay cosas ahí. Pero solo porque lo absoluto devino, precisamente, absoluto en su paso atrás —porque devino lo impresentable, lo que como tal no cabe reducir a presencia sensible. En definitiva, porque devino lo en sí mismo inasimilable o invisible. No hablamos de algo que aún está por ver o que podríamos ver si fuéramos capaces, sino de la nada como la realidad invisible que hay tras lo visible. En esto consiste la trascendencia de lo real en tanto que absoluto.

6. En resumen: no hay haber como tal que no sea al mismo tiempo el haber de lo concreto. Sin embargo, el precio a pagar por la aparición —por el hacerse presente del haber— es, precisamente, la desaparición del haber como tal. Y aquí hay que tener en cuenta que lo que no aparece no es. Así, el mundo es aparente en un doble sentido. En primer lugar, porque lo real aparece —se muestra, se revela o hace presente— en cuanto cabe ver y tocar. Y en segundo, porque la aparición de lo real es ilusoria. Y lo es porque la condición del aparecer es la desaparición de lo absoluto, de lo que es en verdad —de lo que siempre está ahí. Ambas acepciones van de la mano. Hay mundo porque lo absoluto está en falta. Y por eso mismo, lo presente —cuanto cabe ver y tocar— es relativamente o hasta cierto punto.

7. De hecho, no es casual que la palabra absoluto remita, originamiente, a lo ab-suelto —a lo que es separado o liberado, suelto, enajenado. Como sabemos, el uso primario de la palabra absuelto es jurídico. Así, que seamos absueltos por un juez significa que no hay nada que pueda imputársenos o de lo que se nos pueda acusar (y aquí no está de más recordar que el acusativo es, de hecho, una atribución). Por tanto, teniendo esto en cuenta, lo absoluto no es algo que podamos describir, algo a lo que quepa atribuir un rasgo u otro. Esto es, no es ente o cosa. Lo absoluto en cuanto tal carece de la entidad de lo particular. En sí mismo, no tiene forma (y por eso no es nada en concreto). La cuestión es en qué sentido podemos decir que es —que lo absoluto es real. Hay lo absoluto. Pero su haber solo puede ser pensado, precisamente, como lo que fue dejado atrás en su hacerse presente en lo sensible. Esto es, como un en falta o trascender. Dicho de otro modo: hay lo absoluto, esto es, hay idea —hay fórmula. De hecho, es la fórmula que da pie a la forma de las cosas. En cualquier caso, lo que podemos afirmar es que decir haber equivale a decir lo uno, ilimitado, etc. (y acaso convenga subrayar que al decir lo uno, ilimitado… no estamos enumerando los atributos o rasgos de lo real, sino que estamos diciendo lo mismo con otras palabras). No hay —ni puede haber— una definición o delimitación del haber en cuanto tal. El conocimiento del haber como tal es, literalmente, intuitivo (pues intuición significa, originariamente, ver con los ojos del mente como quien constata que hay árboles o moscas con los ojos del cuerpo). En modo alguno puede ser deducido de un conocimiento anterior. No hay idea que esté por encima de la idea de ser —o de lo uno, etc. Pues, como decíamos, es no siendo nada en concreto. Esto es, siendo lo abstracto o idea. De ahí que solo pueda ser pensado.

8. Ahora bien, nada termina de ser lo que parece porque todo cuanto cabe ver y tocar se encuentra sometido a la exigencia de ser absolutamente lo que parece. Así, decimos de un cuerpo bello que no acaba de serlo —que solo se muestra como bello desde ciertos puntos de vista o a momentos, esto es, relativamente— porque damos por sentado que debería ser incondicionalmente bello. No tiene sentido decir de un cuerpo bello que no termina de ser, pongamos por caso, una pieza de sushi. En general, podríamos decir que nada acaba de ser —esto es, permanecer— porque todo se encuentra sujeto a la exigencia de permanecer. La pregunta, sin embargo, es por qué, esto es, por qué el carácter absoluto del puro haber constituye la norma —el paradigma— de, precisamente, lo concreto o sensible.

9. La respuesta es que lo concreto está sometido a la exigencia de permanecer o ser en absoluto porque el haber —y el haber en cuanto tal es eterno, por decirlo a la Parménides— es, precisamente, lo que tiene que darse en lo concreto (y aquí ya nos alejamos de Parménides). Dicho de otro modo, porque no hay haber —y haberlo, haylo— sin un haber de lo que podemos ver y tocar. Pero —y esto resulta decisivo— no hay haber de que no implique un perder de vista, precisamente, el carácter absoluto del haber. Pues lo concreto siempre se muestra en relación con un punto de vista o sensibilidad (y por eso mismo, relativamente). Así, por un lado tenemos un tener que darse o hacerse presente de lo que siempre está ahí como el fondo invisible de lo visible —a saber, el haber como tal— y, por otro, un no poder darse, precisamente, como puro haber. El haber en cuanto tal no es —ni puede ser— nada en concreto. Es decir, el haber como puro haber no se hace presente… salvo como lo que tiene que dejarse atrás o perderse de vista (y por eso decimos que, en tanto que su presencia es la de una ausencia o estar en falta, el puro haber solo es constatado por la razón o el pensar). Hay lo presente —hay mundo— porque lo originario es la tensión entre el tener que darse del haber y el no poder darse como tal. De ahí que ambos lados del haber en cuanto tal se trasladen al haber de las cosas. Estas no terminan de ser porque tienen que ser. En consecuencia, decir ser equivale a decir deber ser (y este deber ser es eterno, al igual que el haber como tal). Y quien dice deber ser dice Bien.

10. Sin embargo, no acabamos de entender lo anterior si creemos que primero hay un haber como tal y luego el haber de las cosas. El punto de partida es la presencia de lo que hay. Y únicamente las cosas están presentes o se nos presentan. Ahora bien, la presencia no es algo simple. Hay una escisión en el seno de lo presente —una escisión que lo constituye, precisamente, como presente—, a saber, la que separa el haber como tal del haber de lo concreto. Y es que no hay presencia que no presuponga —literalmente, que no ponga antes— el retroceso del haber en cuanto tal (y solo por este poner antes deviene absoluto). Hay tiempo porque lo absoluto es desplazado a un pasado inmemorial por la presencia de lo presente. Dicho de otro modo, hay tiempo porque lo absoluto —lo eterno y, por eso mismo, real— es dejado atrás en el presentarse de las cosas. Como apuntábamos antes, lo primero no es el haber como tal, sino el acto por el que se escinde el haber como tal del haber de lo presente —el acto por el que lo absoluto deviene el fundamento invisible de lo visible (y por eso mismo, no es estrictamente lo primero). Pero aquí ya estamos en el teritorio de Aristóteles.

11. Decíamos: “nada acaba de ser —esto es, permanecer— porque todo se encuentra sujeto a la exigencia de permanecer”. Sin embargo, ¿permanecer como qué? No como algo en concreto —pues lo concreto es, en cualquier caso, provisional o relativo—, sino como absoluto o en verdad real, esto es, como lo que siempre tiene lugar y no simplemente pasa. Sin embargo, solo la nada del puro haber permanece como absoluto —como lo imposible que soporta lo posible. Espontáneamente decimos que lo sensible se encuentra sometido al tiempo —que todo lo que cabe ver y tocar termina desapareciendo— porque en lo concreto hay algo así como un déficit de ser. Sin embargo, este déficit es debido a que lo concreto participa de lo real, por decirlo a la platónica. Pues, como hemos visto, la desaparición del puro haber es el envés —la otra cara— de su aparecer en lo concreto. En tanto que lo que permanece es que (la) nada del puro haber permanece como el fondo invisible de lo visible —en tanto que la negación del haber como puro haber es lo presupuesto en el haber de lo concreto—, ser por entero es ser en el tiempo (y por eso mismo, no terminar de ser). Pues el haber implica desaparecer como tal en su aparecer —en su darse como haber de lo concreto. Así, eternidad y tiempo no son opuestos, sino las dos caras de lo mismo. O por decirlo a la platónica, el tiempo es una imitación de la eternidad. Pero esto es así —y aquí ya nos alejamos de Platón— porque el tiempo —que lo que es no acabe de ser— es el darse de la eternidad.

Protegido: apuntes antropología (2022)

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parménides & heráclito (o “vámonos arriba”)

septiembre 28, 2022 § Deja un comentario

Podemos entender tan solo lo que podemos entender. Y no es gran cosa. Quien pretende ir más allá cae en el delirio. Cada grado es una vuelta de tuerca. Hasta que la tuerca se rompe. Pero este es el camino. (Mandalorian dixit).

Grado 1

Según Parménides el haber como tal —esto es, al margen del haber de las cosas en concreto— es uno, eterno, ilimitado e inmutable. Pues, de lo contrario, el haber limitaría con el no haber…, lo cual es imposible en tanto que el no haber —la nada— no es en modo alguno. Obviamente, el haber como tal es en lo abstracto. Y esto significa que, no siendo algo en concreto, como tal solo puede ser pensado. O también, que es en tanto que pensado. No vemos el haber como tal al igual que vemos moscas o árboles. El haber como tal únicamente se revela al pensamiento. Y de ahí que, como decía Parménides, sea lo mismo ser (o haber) que pensar. El haber como tal —lo que es cuanto simplemente es— tan solo deviene accesible a la razón, al logos y, en definitiva, al decir (que es, de hecho, lo que estamos haciendo ahora: decirlo). De ahí que Parménides distinguiese entre la vía de la verdad, de lo que tiene lugar en verdad y no simplemente pasa, y la de las apariencias —la vía de la razón y la de la sensibilidad. Y es que con el ver y el tocar tan solo captamos la apariencia del haber —su aparecer en lo concreto—, pero no el puro haber. Que el haber como tal sea uno, eterno, etc… solo puede ser dicho, en modo alguno percibido. Es cierto que vemos o percibimos cosas muy distintas. Y por eso, espontáneamente decimos —y decimos bien— que hay muchas cosas. Sin embargo, con respecto al hecho de que son o están ahí no hay diferencia entre las diferentes cosas. En su mero ser o estar-ahí —esto es, con independencia de su aspecto, forma o modo de estar-ahí—, son lo mismo. El haber de lo que hay es siempre uno (y por extensión, ilimitado e inmutable).

Grado 2

Aun así, de hecho no hay haber sin lo que hay (y aquí ya nos estamos desplazando hacia el territorio de Heráclito). Esto es, no hay haber que no sea al mismo tiempo un haber de las cosas. La división entre el haber como tal y el haber de no debe entenderse, por tanto, como una división entre cosas. Como señalábamos en el párrafo anterior, el haber como tal posee el carácter de lo abstracto, no el de lo concreto o particular. Es como si Parménides nos dijera, como más tarde sostendrá Platón, que tan solo la idea, lo captado por la razón, es en verdad real; o que lo real es idea, lo cual no debe confundirse con la tesis moderna de que la idea no es más que un contenido mental, una representación de aquello a lo que apunta la idea. Pues, si tenemos en cuenta que, desde una óptica racional, únicamente es lo que permanece inmutable por debajo o más allá del cambio, entonces lo que, en definitiva, permanece es el haber como tal. De ahí que, según Parménides, lo que pasa estrictamente hablando, no sea. El cambio es aparente. O dicho de otro modo, en realidad no hay tiempo, cambio, multiplicidad. El haber como tal es siempre uno y el mismo.

Sin embargo, y como decíamos al comienzo de este apartado, el haber, que como tal es siempre uno y el mismo, es inseparable del haber de algo determinado o particular, por no decir que el haber como tal siempre se concreta de maneras muy diversas. Hay cosas, en plural. Ciertamente, el haber como tal no lo captan nuestros sentidos —ni pueden captarlo en tanto que el haber como tal es no siendo nada en particular—, sino que permanece invisiblemente como lo siempre presupuesto o dejado atrás en su aparecer como el haber de algo en concreto. Al ver algo en concreto —esto es, bajo un aspecto particular— no vemos el haber, sino que lo damos por descontado (y de ahí que tan solo pueda ser reconocido como tal por el pensar). De ahí que cuando vemos cosas supongamos implíctamente que son —que están ahí y no solo en nuestra mente. Aquí, la reflexión —el pensar— se limita a explicitar lo que damos por descontado y, por eso mismo, obviamos (o pasamos por alto). Sin embargo, al explicitarlo nos alejamos del sentido común. Al menos, mientras dure la reflexión. No en vano donde irrumpe el pensar no vuelve a crecer la hierba.

Grado 3

Ahora bien, que el haber como talun paso atrás, como quien dice, en su determinarse como el haber de lo particular significa que el haber es el haber del tiempo (y en este momento, ya entramos de lleno en el pensamiento de Heráclito). Así, decir que todo es haber —o que el haber es todo— equivale a decir que todo es tiempo. Pues que el haber como tal —el puro haber— dé un paso atrás en su concretarse como el haber de las cosas implica que el haber de las cosas no acaba de darse como un puro haber. Esto es, que nada de lo que cabe ver y tocar termina de estar-ahí o permanecer en el ahí. O también, que nada en particular es uno, eterno ilimitado… Todo pasa. Y esto porque no hay haber como tal que no sea, a la vez, un haber de. En su concretarse como cosa, el haber como tal deviene absoluto, literalmente, lo ab-suelto o separado. De ahí la fórmula del paso atrás. Pero, por eso mismo, el haber como tal se revela a la razón como inexistente. Pues tan solo existe lo particular o concreto, esto es, lo que se muestra bajo una forma o aspecto determinado. Hay haber como tal en tanto que hay el haber de. Pero, por eso mismo, el haber como tal no existe: es no siendo en particular. Hay lo particular… porque el haber como tal es no siendo algo en particular, esto es, siendo como inexistente. En este sentido, el haber de lo particular es o aparece en la negación del puro haber. Si no hay haber como tal sin un haber de lo concreto, entonces que el haber como tal retroceda hasta la desaparación, por decirlo así, es el reverso del haber de lo concreto. Hay haber porque hay el no-haber del haber como tal. Hay aparecer porque hay desaparecer. Del mismo modo que hay desaparecer porque hay aparecer. Lo dicho: tiempo.

Grado 4

Llegados a este punto podríamos preguntarnos de qué manera el haber llega a concretarse como pluralidad de cosas. ¿Cómo el haber se hace presente, esto es, se hace ahora? No obstante, la pregunta carece de sentido. Pues cuanto hay de concreto no es, estrictamente hablando, un efecto del puro haber. Como si el puro haber fuera una cosa primera a partir de la cual emerge el resto de las cosas. Y es que el haber como tal no es un material que pueda adquirir diferentes formas o aspectos. El puro haber —el haber como tal— carece de la entidad de lo concreto. Todo es haber (y aquí estamos lejos del todo es agua de Tales: el haber no es una cosa primera). Y porque todo es haber, nadie puede referirse al todo —al haber en cuanto tal— como pueda referirse a una mosca. Para que pudiéramos señalar el todo, tendríamos que estar fuera del todo… con lo que el todo pasaría a ser algo en concreto y, por eso mismo, parte de un todo más amplio, aquel que, precisamente, nos incluyera como observadores del todo (y esto es absurdo de por sí). De ahí que, en tanto que no es cosa o ente, el haber no sea causa eficiente de cuanto es en particular. La pregunta por cómo el puro haber se concreta en lo sensible no puede entenderse, por consiguiente, como una pregunta cuya respuesta sea la descripción de un hecho en donde primero sucede una cosa y, posteriormente, otra. La cuestión no es cómo se pasa del puro haber al haber de las cosas. Y no lo es porque el haber es el pasar, el dejar atrás el puro haber, en definitiva, lo uno, eterno, etc. Hay lo que pasa. Decir que todo es haber equivale, por tanto, a decir que todo pasa —que nada termina de ser y, por eso mismo, estrictamente no es.

Grado 5

Consecuentemente, lo primero no es el haber como tal, de modo que luego vendría el haber de, sino la escisión entre el haber de y el haber como tal. Esto, sin embargo, hay que entenderlo bien. Pues no significa que ambos, siendo distintos, estuvieran inicialmente unidos, aunque no sepamos cómo, sino que tanto el haber en cuanto tal como el haber de se constituyen en su escisión, por así decirlo. En este sentido, el haber como tal es retrocediendo, como quien dice, con respecto al haber de las cosas. Y esto es el tiempo: un dejar atrás el haber como tal —esto es, lo uno, eterno, etc.—, un dejar atrás que, sin embargo, va con el haber como tal… en tanto que no hay haber que no sea, a la vez, un haber de lo particular.

Grado 6

Porque todo es haber no existe el haber. Únicamente, existen las cosas, lo particular o concreto. Si hay cosas —que las hay— es porque el haber se niega a sí mismo, por así decirlo, como un haber como tal. Y en esto consiste el haber: en su negación de sí. El no-haber se halla inscrito en el seno del haber. Nos encontramos en el hardcore del pensar dialéctico —y no hay pensamiento profundo que no termine siendo dialéctico. Y el pensamiento dialéctico se caracteriza, precisamente, por reconocer la tensión de los contrarios como lo real avant la lettre. Así, hay luz porque hay oscuridad (y viceversa). Es cierto que si todo fuera luz, no habría oscuridad. Pero tampoco luz. O por poner otro ejemplo, hay amor porque la posibilidad de la separación siempre está-ahí. Un amor que negara esta posibilidad no sería amor, sino fantasía. El amor es, así, una continua resistencia a la separación (aunque esto no significa, por supuesto, que los amantes estén continuamente apretando los dientes). Y a la inversa: la separación siempre va con la posibilidad de la reconciliación, aunque, en según que casos, esta posibilidad ni siquiera lleguemos a imaginarla. Paralelamente, si todo fuera puro haber, no habría haber. Ahora bien, porque todo es haber, lo que hay no es nada. Pues nada permanece… salvo lo que no existe o es no siendo, el puro haber.

Grado 7

Las cosas —las diferentes formas del haber, lo que capta nuestra sensibilidad— son diferentes porque difieren, precisamente, del puro haber. Ahora bien, en tanto que difieren niegan el haber. Pues diferir supone un distanciarse de, un distinguirse, un no terminar de ser aquello con respecto a lo cual se difiere. Y, por defecto, lo que no acaba de ser no es. Por hablar en plata, si le dices a alguien que no termina de ser simpático, lo que le estás diciendo, sencillamente, es que no lo es. El haber es eterno o no es haber. Pero, como decíamos, no hay haber que no sea, a la vez, el haber de lo concreto. Y lo concreto en absoluto es un puro haber (y por eso mismo, decimos que lo niega). El haber solo se hace presente o ahora en la negación de sí mismo como puro haber, esto es, como un haber sin concreción. Esto es, negándose como uno, eternidad, infinitud, etc. La negación del haber —el no haber— va con el haber. O por decirlo de otro modo, le es inherente. Pues, de lo contrario, no habría concreción, esto es, mundo. Hay cosas porque el haber es, en el fondo, un no haber.

Ciertamente, aquí alguien podría objetar que cada cosa es una cosa (y que, por eso mismo, el haber de las cosas no abandona la unidad, el haber-uno. Sin embargo, la unidad de cada cosa es, en cualquier caso, aparente o provisional. Pues siempre cabe dividir cada cosa en partes. No hay cosa que no sea, por principio, descomponible. Otro asunto, sin embargo, es que no sepamos cómo hacerlo. Pero esto último no quita lo anterior.

Grado 8

Porque como tal no se hace presente a una sensibilidad —porque no se hace ahora—, el puro haber, el haber a secas, se comprende como la posibilidad de cualquier haber de, una posibilidad que, sin embargo, no es cronológicamente anterior al haber de las cosas, sino que se constituye retroactivamente, por así decirlo, en la escisión del tiempo. Por tanto, tiempo significa todo es posible. Incluso lo inconcebible o imposible (aun cuando lo imposible —la contradicción— implicaría el colapso del tiempo; pues hay tiempo mientras los contrarios se mantengan en tensión, esto es, mientras sigan continuamente difiriendo entre sí, afirmándose a través de la negación del otro). Ahora bien, si en relación con el puro haber todo es posible, entonces el puro haber equivale, literalmente, a la omnipotencia. Pero, por lo dicho, no hay omnipotencia que no incluya la posibilidad de cesar, precisamente, como omnipotencia.

y un par de epílogos amables

Según Heráclito, el fuego es el arjé. No obstante, esto no hay que entenderlo como entendemos la sentencia de Tales. Aquí el fuego funciona como imagen o metáfora del tiempo, en definitiva, de la mútua implicación de los contrarios. Y no solo porque el fuego esté siempre en movimiento, sino porque solo hay fuego si el fuego consume —niega— la madera que lo hace posible.

¿Cómo respondería Heráclito a la pregunta del asombro —por qué hay algo en vez de nada—? Parménides probablemente diría porque la nada no es (o lo que es lo mismo: porque el haber es eterno). En cambio, la respuesta de Heráclito sería otra: hay cosas porque el haber como tal no es nada; porque lo eterno es que no hay eternidad; porque la aparición va de la mano de la desaparición (y viceversa).

nietzscheanas 59

mayo 30, 2022 § Deja un comentario

Si es cierto que, según Nietzsche, no hay hechos morales sino una interpretación moral de los hechos —si no hay ni Bien ni Mal en la naturaleza de las cosas, a lo sumo lo que nos favorece o perjudica—, entonces Auschwitz no representa el horror absoluto. En cualquier caso, nos parece que lo representa. Y el parecer, ya se sabe, es una perspectiva. Al fin y al cabo, no hay nada qué representar. Y por eso mismo, el término apariencia deviene prescindible. En última instancia, la metafísica, la cual vive de la distinción entre el carácter oculto de lo real y su presencia sensible, siempre relativa a un punto de vista. Así, en vez del aparecer, tan solo un juego de fuerzas. Las apariencias —lo que nos parece que es— está al servicio del ejercicio del poder. De hecho, a los verdugos Auschwitz les pareció, ciertamente, otra cosa: el precio a pagar para alcanzar los mil años de paz. Doloroso, sin duda. O acaso meramente desagradable. Pues a nadie le gusta, salvo que sea un psicópata, tener que exterminar a una plaga de ratas. Pero en modo alguno, la encarnación del Mal.

Ahora bien, la pregunta es desde qué lugar cabe decir lo anterior. No es casual que Nietzsche simpatizara con Spinoza. Y es que sub specie aternitatis —esto es, desde la distancia de un dios— da igual que crezca la hierba o que se ejecute una masacre. Aquí el prejuicio es qué hay mas objetividad en el relato imparcial que en el de los protagonistas de la escena. Estamos ante el presupuesto griego par excellence —ante el lado oscuro de la teoría. Es cierto que si es cuestión de medir, lo adecuado es distanciarse. Pero no tengo claro que lo real se ofrezca como medida. Más bien, al contrario. De ahí que si se trata de dar testimonio de lo real —de lo que acontece y no simplemente pasa—, entonces quizá estén mejor situados los que padecen la escena que el espectador literalmente antipático. Pues donde simplemente nos limitamos a la descripción imparcial difícilmente caeremos en la cuenta de que lo que acontece es, precisamente, la desaparición de la alteridad, su paso atrás como la condición del mundo. O por decirlo de otro modo, que el haber como el haber de las cosas solo es posible porque el haber como tal es el haber del nadie aún.

Si de repente se hiciera el silencio y la oscuridad, no habría nada. Esto es, habría la nada. Sin embargo, la nada —la muerte— es lo que no puede ser. No cabe un puro haber, sino, como decíamos, el haber de lo concreto. Traducción: lo que debe ser —el Bien—es el haber de lo que hay. En este sentido, o estamos al servicio de la muerte, o de la vida. Basta con imaginar que nos hallásemos expuestos a la nada —o como decíamos, bajo la más impenetrable oscuridad y silencio— para comprender, cuando menos, que el hágase es el envés de la nada. Pues algo tiene que acontecer de la nada. Y este tiene que es, en definitiva, un debo. Al menos, porque el tiene que apunta a la aparición que tendrá lugar junto a ti. Ciertamente, podría no aparecer nada más. Pero en ese caso el cogito, ese testigo de la nada, estaría condenado a la búsqueda de la aparición. Sea como sea, el tener lugar de la aparición va con el deber de preservarla de la amenaza de la nada que, con todo, la hizo posible. Al fin y al cabo, en el principio está el fin. Pero probablemente el plato dialéctico sea demasiado indigesto para el estómago de Nietzsche.

nietzscheanas 58

abril 21, 2022 § Deja un comentario

Puede que Nietzsche se equivocara al considerar que el cristianismo fue un platonismo para el pueblo. Quizá lo fuese la cristiandad, pero no el cristianismo. Pues el Dios cristiano no es, en realidad, un paradigma. Ni siquiera de bondad. Aunque en muchas cabezas cristianas se siga concibiendo como tal , lo cierto es que el Dios que se revela en el Gólgota, en sí mismo, no es aún nadie. Es el Dios que, tras la caída, tuvo pendiente su modo de ser. En la cruz, el Padre se manifiesta como un Dios impotente. No puede hacer más que guardar silencio. Es lo que tiene un Dios que quiso ponerse en manos del hombre que depende de Dios —un Dios que, desde el principio, renunció a un poder sin resquicio. De hecho, en eso consiste su omnipotencia: en desprenderse del poder. Pues, de lo contrario —de no poder abdicar—, la voluntad de poder estaría por encima de la de Dios. Solo desde el Dios que no quiso ejercer como Dios sin la fidelidad del hombre —solo desde el Dios que quiso reconocerse en Adán, al fin y al cabo, en el que tiene que negarlo en tanto que es lo otro de Dios— cabe confesar que el crucificado es el quién de Dios, su modo de ser, en definitiva, el Hijo. El cristianismo es la raíz del nihilismo, no porque la vida carezca de valor si no es en relación con lo que vale en verdad, a saber, la vida de Dios, sino porque Dios en realidad es el Dios que salió de sí mismo —que quiso privarse de divinidad— para reconocerse en el hombre y, así, llegar a ser el que es. Esto es, porque Dios se puso en riesgo desde el origen de los tiempos. La muerte de Dios —su desaparición como Dios— fue antes un invento cristiano que nietzscheano. Pues el mundo no es nada donde Dios siga siendo un eterno porvenir. Otro asunto es que la cristiandad se decantara históricamente por el pantrocrátor, transformándose en una religión entre otras (y aquí deberíamos darle la razón a Hegel cuando escribió que, con el paso del tiempo, incluso la verdad termina siendo otra cosa). Pero esto no quita que el cristianismo, avant la lettre, diga lo que dice.

nietzscheanas 57

abril 20, 2022 § 1 comentario

El hombre no puede crear valor. Tan solo reconocerlo. Cuando los padres que perdieron a su hijo deciden conservar el balón con el que jugaba, no están proyectando un valor sobre lo que, como tal, no es más que un balón: ese balón es sagrado, intocable, inútil. Sencillamente, es más que un balón. Si se tratara de una proyección o, en términos de Nietzsche, de una lectura, entonces bastaría con sustituirlo por uno igual, de perderlo en una mudanza. Pero es obvio que, para esos padres, el balón del hijo es insustituible. Que solo desde su punto de vista quepa reconocer el carácter sagrado de ese balón no implica que se trate de una interpretación de lo que en sí mismo no es más que un balón. Únicamente, que lo sagrado no puede ser reconocido desde cualquier punto de vista o situación. Al fin y al cabo, no hay un en sí mismo al que podamos referirnos como lo que es en realidad. No hay visión que no incluya un cierto saber de qué se trata. Sin embargo, en lo que respecta al valor —o a lo sagrado— este qué no lo decide el hombre.

Para crear valores, lo humano del hombre tiene que haber sido superado. Tan solo el übermensch es capaz de crearlos. Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo puede hacerlo si nada posee valor —si todo valor, según Nietzsche, es interpretación? Un valor discrimina, esto es, nos permite distinguir entre lo que vale y lo que no. Ahora bien, el übermensch no discrimina: tanto vale la inocente alegría de un niño como un genocidio. Todo es milagro, por decirlo así: desde el crecimiento de la hierba hasta los hornos crematorios de Auschwitz. Todo es motivo de danza —y de ahí que Nietzsche contraponga en su obra, a la manera de un leitmotiv, la figura del crucificado a la de Dioniso, el dios de la ebriedad. ¿En qué consiste, por tanto, la creación del valor? Si todo vale, entonces nada vale. Pero esto equivale a decir que vale la nada. En el fondo, la superación de lo humano consiste en amar la nada —en abrazarla.

Atanasio, uno de los primeros intelectuales cristianos, dejó escrito que Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera divino. Nietzsche, sencillamente, se tomó al pie de la letra la sentencia cristiana, aunque dándole un giro particular: Dios se encarnó para que el hombre ocupara el lugar de Dios. Y lo ocupa en el momento en que, perseverarndo en la nada, crea valor de la nada… análogamente a como Dios creó el mundo, precisamente, a partir de la nada. El übermensch crea valor de la nada porque, en definitiva, Dios es nada. Quizá no sea casual que Nietzsche percibiera un estrecha familiaridad entre mística y nihilismo. Pues para el místico, Dios es no siendo nada en particular —o como escribiera Isaac Luria en el XVI, desapareciendo como Dios. Por no hablar de la íntima conexión entre nihilismo y cristianismo. Pues ¿acaso el cristiano no confiesa que Dios tuvo que vaciarse de Dios para hacerse hombre? Pero este es otro asunto.

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